La casta de los bravos
«Lo visto en Valencia no solo demuestra la falsedad de los prejuicios sobre los jóvenes y nos obliga a preguntarnos en qué son peores los zoomers que aquellos que los han precedido»
De nuestros jóvenes suelen decirse dos cosas, incompatibles entre sí: ora son volubles, frágiles e hiperestésicos –¡la generación de cristal!-, ora son lánguidos, insensibles y desvitalizados: ¡la generación apática! Lo visto en Valencia, que ha servido de tienta y de prueba de bravura para toda una generación, no solo demuestra la falsedad de esos prejuicios: también nos obliga a preguntarnos en qué son peores estos zoomers que aquellos que los han precedido.
Ignorancia, inestabilidad emocional, adicción a las pantallitas, victimismo… De todos los tópicos con que escarnece al nene, ¿cuántos no arrastra el papá? De casta -o, más bien, de su falta de casta- le viene al galgo. Individualismo, dependencia de la tecnología, ignorancia: lo curioso de las acusaciones vertidas contra los veinteañeros es que quien las formula incurre en los mismos agravios, generalmente con mayor persistencia. Si los hijos son de mala calidad es porque los progenitores no son para tirar cohetes. ¿Honra merece quien a los suyos se parece? Honra, quizá. Pero el honor es otra cosa.
¿El emperador va desnudo? Más bien diría que el rey de la selva hispánica, viejo y desdentado, se pasea desnudo de la casta y la nobleza que se le presuponen. Mogón y cegato por los achaques, el semental otea la dehesa desde el cercado que, equivocadamente, toma como fruto de conquista, cuando no es sino el decorado puesto ad hoc para que luzca en las fotos. ¿Qué gana el mayoral poniendo a un guardián burriciego al cuidado de la finca? Nada de nada. Valdrían más un alano o un pastor alemán. Pero el viejo semental no está ahí como centinela, sino como lucero. Por centenaria que sea su osamenta, su figura es totémica, como la de esos enormes acebuches que lo cobijan del sol. ¿Qué sucede cuando deja de servir de ejemplo a los novillos?
«Pavitontos posmillenials achicaban agua y limpiaban casas, metidos en el barro hasta el corvejón, al tiempo que Bumersindo, Rancisco y Quejancio se enzarzaban en una querella bizantina a cuento de las competencias y el intrincado diseño autonómico»
La casta de los bravos no se extinguirá por falta de referentes, sino por las faltas de sus referentes. Es el toro bravo quien ha de reinar, no el toro disecado ni, por supuesto, ese de cartón piedra que vemos en las autopistas. Porque una cosa es ser guardián, oficio para el que vale cualquiera, y otra ser rey. Lógico es que el toro desdentado sea incapaz de avizorar, entre las jaras y los lentiscos, cómo el fruto de su linaje reverdece laureles. ¡Tan pobre es su legado!
Poco importa si son erales o utreros: el resto de bóvidos terminarán sacando el carácter. Han descubierto que no hay guardián entre el centeno, como en la novela de Salinger, que vele por ellos; solo un guardián agazapado entre las retamas, en conchabanza con los perros y los caballos del ganadero. El rey de la selva hispánica, acostumbrado a rodearse de cabestros, vive de espaldas a la rebelión que se forma a campo abierto.
La escena es inolvidable: pavitontos posmillenials achicaban agua y limpiaban casas, metidos en el barro hasta el corvejón, al tiempo que Bumersindo, Rancisco y Quejancio se enzarzaban en una querella bizantina a cuento de las competencias y el intrincado diseño autonómico. Pasado un mes, la foto deviene caricatura y los ineptos se tornan negligentes y probablemente criminales.
No son los sementales ni las vacas viejas quienes han de catar las puyas de tienta y ser herrados a fuego. ¿Por qué se obstinan los ganaderos, entonces, en meter a los becerros en un perpetuo cajón de curas mientras juegan a retentar matusalenes del Neolítico? ¿Acaso temen el momento en que los novillos, a los que se obstina en tratar como añojos, se nieguen a vivir estabulados?