Marc Bloch en el Panteón
«La panteonización de Marc Bloch debería ser un homenaje de especial incumbencia para todos los ciudadanos que aún creemos en la pervivencia política y cultural de Europa»
La semana pasada, en las páginas de cultura del Frankfurter Allegemeine Zeitung, el historiador Peter Schöttler celebraba y comentaba la decisión de Emmanuel Macron de llevar las cenizas de Marc Bloch al Panteón. El anuncio de la prerrogativa presidencial se hizo en la Universidad de Estrasburgo, justo el día en que se conmemoraba el ochenta aniversario de la liberación de la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, ocurrida el 23 de noviembre de 1944. El lugar y la efeméride tenían un especial simbolismo, puesto que Bloch había sido profesor de aquella Universidad y además había formado parte de la verdadera resistencia contra los nazis, algo que terminó por costarle la vida. El 16 de junio de 1944, en la redada dirigida por Klaus Barbie tras el desembarco aliado en Normandía, la Gestapo lo arrestó y, después de torturarlo, lo fusiló, junto a otros insurgentes, en un descampado cerca de Lyon.
En la prensa española no ha habido ni una sola referencia a la noticia. Aquí, como bien sabemos, estamos demasiado ocupados con nuestras pequeñas miserias como para interesarnos por los honores que reciben en el país vecino intelectuales y ciudadanos ejemplares. Pero, más allá de esa incuria, el asunto invita a reflexionar acerca de algo que expuso muy bien Xavier Pericay en su magnífica quest biográfica Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla (Athenaica), uno de los mejores libros de los últimos años. En España no tenemos aún verdadera conciencia de lo que supuso el exterminio judío, que, como decía Pericay al hilo de unas reflexiones de Julien Benda, es «la negación de la idea de Europa, su destrucción moral».
Pero cuando hablamos de «conciencia» no solo cabe referirnos a la habitual asunción de la catástrofe humana que ello supuso sino también a la asimilación responsable de la tragedia política que significó la Shoah y que nos afecta todavía como europeos, conmoviendo nuestra raíz más profunda como tales. La grandeza de un proyecto como la Unión Europea estriba en su carácter transnacional, en un principio que por fin acaba con los contenidos naturales como esencias de construcción nacional y apela a una forma de constitución cívica que culmina las históricas aspiraciones de la polis griega. En su obra póstuma, La extraña derrota, en la que denunció la facilidad con que toda una sociedad se había rendido ante Hitler, Bloch, ateo y republicano, dijo que, frente a un antisemita, él se definiría como judío, pero que, al mismo tiempo, siendo extraño a toda solidaridad racial o confesional, se reconocía sobre todo como ciudadano francés.
El legado de Bloch como historiador es de índole europea, en un sentido hondo y problemático, como lo fue el de todos los grandes romanistas, de Curtius a Auerbach. La escuela de los Annales que fundó junto a Lucien Febrve revolucionó la historiografía al relegar cuestiones biográficas para concentrarse en las estructuras sociales y económicas, aunque de una forma emancipada del marxismo y de cualquier otra doctrina. Para Bloch, no solo era el pasado una forma de acceso al presente, sino que también el presente era una manera privilegiada de entender el pasado. Uno de sus mejores libros, Los reyes taumaturgos (1924), que este año ha cumplido un siglo, estudia el mito del poder milagroso de los reyes medievales que, durante su consagración, tocaban y curaban a los escrofulosos, el llamado «rito del toque».
«El admirable esfuerzo que hizo un historiador por acabar con el relato rutinario y triunfalista de la historia de su país, está siendo hoy tergiversado, un siglo después, por la manipulación propia de la peste de la ideología, las falsas noticias y los mitos orales que vuelven a ser el pan nuestro de cada día»
Con su vocación constitutiva de ofrecer una visión global a través de un episodio concreto, Bloch estudió el nacimiento del «toque real» en la Francia del año 1000, luego en Inglaterra cerca de un siglo después hasta su desaparición en 1714 con la llegada de los Hannover a la monarquía inglesa y en Francia con la consagración en 1835 de Carlos X, el último rey que tocó a los escrofulosos. Pero lo fascinante del asunto –el presente como vía de acceso al pasado– es que Bloch, que había sido soldado ya durante la Primera Guerra Mundial, se interesó en el fenómeno porque identificó en la sociedad europea de su tiempo, aquella que hizo posible la matanza, una especie de regresión medieval.
La propagación de falsas noticias y el control de la censura habían expulsado a una buena parte de la sociedad del mundo de la imprenta y de la razón para librarla a una forma de comunicación oral muy parecida a la que propició la difusión de mitos y leyendas durante la Edad Media. La observación de los mecanismos que habían hecho posible la guerra le permitió a Bloch llegar a la conclusión de que el milagro real había sido una «gigantesca falsa noticia», como lo había sido la Grande Peur, el gran pánico que se apoderó del campesinado en Francia por una presunta amenaza de involución revolucionaria en el verano de 1789 y que en 1932 estudió Georges Lefebvre en su libro sobre el asunto.
Nada nuevo bajo el sol, como se ve. La historia de las mentalidades sigue siendo un asunto concerniente y vinculante, pues no hay duda de que estamos ahora viviendo nuestra propia regresión, cada vez más acorralados por la falsedad y las supercherías. En su artículo del FAZ, Peter Schöttler denunciaba cómo el partido de Le Pen ha intentado apropiarse de la figura de Bloch, citando a menudo una frase del historiador que dice: «Hay dos categorías de franceses que nunca comprenderán la historia de Francia, aquellos que se niegan a vibrar con el recuerdo de la consagración real en Reims y aquellos que leen sin emoción la crónica de la Fiesta de la Federación».
Los lepenistas han sacado torticeramente de quicio esta frase para reivindicar la identidad francesa frente a la emigración, algo que pervierte el sentido último de lo que Bloch discutía en La extraña derrota –libro del que procede la frase– sobre la brutalidad y la indolencia mental de la burguesía de su tiempo, incapaz de entender los problemas sociales y económicos del momento y dispuesta a colaborar con los nazis antes que a pensar sus propios orígenes. El admirable esfuerzo que hizo un historiador por acabar con el relato rutinario y triunfalista de la historia de su país, tarea a su vez indisociable de un sentido responsable del concepto de ciudadanía, está siendo hoy tergiversado, un siglo después, por la manipulación propia de la peste de la ideología, las falsas noticias y los mitos orales que vuelven a ser el pan nuestro de cada día.
Por ello, la panteonización de Marc Bloch, un rito laico y democrático pero cargado de trascendencia, debería ser un homenaje de especial incumbencia para todos los ciudadanos que aún creemos en el milagro de la pervivencia política y cultural de Europa.