THE OBJECTIVE
José Luis Pardo

Demasiados errores

«Veo en la bancarrota de la opinión pública el síntoma de una quiebra más profunda: la de un consenso moral público como base del pacto constitucional»

Opinión
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Demasiados errores

Ilustración de Alejandra Svriz.

Como muchos otros de mi generación, durante la Transición me hice adicto a la lectura diaria de la prensa para formarme una opinión sobre los asuntos que me concernían como ciudadano. Mis opiniones resultaron en muchos casos erróneas, y he aprendido de mis errores más que de mis aciertos. Pero en los últimos tiempos me he equivocado demasiadas veces como para que sea simplemente una casualidad. Hago recuento.

Estuve convencido de que fracasaría la moción de censura de 2018, anudada con alianzas impresentables y basada en el párrafo viciado (posteriormente anulado por el Tribunal Supremo) de una sentencia judicial redactada alevosamente con ese fin; creí que Podemos nunca tendría más de 12 diputados. También estuve seguro de que los votantes no perdonarían a Sánchez el haber forjado pactos y alianzas que prometió no hacer jamás, de que su electorado le castigaría por pisotear la igualdad ante la ley indultando las fechorías de aquellos cuyos votos necesitaba, y de que su mayor tropelía contra la democracia de derecho, la ley de amnistía, conduciría directamente a una mayoría absoluta del Partido Popular en las siguientes elecciones.

Me he equivocado incluso acerca de mí mismo, al descubrir que bajo mi disfraz de «intelectual del Grupo PRISA» (como cariñosamente me llamaban mis enemiguetes) había un peligroso ultraderechista inconfeso. Así que ya no me atrevo a pronosticar que a Sánchez y los suyos van a costarles caros el cupo catalán con el que han pagado a los independentistas el alquiler del Palacio de la Generalitat durante cuatro años o la corrupción que inunda su gobierno, su partido y su familia. Y, aunque yo no he llegado todavía a este punto, entiendo que alguien en mis circunstancias pueda dar pábulo al mito de Pedro Sánchez como rey de la estrategia y superhéroe de la revuelta (antes «resistencia») que, dotado de poderes mágicos, convierte las crisis en oportunidades de supervivencia y las adversidades en victorias.

Algunos amigos me sugieren que mi desorientación es proporcional a mi ignorancia del proceloso tráfico de las redes sociales, que tras arruinar a las empresas periodísticas las han forzado a buscar en esas aguas, no ya lectores —que ahora tendrían que ser suscriptores, una especie en extinción—, sino partidarios y seguidores, como hacen los youtubers y los influencers. Y como las redes sociales carecen de compromiso alguno con la objetividad y su única función es ratificar a los usuarios en sus prejuicios, éstos prefieren la satisfacción emocional que ello les procura antes que la información, pues con ella se corre el riesgo de que la verdad decepcione las expectativas.

De ahí la naturalidad con la que los medios de comunicación progresistas abren sus ediciones cada mañana con el mismo titular (el Gobierno ha vuelto a acertar, ha conseguido superar la última adversidad o salir indemne del último escándalo, los datos económicos son optimistas, etc.), e incluso la insistencia con la que los «seudomedios» (como el Financial Times) desafían esos titulares. Puede que sea eso. No pretendo quitarle importancia a este fenómeno, pero veo en la bancarrota de la opinión pública el síntoma de una quiebra más profunda y, haciendo examen de conciencia, yo diría que lo que me ha hecho fallar en todas mis predicciones es algo diferente.

«Cuando quienes dirigen la acción pública la conciben como enfrentamiento, ese consenso tácito parece desvanecerse»

Y ese algo es mi confianza en la existencia de un cierto consenso moral público como fundamento del pacto constitucional y de la legitimidad de las leyes, un consenso tácito que no elimina la tensión entre izquierda y derecha porque, al contrario, es el que permite a cada cual votar sin temer ni esperar que la opción que introduce en la urna pueda socavar los cimientos que sostienen la convivencia con sus vecinos. La existencia de ese acuerdo no es un hecho como la primavera o el escorbuto, pero puede experimentarse indirectamente cuando las leyes, las sentencias judiciales y las decisiones políticas se reconocen como representaciones plausibles de la voluntad popular, porque ello sólo es posible si se toman y promulgan como si ese consenso existiera, es decir, como si cada uno de los que han de acatar y aplicar esos mandatos pudiera hacerlos suyos a título individual y en el ejercicio de su libertad. Cuando esto no ocurre, porque quienes dirigen la acción pública la conciben como el enfrentamiento de una mitad de la sociedad contra la otra, ese consenso tácito parece desvanecerse.

Es posible que quienes habitan en las redes sociales tengan una idea de sus vecinos algo distinta de la que nos hacemos quienes vivimos fuera de ellas. Les aseguro que por la calle no se les ve tan joviales ni tan guapos, ni tan felices, sino bastante encanallados, deprimidos y, sobre todo, condenados a un abandono de la misma familia que el de los habitantes de las localidades arrasadas por la reciente riada. Caminan entre pequeños comercios cerrados reconvertidos en miserables pisos «turísticos», sorteando a los riders que llevan su triste ración de comida online a clientes tan solitarios y abatidos como ellos mismos por la oscuridad de su futuro. Pero la riada que los ha arrollado no es física, sino moral. Y su desánimo no procede únicamente de la pobreza, sino de que su esperanza social ha sido minada por quienes tenían la obligación de mantenerla viva.

Cuando los profesores que a diario se afanan en defender ante sus pupilos el valor del esfuerzo y del estudio, o cuando los estudiantes y opositores que dedican años de constante trabajo a sus temarios o a sus tesis doctorales ven cómo algunos obtienen cátedras extraordinarias, dirigen cursos de postgrado o reciben sobresalientes cum laude sin tener para ello el menor mérito, y cómo alcanzan la condición de asesores millonarios quienes no pueden acreditar más saber que el de arrimarse al sol que más calienta; cuando quienes acuden a los tribunales para defender sus derechos ven cómo se erosiona la presunción de inocencia que protege a los ciudadanos contra la arbitrariedad, cómo los fiscales que han de perseguir el delito están imputados como delincuentes y cómo los jueces son tachados de malhechores y los malhechores dictan al legislador las modificaciones del Código Penal que más les convienen; cuando quienes se han dejado la piel para poder al final de su vida cobrar un alquiler y quienes las pasan canutas cada mes para pagarlo ven cómo se hace burla del cumplimiento de los contratos y de la palabra, sobre cuya base se sostiene la sociedad civil; cuando quienes han vivido en España durante los últimos 46 años tienen que aceptar la versión oficial según la cual esa etapa no ha sido más que una continuación mal disimulada del franquismo; y cuando todos asistimos a la legitimación del chantaje como arma política y a la convalidación del embuste —a menudo más piadoso y simpático que la verdad— como medio lícito para medrar, créanme si les digo que la atmósfera resultante en las calles no es precisamente la de una celebración festiva.

También tengo amigos que recomiendan, en este ambiente de cine de gánsteres, abandonar las calles y dedicarse, como los epicúreos, a cultivar el jardín propio. Lo malo es que incluso para una actividad tan aparentemente privada se necesita la seguridad jurídica garantizada por las autoridades públicas desde ese fondo ético compartido que está hoy amenazado. Como dijo el presidente Kennedy en una memorable ocasión, cuando un hombre o un grupo de hombres puede desafiar las sentencias de los tribunales o el mandato de la constitución, ningún ciudadano está a salvo de sus vecinos. Yo no tengo jardín y no soy epicúreo, sino tan escéptico que incluso dudo de mi propia duda.

Así que, de momento, voy a seguir saliendo a la calle por si se publicase en el periódico la noticia de que mis vecinos y yo no hemos sido abandonados por quienes tienen la responsabilidad de certificar esa salvación. Como decía Nietzsche, hay que tener creencias muy firmes para poder ser escéptico.

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