The Objective
Antonio Agredano

A M.A.R., en tiempos revueltos

«No me parece normal que, para atacar a una rival política, se dispare al corazón equivocado. Hasta al amor hemos arrastrado ya a la ciénaga política»

Opinión
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A M.A.R., en tiempos revueltos

Miguel Ángel Rodríguez. | Mariscal (EFE)

Estimado M.A.R:

Escribió el poeta Raúl Zurita que «vivimos sobre ruinas y no existe otra eternidad que la de los sentimientos». En este país puede amar todo el mundo, con libertad y arrebato, menos el novio de Isabel Díaz Ayuso. Bien por los poliamorosos y mal por los politicamorosos. El Estado ha asumido el papel de moderno Teobaldo y persigue a Romeo por las calles de Madrid, que no es Verona, pero que también posee una arquitectura trágica y un oscuro bullicio.

Me desahogo contigo porque eres testigo de esta historia y te tengo por un Mercucio envuelto en los acontecimientos. Y a ellos tampoco quiero molestarles. Y para el título me venías bien, para qué engañarte. Como decía: yo también he amado a mujeres a las que no estaba permitido amar. Y sentí una súbita piedad hacia Alberto González Amador. Algo bonito del querer es que cada uno es dueño de sus miserias y de su pasado. De su turbiedad y de sus errores. Y quien engañe, que pague. Ya sea en los hoteles o en las agencias tributarias. Pero esto no va de esto. Lo sabemos. Esto no va de impuestos ni de empresas. Esto sólo va de amar a quien no debería amarse.

«Al cuore non si comanda», que dicen los italianos.  No me parece normal que, para atacar a una rival política, se dispare al corazón equivocado. Siniestros cupidos funcionariales y grises. Riéndose las gracias unos a otros en grupos de WhatsApp. No es un bulo lo que se rebate, es la felicidad misma. Se niega la posibilidad de que un hombre esté perdidamente enamorado de una mujer. Y el Gobierno ha usado cada ventosa de sus tentáculos para ir a por un ciudadano anónimo con un único fin: hacer daño a su pareja. 

Hasta al amor hemos arrastrado ya a la ciénaga política. Un Estado desenmascarando a un amante. Un fiscal general, un secretario de Estado de Comunicación, una pandilla de alcahuetas y un único objetivo: empobrecer la imagen de Ayuso sacrificando en el cadalso de la moral a su joven enamorado. El Gobierno más progresista de la historia es una turbamulta que saca a la calle a una pareja que yace junta y trata de quemarles la casa. Noches de pijamas y rastrillos. Antorchas en la madrugada. Y luego la dignidad del que cree que hace lo justo. Juan Lobato al purgatorio y Óscar López llamando prevaricadores a los jueces. ¿En qué nos hemos convertido? 

«¡Oh, yo soy el juguete de la fortuna!», gritó Romeo. ¿Cómo está Alberto? Querría beber un vino con él. En un sitio sencillo. De pie en una barra de madera, con cuentas a tiza. Un vino blanco, un fino amontillano, de esos que se elevan rápidamente. De esos que llaman a la verdad y a la confesión y a la melancolía. Y decirle que en el amor nos hacemos fuertes. Que el pecho es un motor imperecedero. Que todo irá a mejor. Y de memoria, balbuceante, con los dientes manchados por el perejil de unos boquerones en vinagre, le recitaría, mirando al suelo, aquello de «Detrás de las palabras sólo te tengo a ti. Triste quien no ha perdido por amor una casa. Triste el que muere con un aura de respeto y prestigio». Ay, Margarit.

«Quiero pensar que hay cosas que están por encima de la política. Quiero pensar que hay líneas intraspasables»

No sé, M.A.R. Quiero pensar que hay cosas que están por encima de la política. Quiero pensar que hay líneas intraspasables. Me siento ese muchacho. Es más sencillo amar a la tierna hija de un estanquero. Es más sencillo mantener aquel amor del instituto. Esos matrimonios que no dan un paso el uno sin el otro. Ese sentimiento siamés. Es más sencillo no hacer ruido. Dejar que el tiempo pase. No dejar ni pena ni gloria ni alboroto ni sonoras borracheras ni despechos. Funcionan mejor en la vida pública los amores intrascendentes. Pero Alberto se enamoró de Isabel. Y ahí está, querellándose contra todo el mundo por calumniarle. Porque para ser «delincuente confeso» es necesaria confesión y condena. Y de estas, sólo tenemos la primera. Ahí anda el hombre rapándose la cabeza y haciendo esas cosas que hacemos los que estamos rotos por dentro. Mover muebles, apuntarnos al gimnasio, seguir amando, pero con espinas dentro. Culparnos a veces, en la sombra, por haber elegido este y no otro amor. 

Ahí está el poder de esta panda, la de hacernos dudar. La de hacernos creer que estamos equivocados. La de hacernos creer que hay personas que no deben ser amadas. Es una amenaza. Es un cuidado con quien vas. Es un te lo mereces por haberle entregado tus manos a quien nada nos gusta. Lo entiendo tanto a ese muchacho. 

Pero hay que seguir. Porque en el corazón sólo batallan los afectos. Porque en el corazón no hay lugar para reyezuelos, jefas de gabinete, gacetilleros y chivatos. Ese músculo, ese músculo rojo y repulpante, ese músculo ancestral y divino, no está hecho para los asuntos vulgares. «El corazón quiere lo que quiere, o, de lo contrario, no le importa», que escribió Emily Dickinson. 

Feliz año, M.A.R.

Un afectuoso saludo.

Antonio Agredano

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