Feliz 1975
«El aniversario de la muerte de Franco no puede utilizarse como un ejemplo de libertad como pretende Sánchez para presentarse como adalid de la democracia»
El 8 de mayo de 1985, el presidente de la República Federal de Alemania, Richard von Weizsäcker, pronunció un discurso en el Bundestag, entonces todavía en Bonn, para conmemorar el cuarenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. La alocución constituyó un punto de inflexión en el país por ser la primera vez en que un presidente alemán hablaba con claridad y rotundidad acerca de lo que había sido el nazismo y reconocía la liberación que había supuesto la capitulación frente a los aliados. El jefe del Estado se dirigió a sus conciudadanos tratándolos como adultos, atreviéndose a hablar del pasado con honestidad y rigor, sin rehuir ninguno de los aspectos más incómodos de su historia, encarándose a la verdad y relacionándola con el bien común.
Weizsäcker sabía de lo que hablaba, puesto que él mismo, siendo aún estudiante, había defendido a su padre, Ernst von Weizsäcker, en los juicios de Núremberg, del cargo de crímenes contra la humanidad por su colaboración desde el Ministerio de Asuntos Exteriores en la deportación de judíos franceses a Auschwitz. Por ello, el presidente empezó diciendo que aquel 8 de mayo no era para los alemanes kein Tag zum Feiern, ningún día para celebrar nada. La derrota, decía, había sido motivo de experiencias muy distintas y aún contradictorias para todos los alemanes. Mientras unos eran liberados, otros entraban en la cárcel, aquellos de allá volvían a casa y tantos de aquí emprendían el camino del exilio. La incertidumbre se había apoderado del país. Muchos habían creído necesario luchar por su patria, pero de pronto todo se revelaba inútil y absurdo.
Poco a poco, sin embargo, se había impuesto la certeza de que aquel 8 de mayo de 1945 había sido para los alemanes ein Tag der Befreiung, «un día de liberación». La capitulación, seguía Weizsäcker, «nos liberó a todos los alemanes del sistema de la tiranía nacionalsocialista que despreciaba la dignidad humana». Por eso afirmaba también que «nunca debemos separar el 8 de mayo de 1945 del 30 de enero de 1933», fecha en que Hitler se hizo con el poder.
El jefe del Estado, hijo además de una aristocracia cómplice con el nazismo, asumía sin matices la responsabilidad de su país en la catástrofe y recordaba por primera vez la derrota como un principio de liberación que, sin embargo, no debía confundirse con la exoneración. Releído hoy en día, el discurso admira por su total ausencia de demagogia, por su seriedad y por la exhortación a la ciudadanía a pensar moralmente unos acontecimientos históricos que habían determinado la reciente constitución política de la nación.
Hace unas semanas, Pedro Sánchez anunció, con ese tono melifluo de falso cura que le sale cuando finge decir algo trascendental, que este próximo año, su Gobierno va a impulsar un centenar de actos para conmemorar los cincuenta años de lo que han decidido llamar «España en libertad», refiriéndose por supuesto al aniversario de la muerte de Franco en 1975. El lema encierra ya de por sí una penosa falacia, puesto que la libertad civil no se recobró en España hasta la aprobación de la Constitución en 1978. A la muerte del dictador, las cortes franquistas proclamaron jefe del Estado a Juan Carlos I, que en 1969 había aceptado la sucesión «a título de rey». La muerte de Franco, por tanto, solo supuso para los españoles la transferencia de unos plenos poderes de un general a un monarca que gracias a ello terminó por ser el último rey absolutista de Europa. «El Movimiento se sucede a sí mismo», habían sido las palabras literales del dictador.
Como viene siendo habitual en él, Pedro Sánchez se dirigió a los ciudadanos para tratarlos como a escolares, mintiendo y tergiversando la historia del modo más vergonzoso. El día de la muerte de Franco no fue para los españoles tampoco kein Tag zum Feiern, entre otras cosas porque aquel deceso natural supuso el fracaso sin paliativos de la oposición al régimen en su conjunto. Los monárquicos tradicionalistas, con Don Juan a la cabeza, habían visto consternados cómo el dictador conseguía enfrentar a padre e hijo nombrando heredero al segundo y saltándose así la legitimidad dinástica que, por otro lado, había sido la única baza de su principal rival en el reino.
Por otra parte, Franco, al designar a Juan Carlos de Borbón como sucesor, sabía que también neutralizaba a la oposición republicana, cuyas aspiraciones de volver a la Constitución de 1931 quedaban así casi por completo desactivadas. A diferencia de Don Juan, además, Juan Carlos I no había vivido ni el advenimiento de la República ni la Guerra Civil, algo que acabaría por contribuir al acatamiento de su autoridad. Prueba de ello es que el Partido Comunista no tardó en aceptar la bandera nacional en lugar de la tricolor republicana y que Santiago Carrillo acabó defendiendo las bondades de la monarquía parlamentaria. En cuanto al PSOE, la tímida defensa de la opción republicana que hizo Luis Gómez Llorente durante el debate constitucional terminó siendo arrasada por el consenso mayoritario.
El aniversario de la muerte de Franco, por tanto, no puede utilizarse para componer ninguna épica de la libertad, como pretende ahora Sánchez, con la apenas disimulada intención de presentarse a sí mismo como adalid de la democracia frente al lobo de la ultraderecha que él mismo azuza. No hay duda de que la efeméride, como todas, podría servir para abordar muchas cuestiones complejas. Sin ir más lejos, la forma en que se urdió un pacto constituyente que incluyó difíciles cesiones, discutibles claudicaciones, renuncias dolorosas, convenientes olvidos, admirables acuerdos y también embarazosos apaños cuyas consecuencias estamos pagando ahora. La aceptación de la monarquía, pongamos por caso, fue indisociable de la implantación de un régimen autonómico cuyo perpetuo desarrollo competencial quedó blindado en la Constitución mediante un mecanismo que al mismo tiempo impedía que se cerrara el propio proceso constituyente. Y de aquellos polvos, los lodos del soberanismo.
La muerte del dictador también podría servir para analizar las ramificaciones del franquismo en el independentismo catalán y vasco. Mientras en el resto de España se producía un lento, difícil y peligroso cambio de poder, en Cataluña, sobre todo después del breve paréntesis de Tarradellas, el mando siguió en manos de las mismas élites que habían gobernado durante la dictadura, como demuestra el dato de que en 1979 el 45% de los alcaldes franquistas se presentaron con las siglas de Convergència i Unió, el partido de Jordi Pujol, mientras que tan solo un 4,5% lo hacía en las filas de Alianza Popular, el partido creado por Fraga Iribarne.
En cuanto al País Vasco, también se podría recordar que la única organización fundada bajo el franquismo que persistió sin aceptar la democracia tras la muerte del dictador fue ETA, cuya actividad terrorista se dedicaba a sabotear cada semana el pacto constitucional con un reguero de cadáveres que no era sino la más perfecta demostración del odio del nacionalismo al concepto moderno de democracia, entendida como vacío común no vinculado a contenidos naturales. Los cadáveres eran el recuerdo de ese vínculo natural para ellos irrenunciable, como lo había sido para Franco y lo sigue siendo para los diputados de Bildu que apoyan ahora a Sánchez y en general para los esencialistas de toda laya, ya sean los de Abascal o los de Puigdemont.
Pero nada de esto, huelga decirlo, interesa a Sánchez, que solo necesita a Franco para presentarse como salvador de la patria frente a un supuesto revival del franquismo a manos del PP y Vox. Franco se mantuvo en el poder, entre otras cosas, gracias a un constante memento de su cruzada, sin dejar de azuzar ni un día el espantajo del comunismo y el contubernio judeomasónico. De la misma manera, Sánchez, para mantener el apoyo de sus variopintos socios, necesita resucitar a Franco, simplificar y vaciar la historia y urdir un relato histórico a su imagen y semejanza que le permita fomentar la discordia y el enconamiento entre españoles, como prometió en su irresponsable discurso de investidura.
Aquel 8 de mayo de 1985, Richard von Waizsäcker habló de la necesidad de afrontar la verdad ohne Beschönigung und ohne Einseitigkeit, «sin disimulos ni parcialidad», justo lo contrario de lo que ha empezado a hacer nuestro presidente con su característica y tóxica puerilidad. Este nuevo 1975 que nos ha anunciado promete estar dividido entre su vulgar demagogia y la estupidez no menos populista que se dispone a contestarle con loas a las ocultas bondades del franquismo. Pero unos y otros harían bien en recordar las palabras finales de Waizsäcker. Mutatis mutandis podrían aplicarse a nuestro país y aun a toda Europa:
«Ningún país ni nadie alcanza nunca la perfección moral. Hemos aprendido como seres humanos y como tales seguimos siendo vulnerables. Pero tenemos la capacidad de superar las amenazas una y otra vez. Hitler siempre trabajó para fomentar los prejuicios, la enemistad y el odio. A los jóvenes les pedimos que no se dejen arrastrar por la enemistad y el odio contra otras personas, contra rusos o estadounidenses, contra judíos o turcos, contra progresistas o conservadores, contra blancos o negros. Aprended a vivir juntos y no enfrentados. También nosotros, como políticos elegidos democráticamente, debemos tenerlo en cuenta y dar ejemplo de ello. Honremos la libertad. Trabajemos por la paz. Respetemos la ley. Honremos nuestras normas internas de justicia. Hoy, 8 de mayo, afrontemos la verdad tan bien como podamos».
Feliz año.