Trump ¿Caesar Augusto?
«Asistimos al despertar de la siesta autocomplaciente del final de la Guerra Fría y, con ello, a ser autoconscientes de lo que somos y de lo que queremos ser»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Aviso a quien se disponga a leer estas líneas: este no pretende ser un artículo más sobre la marea de noticias que genera Donald Trump, ni una respuesta precipitada a las repercusiones de su agitación política en Estados Unidos. El propósito aquí va más allá de la coyuntura: voy a tratar de explorar, a través de referentes históricos y análisis del presente, las causas profundas y las oportunidades de lo que creo es un cambio de paradigma. Trataré de responder a preguntas como:
¿Estamos viendo el ocaso de las democracias liberales tal y como las conocemos? ¿O es este el inicio de una nueva etapa, moldeada por líderes disruptivos y generaciones posdigitales que desafían las viejas reglas del juego? ¿Qué papel tiene Europa en todo esto?
El espejo de la Antigüedad
El nombre de Trump evoca comparaciones variadas. Basta rescatar el viejo mito del Destino Manifiesto, esa convicción decimonónica que justificó la expansión estadounidense hacia el Oeste con aires de superioridad moral y racial. Tal perspectiva invita a trazar paralelismos con la Roma republicana en su ocaso, con figuras como Craso, el adinerado triunviro que combinó pasión por la política con desafortunadas campañas militares. En aquella Roma tardorrepublicana, las instituciones se habían vuelto más fachada que sustancia; un escenario que propiciaba ambiciones desmedidas y maniobras de poder apenas contenidas por leyes y normas obsoletas.
Sin embargo, cada vez que escucho a Trump hablar de política exterior —sus amenazas, su afán de señalar a aliados y enemigos por igual—, mi mente se traslada a otro capítulo histórico: el de la Liga de Delos, fundada tras las Guerras Médicas (478 a.C.) para proteger a las polis griegas de la amenaza persa. Atenas lideraba con la promesa de una causa compartida y, siendo un referente democrático, no buscaba en un principio imponer su voluntad. Con el tiempo, no obstante, esa coalición se transformó en el Imperio Ático: los objetivos colectivos dieron paso a los intereses atenienses y el control se volvió coercitivo. Así fue como un régimen democrático comenzó a comportarse como un poder imperial, con figuras destacadas como Pericles y episodios de castigo y sometimiento a quienes se oponían a la hegemonía de Atenas.
Tucídides, uno de los mejores cronistas de aquel período, capturó la dureza de esta transformación en el Diálogo de los melios, cuando los atenienses, antes de destruir la polis y esclavizar a los habitantes de la isla, expresaron crudamente la ley del más fuerte:
«La política, en especial la internacional, es y siempre ha sido un juego de poder»
“Sabes que los asuntos humanos siempre han funcionado de esta manera: el que tiene el poder hace lo que puede, y el débil se resigna a lo que debe. No venimos a discutir lo justo o lo injusto, porque entre iguales hay espacio para la justicia, pero cuando hay desigualdad de fuerzas, la justicia solo es lo que el más fuerte impone”.
Esta dicotomía entre democracia para los míos e sumisión para los demás solo esconde que la política, en especial la internacional, es y siempre ha sido un juego de poder. Las narrativas justificadoras son variopintas, pero son un continuo en el tiempo. Como decía Lord Palmerston en el siglo XIX:
«Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes, solo intereses permanentes».
Hemos de comprender que, bajo las dinámicas políticas concretas, hay que visualizar lo permanente: aquello que cruza los tiempos porque, en verdad, el ser humano tiene una naturaleza que luego necesita justificar con aquello que se llama cultura, con esas autojustificaciones de que lo que es, es porque tiene que ser.
Nuevas narrativas y viejos juegos de poder
Y, en estas, llegó Trump. Nos dimos cuenta de que la sociedad estadounidense había cambiado, que los discursos de la clase política no encajaban con la realidad percibida por sus ciudadanos, que el período de Biden había endurecido aún más la política, que estábamos ante un nuevo paradigma que nos iba a afectar a todos. Saber la respuesta al porqué de este viraje hacia el realismo político es clave para entender y actuar ante los nuevos escenarios emergentes.
Y no, la “gente” en EE UU no se ha vuelto loca ni está equivocada. Estamos viviendo una transformación en la percepción del mundo, y, como sabrán, la realidad es tal y como la percibimos. Estamos ante un cambio generacional en el que las generaciones posdigitales se asoman a este mundo de forma muy distinta a como lo hacíamos los predigitales.
Esta nueva forma de aproximación a la realidad hace que los discursos y relatos, creados a partir del fin de la Guerra Fría y monopolizados por una izquierda desnortada, sean cada vez más ineficaces para inculcar a las poblaciones lo que me gusta llamar “microdiscursos únicos” con los que dominar los marcos mentales de la ciudadanía y, por tanto, el relato y la agenda política. Microdiscursos únicos con los que uniformizar a la sociedad sacralizando (y desnaturalizando) conceptos como feminismo, animalismo, pacifismo, identitarismo…
Con este nuevo panorama, la política tradicional percibe cómo el control narrativo se les escapa como arena de playa entre las manos. Ya es mucho más difícil hacer que miren el dedo para que no vean la Luna. Este profundo cambio no se visualiza únicamente en temas políticos, sino también en cuestiones culturales: los patrones de cosificación, estigmatización, ridiculización, etc. se topan con la asimetría entre lo que se cuenta y lo que se percibe, ello refuerza y amplifica el bucle de desconfianza ante esa “política tradicional”, alejamiento que también incluyen los ejes de transmisión de este tipo de relatos, los medios de comunicación.
«La hiperventilada reacción de la política y de los medios ‘tradicionales’ ante las redes sociales es el recurso al miedo, al control»
La hiperventilada reacción de la política y de esos medios “tradicionales” ante las redes sociales, ante esta miríada de ventanas para asomarse al mundo, es el de siempre: el recurso al miedo, al control, a la censura. Paradójicamente, este fenómeno hace que la izquierda haya entrado en una especie de metamorfosis hacia un «progresismo-conservador», hacia una posición defensiva.
Nuevas percepciones: el impacto de la pandemia
Hay otro factor que, a mi entender, es una de las causas profundas que explica ese “endurecimiento” de la política o este giro realista en la sociedad. La pandemia de la covid ha hecho que nuestra percepción de la realidad haya cambiado. Más allá del “efecto años 20”, se ha creado un sustrato cultural del aquí y ahora, del hic et nunc. La imprevisibilidad, la sensación de vulnerabilidad, han marcado de forma más o menos consciente a nuestras actuales generaciones. Por ello, los discursos buenistas, los que tratan de distraer de los problemas reales, los que intentan manipular la realidad, son cada vez más rechazados.
Estos dos factores, las generaciones posdigitales y el impacto de la pandemia, son las principales causas profundas de los cambios políticos y sociales visibles a nivel mundial, de por qué Trump ha vuelto al poder, de por qué nuestros políticos, acostumbrados a discursos grandilocuentemente vacuos, están cada vez más lejos de lo que importa, de lo que pasa en el presente, de lo que construye el futuro. Están cada vez más fuera de juego.
Este cambio de paradigma también se refleja en nuevos juegos del lenguaje, en cómo nos expresamos, en cómo queremos que nos hablen. Hemos asistido y estamos asistiendo a la creación de una masa crítica kuhniana que lo está cambiando todo. Quien acierte en el análisis podrá construir el futuro.
Europa, la democracia y la ingenuidad
¿Todos estos cambios son un peligro para la democracia? Sinceramente, no. ¿Es un problema que los ciudadanos puedan acceder a muchas interpretaciones de la realidad? Otra vez, no. ¿Es un problema creer que nuestro marco discursivo es el Marco Discursivo? Rotundamente, sí. Y aquí tenemos a Europa: ingenua, narcisista, añorando excepcionalidades que ya no están, creyéndose baluarte ante la barbarie, construyendo enloquecidamente puertas al campo y muy satisfecha por ello. Enfrentando la asimetría entre el discurso y los nuevos tiempos. Asumiendo el papel de defensora de las esencias democráticas, pero con unos cimientos corroídos por el relato populista. Un populismo que concibe la democracia como un medio para acceder y perpetuarse en el poder. Y desde el poder desplegar esa ingeniería social que trata de hacernos ver las cosas como no son, de crear problemas donde no los hay.
La paradoja de esta Europa es que gran parte de las narrativas sobre las que se ha construido en estos últimos 20 o 25 años han sido impulsados, en realidad, por procesos de desinformación estratégica para desarmar a una potencia que podría ser un rival en el tablero mundial.
La traslación de patrones culturales a movimientos de la sociedad civil y, de ahí, al regulador europeo y nacional, ha sido la vía para inocular dinámicas que van en contra de los intereses de los europeos. Dinámicas impulsadas por actores internacionales que, rememorando una vez más a Palmerston, solo buscan sus intereses. Actores que muchas veces no son los sospechosos habituales.
Ejemplos hay muchos, como el impacto en la industria agroalimentaria de los movimientos animalistas, en el desarrollo de la energía nuclear por parte de los pacifistas, o la trampa del coche eléctrico de los ecologistas. El denominador común de todo ello: una Europa dependiente de terceros. Movimientos que, por cierto, han sido instrumentalizados y, como decía más arriba, han desnaturalizado lo que son causas justas.
«Europa debe recuperar su visibilidad estratégica, quitarse sus complejos y reforzar la democracia»
En este sentido, la reacción de parte del establishment europeo, como en el resto de las democracias, sigue aferrándose a eslóganes y posturas que empiezan a sonar huecas. Cuando se pretende amoldar la realidad a narrativas que ya no conectan con la experiencia diaria de la gente, se corre el riesgo de generar más polarización e incomprensión. Esa es la “hiperventilación” mediática y política que intenta censurar o vetar ideas disonantes, en lugar de rebatirlas con argumentos efectivos.
Europa debe recuperar su visibilidad estratégica, quitarse sus complejos, reforzar la democracia y actuar como lo que es: uno de los actores relevantes en el devenir de la humanidad. Pero desde una posición de liderazgo y fuerza que derive en la posibilidad de justicia, de hablar entre iguales, sea Trump o su porquero el interlocutor y, cuestión fundamental, no confundir amigos con enemigos.
Saber que los aliados, por muy incómodos que sean, por muy beligerantes que puedan ser, están entre los que no quieren imponer autocracias; no están entre los autoritarismos, porque ese frente derivaría hacia escenarios mucho peores que el actual. Creer, como hace Zapatero, que China debe poner en una situación imposible a los EE UU es una muy mala jugada para la libertad de los europeos. Como dijo Felipe González en los años ochenta:
“Prefiero morir en el metro de Nueva York que vivir en la Unión Soviética”.
Las democracias liberales no pueden topase con un falso dilema: no es lo mismo tratar con democracias poco amables que someterse a autocracias poderosas.
Conclusión: entre la lección histórica y el nuevo paradigma
La historia de Roma y de la Liga de Delos nos enseña que los sistemas políticos, incluso aquellos que proclaman la libertad, pueden evolucionar hacia el dominio de los poderosos sobre los débiles. Hoy, la velocidad y la complejidad de las transformaciones hacen que cualquier hegemonía —sea moral, económica o mediática— se cuestione antes de consolidarse del todo.
Pero la historia también nos ofrece otras lecciones: los grandes cambios, siguiendo a Khun, surgen cuando las viejas narrativas ya no pueden sostenerse y las nuevas generaciones están listas para cuestionarlas. Trump no es solo un líder; es un síntoma de un cambio más profundo que afecta a todos los sistemas democráticos.
Sin embargo, creo que, este nuevo ciclo histórico, es una gran oportunidad. Las nuevas generaciones tienen una mirada más cristalina y cercana a la realidad. No están sometidas a los aprendices de brujo de la ingeniería social.
El giro realista de la sociedad es de tal calado que permite proyectar un futuro sin necesidad de desastrosas utopías. En verdad, estamos asistiendo al despertar de la siesta autocomplaciente del final de la Guerra Fría y, con ello, a ser autoconscientes de lo que somos y de lo que queremos ser.
Quien se dedique a la política debe tomar nota. Quien defienda la democracia, que actúe, porque si no, actuarán otros.