THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

El Papa que quería ser político y el vicepresidente que le refutó

«El papa calla y ha callado sobre millares de políticas controvertidas que atañen a la moral católica; pero, por algún motivo, quiso intervenir contra Vance aquí»

Opinión
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El Papa que quería ser político y el vicepresidente que le refutó

Caricatura de Donald Trump y el papa Francisco. | DonkeyHotey

Hay gente a la que le gusta mucho el Papa –aunque, por algún motivo, ya no se escucha tanto aquello de «la primavera de Francisco»; quizá llegó el otoño y no nos enteramos–. Hay gente a la que disgusta hasta lo enfermizo. Incluso hay gente que no cree que tenga sentido hacerse esas preguntas –un poco como, en su secta, tampoco nadie andaba preguntándose si te caía bien Charles Manson o no–.

No obstante, tanto los fans como los haters como los sectarios habrán de reconocer algo: a este Papa le apasiona hacer de político. Acaba de publicarse en italiano un libro que da buena cuenta de ello: Bergoglio. Una biografía política, de Loris Zanatta, catedrático en Bolonia que ya ha escrito otras jugosas obras sobre el particular. Con todo, cualquier argentino, mucho antes de la elección de Francisco como obispo romano, lo tenía claro: a Maradona le gustaba el fútbol, a Gardel los tangos y a Bergoglio, politiquear.

Durante sus casi doce años de pontificado ha habido sobradas ocasiones de corroborarlo. También de comprobar sus sesgos. Hay regiones enteras del mundo en cuya política Francisco apenas se ha inmiscuido. Quizá la más llamativa sea la República Popular China, enorme país a cuyo gobierno del Partido Comunista acaso cabría hacer alguna que otra crítica desde la antropología cristiana. Nada de eso se ha oído desde el Vaticano. De hecho, en 2018 el Papa firmó un acuerdo para que todos los obispos chinos recibieran, antes de ser nombrados, el visto bueno de tal Partido Comunista. Ese mismo año, uno de los íntimos colaboradores del pontífice, el también argentino monseñor Sánchez Sorondo, manifestó que «este momento, los que mejor realizan la doctrina social de la Iglesia son los chinos», pues «buscan el bien común y subordinan las cosas al bien general». Sorondo asimismo se prodigó en elogios a las políticas ecologistas chinas, todo orondo.

Tampoco se han oído desde Francisco grandes críticas a la política interna de los países africanos (y mira que no pasan cosas terribles en la política de los países africanos) o asiáticos. En el caso de Rusia o Mongolia, ha pronunciado incluso vibrantes ditirambos sobre su pasado imperial. Esto nos deja bastante acotado el campo del politiqueo francisquista: en primer lugar, por supuesto, Argentina; en segundo lugar su ineludible entorno (Iberoamérica); en tercer lugar, los países occidentales, con Estados Unidos como foco principal.

Los ejemplos de injerencia de Francisco en la política de su país son tan numerosos que merecerían (y han merecido) libros enteros (entre otros, del citado Zanatta). Destacaremos solo uno especialmente feo. En agosto de 2023, el kirchnerismo obtenía un mal resultado (y Javier Milei un sorprendente buen resultado) en las elecciones primarias argentinas. A los dos días, llegaba el mensaje del Papa al respecto, en forma de nombramientos vaticanos (obras son amores): figuras ultraprogresistas como los jueces (y activistas) Eugenio Zaffaroni o Roberto Gallardo recibían sendos cargos desde la Santa Sede; un poco por si al final el kirchnerismo perdía todo el poder en su patria, un poco para recalcar la preferencia papal.

«La preocupación política principal de Francisco son los Estados Unidos; o, mejor dicho, los Estados Unidos cuando allí gobierna la derecha»

Sobre el resto de Iberoamérica los ejemplos también abundan. Los españoles estamos acostumbrados a que nuestra izquierda hable de «lawfare» siempre que los jueces les ponen contra las cuerdas; lo que quizá no se sabe tanto es que Francisco también se apuntó a ese término para defender a los políticos (de nuevo, izquierdistas) Lula da Silva y Dilma Roussef durante una larga entrevista para conmemorar su primera década de pontificado; entrevista donde, por supuesto, no fueron esas las únicos observaciones políticas papales.

Pero la preocupación política principal de Francisco (como de tantos otros hispanoamericanos) son los Estados Unidos; o, mejor dicho, los Estados Unidos cuando allí gobierna la derecha. Hay un simple dato numérico que demuestra este hecho: tanto durante la administración Obama, como durante la administración Biden, se deportaron más inmigrantes que bajo el anterior mandato de Trump. Ahora bien, ¿quién recibió más duras críticas pontificias, hasta el punto de llegar a negarle el título de cristiano? Lo ha acertado usted, querido lector: Donald J. Trump. Parece que aquella frase del propio Francisco en la JMJ de Lisboa («en la Iglesia caben todos, todos, todos») admite excepciones si eres norteamericano, de derechas y te elige tu pueblo para gobernar.

Una vez comprendido el contexto que hemos esbozado, se captará mejor el enredo en que andamos ahora. No se ha cumplido ni un mes de la nueva era Trump y ya tenemos todo un debate político montado entre su vicepresidente, el católico J.D. Vance, y el también católico Jorge Bergoglio. Empecemos felicitándonos por ello: llevamos años donde las disputas políticas versaban sobre cuántas identidades de género debían ofrecernos las empresas (¿los 72 de Google o los 54 de Facebook?). O sobre cuándo empezaríamos, por fin, a comer insectos. Supone cierto alivio epistémico, pues, que la discusión sea ahora sobre el ordo amoris de san Agustín y santo Tomás, mencionados por el vicepresidente Vance (ya dijimos hace unos meses aquí en THE OBJECTIVE que el chico prometía). En vez de pronombres inventados, siempre es mejor volver a usar el latín; en vez de los Estudios de Género, parece que la Filosofía y la Teología vuelven a pesar.

No cabe reprochar a ninguno de los dos bandos haber llegado desguarecidos a la batalla. Apenas venció las elecciones, Trump anunció quién ocuparía su embajada ante la Santa Sede: Brian Burch, líder de una potente asociación de católicos conservadores, Catholic Vote. Entre los tuits del nuevo embajador puede encontrarse este, donde compara el apoyo de Francisco a los progresistas con el de una cheerleader (animadora). A las pocas semanas llegaría el contrataque de Francisco: nombraba a Rober McElroy, uno de los prelados más progresistas de todos los Estados Unidos (y por tanto acerbo denostador de Trump, claro), nada menos que arzobispo de su capital, Washington DC.

«Debemos ordenar bien el amor cristiano hacia nuestros semejantes; el cristianismo no puede ser una excusa para los desarreglos afectivos»

Las espadas estaban ya en alto, pues, cuando a J.D. Vance se le ocurrió, durante una entrevista del 30 de enero pasado en Fox News, echar mano de una perla de sabiduría que ya conocían bien nuestras abuelas: «la caridad comienza en casa». ¿Un proverbio inofensivo? Tal vez en tiempos menos hostiles para nuestras abuelas. Se desató la tormenta. Ese mismo día, el exdiputado británico Rory Stewart acusó al vicepresidente de pagano, de tribal, y de «preocupante» que se refiriera a la moral de Jesús. Vance le respondió, claro, sugiriéndole que googleara la expresión «ordo amoris» (orden del amor). Las búsquedas del latinajo se dispararon de inmediato en internet.

¿Qué significa esa expresión? Algo bien simple: debemos ordenar bien el amor cristiano hacia nuestros semejantes; el cristianismo no puede ser una excusa para los desarreglos afectivos. Imagine el lector, por ejemplo, que un hombre, apenas cobrado el próximo 1 de marzo su salario del mes, se lo gastara ese mismo día, de camino a casa, por írselo entregando a cualquiera con quien se topara; de tal modo que, al llegar hasta el hogar en que le esperan su mujer y cuatro hijos, no le quedara nada para alimentarlos hasta abril. ¿Consideraríamos a tal hombre un santo, un sublime ejemplo de generosidad cristiana? ¿O más bien un pródigo, un mal marido y un mal padre?

Santo Tomás insistiría en lo segundo. Los humanos somos seres limitados; nuestro amor, nuestro tiempo y nuestros recursos son finitos; por ello, debemos otorgárselos antes a aquellos hacia quienes tenemos más obligaciones. Hay que ordenar bien nuestro amor, como había avanzado ya san Agustín: en última instancia hacia Dios, claro, pero también organizarlo con respecto a los demás. En suma, san Agustín, santo Tomás y la moral cristiana acaban apuntando a lo mismo: nuestra abuela tenía razón.

El asunto de fondo aquí, sin embargo, no reside en los padres que van repartiendo sueldos por la calle, sino la inmigración. ¿Debe un gobernante atender antes a sus gobernados que al resto del orbe? Santo Tomás y nuestra abuela darían la razón a Vance. (Al fin y al cabo, como decía Chesterton, el Aquinate es el filósofo que mejor organiza nuestro sentido común). Pero hete aquí que nos hemos topado con uno de los asuntos que más ocupa al papa Francisco: ya hemos recordado que llegó a expulsar a Trump del cristianismo por discrepar en esta materia de él.

«La carta del Papa se limita a decir que el amor cristiano es para todos (¡como si alguien lo hubiera negado!) y a citar la parábola del buen samaritano»

Y, por tanto, la revancha no se haría esperar. Tras unos cuantos días en que la política estadounidense estuvo dándole vueltas a argumentos tomistas, expresiones agustinianas y sabidurías populares; cuando muchos pensábamos que había quedado ya atrás la era de las discusiones sobre si las negras jamaicanas de género fluido estaban más discriminadas que las lesbianas portorriqueñas autistas, llegó entonces una carta del sumo pontífice para intervenir en la contienda. Una carta que R.R. Reno ha calificado como «la nota de suicidio del papa Francisco». ¿Exagerado? Es posible, pero no del todo sin razón.

Porque cuando uno habla no hay que fijarse solo en lo que dice, sino también en el hecho de que hable. ¿Envió alguna carta Francisco contra las medidas abortistas que los católicos Joe Biden y Nancy Pelosi han promocionado también en los EEUU? No. ¿Remitió alguna carta a los obispos españoles para apoyarles en su lucha contra la eutanasia, la ley trans o las mayores facilidades para el aborto que ha aprobado nuestro gobierno? De nuevo, no. Podríamos multiplicar hasta el infinito estas preguntas retóricas y estos noes rotundos. El Papa calla y ha callado sobre millares de políticas controvertidas que atañen a la moral católica; pero, por algún motivo, quiso intervenir contra Vance aquí.

¿Acaso le molestó que un laico, de familia desestructurada y pobre, se maneje con la teología católica a un nivel más que notable? No podemos saberlo; pero, de ser así, lo recomendable habría sido responderle exhibiendo un alto nivel de razonamiento teológico. «Hey, paleto hillbilly, mira cómo se razona de verdad en teología». No ha sido ese el caso. La carta del Papa se limita a decir que el amor cristiano es para todos (¡como si alguien lo hubiera negado!) y a citar la parábola del buen samaritano. Pero esto no refuta en modo alguno a Vance, a santo Tomás ni a nuestra abuela. Y podemos ver enseguida por qué.

Imaginemos que el hombre de nuestro ejemplo anterior, recién cobrado su sueldo, se encontrara, mientras vuelve a su casa, con un pobre malherido que requiere su atención. ¿Debería dejarle de lado, con el argumento de que, bueno, a su esposa no le gusta que llegue tarde a casa, y si ayuda a ese pobre desgraciado lo mismo luego se retrasa una hora o dos? La respuesta, de nuevo, la tendrían clara nuestra abuela y Tomás de Aquino. Aunque haya más obligaciones en general hacia la mujer de uno que hacia un desconocido, si ese desconocido precisa ayuda urgente, ayuda a vida o muerte y ayuda que solo nosotros podemos prestarle, mientras que el mal que se ocasiona a un tercero (en ese caso, la mujer en casa) es claramente menor (un pequeño enfado por el retraso), la elección buena está clara: ayudar al moribundo. Un ejemplo, por cierto, que se asemeja bastante a la parábola de Jesús.

«Espero que nadie interprete las últimas frases como un modo de deslegitimación del Papa»

Que el Papa ha querido utilizar su autoridad para meterse en la política migratoria estadounidense es indudable; que haya usado algún tipo de razonamiento teológico profundo para ello está, sin embargo, lejos de la realidad. Yendo al asunto que nos ocupa: claro que hay que ayudar a un inmigrante si tuviera necesidades urgentes o graves. Claro que hay que acoger al que escape de una muerte segura. Pero ¿implica eso que hay que dejar pulular por nuestras calles a delincuentes indocumentados de otros países, sin preocuparnos los males que causan a niños, mujeres, ancianos y demás miembros débiles de nuestra nación? ¿Significa eso que deben incumplirse por sistema las leyes migratorias de un país? La extrapolación no se sostiene en modo alguno. Recurrir a la parábola del buen samaritano no le da la razón al Papa. El razonamiento es demasiado burdo incluso para un Jorge Bergoglio que jamás destacó como teólogo brillante (no conozco a nadie que lo leyera antes de ser elegido Papa; y que tuviera que dejar a medias su tesis doctoral en su día tampoco apunta a una especial habilidad).

Espero que nadie interprete las últimas frases como un modo de deslegitimación del Papa en cuanto que Papa. Son solo una deslegitimación en cuanto que político. Cuando este Papa se mete en política, con sus sesgos y sus obsesiones, a menudo lo hace mal. Y, al igual que cuando su antecesor, el renacentista Julio II, se obsesionaba con conquistar Cesena, ello no obliga a nadie a seguirle de ningún modo en sus cuitas (de hecho, en su día, a Julio II incluso le plantaron frente otros católicos, incluso con armas, para frustrar su obsesión). No estoy reivindicando tampoco (hay quien siempre le malinterpreta a uno cuando osa criticar al Papa, y eso que el propio Papa ha reconocido que es legítimo hacerlo) usar catapultas, saetas ni ningún otro armamento del siglo XVI para oponérsele. Propongo solo usar nuestra palabra y razón.

Y la razón y la palabra nos aconsejan que los albañiles se dediquen a la albañilería; los padres de familia, a atender con su sueldo las necesidades, primero, de sus hijos; los norteamericanos, a gobernarse a sí mismos; y el clero, a las cosas del clero. Eso también es un ordo amoris, un orden del amor. Ojalá al Papa le quede una larga vida; hace un tiempo escribimos aquí en THE OBJECTIVE que rasgo típico católico era confiar siempre en que la gente pueda mejorarse. Y una mejora sin duda es dedicarse, si eres Papa, a hacer de Papa, dejando tu vocación politiquera para el cielo o el purgatorio (confiemos que para el infierno no).

¿Puede un Papa opinar sobre los grandes principios últimos que deben inspirar toda política? Claro que sí, pues aparecen en los evangelios. ¿Puede un Papa meterse a opinar sobre la política concreta, las decisiones prudenciales que en ella se toman, los bandos que en ella se forman, si un político izquierdista ha sufrido o no lawfare?

Para responder a esas cuestiones basta, como para tantas otras cosas, con mirar a Jesús: jamás optó entre los distintos sucesores del emperador Tiberio. Y nos resultaría bien decepcionante que lo hubiera hecho. Basta mirar también a san Pedro, el primer Papa. Todos habrían considerado una pérdida de tiempo que, en vez de hablar de Cristo, se pusiera a intrigar a favor o en contra de Nerón; a escribir sobre si debía ampliar o no la ciudadanía romana; a criticar sus leyes de fronteras. El Concilio Vaticano II atribuyó a los laicos la política mundana (LG 31), rompiendo con un milenio de interferencia clerical en lo político. Dejemos a los laicos ocuparse de lo político y, como dirían nuestras abuelas, quien esté en misa que no pretenda estar también repicando. Lo hemos dicho ya: las abuelas suelen tener razón. 

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