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Sánchez, el hombre de goma en la pinza

«Entre sus aliados hay outinejos y pacifistas de salón, que volverán a la falacia de ‘más tanques son menos hospitales’, como si una UCI financiada parase a Putin»

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Sánchez, el hombre de goma en la pinza

Pedro Sánchez.

Por un lado, los vonderleyos de Bruselas, con el incombustible (recién llegado y ya cansino, pero hace bien) Mark Rutte al frente de la OTAN, exigen a Pedro Sánchez lo que corresponde a la tercera economía y tercera demografía de la Unión Europea: que pague. No en aplausos, ni besitos en la mejillas y golpecitos en la espalda, sino en defensa seria, con presupuestos que se parezcan a lo que requiere la realidad y no a las fantasías sanchistas de las cumbres de mucho lirili y muy poco de lo otro. Por el otro lado, en la trastienda de su frágil mayoría parlamentaria, Sánchez solo encuentra pacifistas de salón y putinejos de taberna, que volverán a la falacia de siempre: «Más tanques son menos hospitales». Como si Putin se detuviera ante las UCI bien financiadas.

El problema no es solo ese coro de socios antinorteamericanos con veleidades nostálgicas comunistas  pro rusas, sino que al propio Sánchez se le puede recordar —gracias a las hemerotecas, ese enemigo implacable— otra de sus contorsiones históricas, cuando en 2014 proponía suprimir el Ministerio de Defensa, como si la realidad fuera opcional. Y ahora se verá obligado a hacer justo lo contrario. Partida a partida y sin pasar por el Congreso, si hace falta, si ve que le fallan sus socios.

En medio de este esperpento, la ministra Margarita Robles hace de correveidile, saltando entre Bruselas y Ferraz como si el mundo se solucionara con su gesto adusto. Pero ya no estamos para gestos: llegó la hora de que Defensa lo lleven militares, técnicos, gente que sepa para qué sirve un ejército más allá de los desfiles. Si el jefe del estado (y la futura jefa) es militar, a qué ton una jueza en excedencia ordenando y mandando. Se dirá que también Von der Leyen fue ministra de defensa, pero en aquel gobierno todo lo decidía una generala: Merkel.

Una caricatura de una persona

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

¿Quién puede salvar a Sánchez de su laberinto? No sus socios, claro está: Sumar, ERC, Bildu, Podemos —pacifismo caviar, como siempre—, se aprestan a negarle el pan y la sal. Saben que el pacifismo  siempre tiene buena prensa (¡hasta Trump vive de ese buenismo!)

 Y menos aún Vox , cuya ayuda sería, para Moncloa, peor que el mal. Todos sabemos que, al final, la única muleta posible se llama Núñez Feijóo, agente al servicio de Su Majestad, dispuesto a echarle un capote «por España», aunque eso supusiera darle oxígeno a un presidente moribundo.

La situación es endiablada: Sánchez, asediado por los escándalos (la mujer, el hermano, la Fiscalía General en descomposición a expensas de Google y WhatsApp; y Ábalos, ese muerto viviente del PSOE, ese número 2 que nadie quiere cerca pero que sigue oliendo a Gobierno), necesita sacar adelante un aumento del gasto en Defensa sin que parezca que claudica. Soslayar al Congreso sería un suicidio político: sus socios lo harían pagar en la siguiente votación, y Feijóo se llenaría de razones, esta vez con razón.

El modelo está claro y no hace falta inventarlo: Alemania, el «milagro alemán»  que ya nos mostró el gran país y que acaba de volver a hacerlo. Sólo las grandes coaliciones, esos pactos entre la derecha y la izquierda seria (si es que queda alguna), pueden salvar el proyecto europeo y, de paso, la dignidad de Occidente que hoy representa Europa. Pero para eso hace falta algo que aquí escasea: sentido de Estado. O, para decirlo a lo Adolfo Suárez: «Elevar a la categoría política de normal lo que a nivel del Parlamento Europeo es normal». Que las tres grandes familias que votan lo mismo en Estrasburgo gobiernen juntas o con sus apoyos recíprocos. 

Aquí seguimos lejos de eso. Pero no tanto. Y al tiempo:  antes del final de la legislatura Sánchez le propondrá a Feijóo ser su vicepresidente. A lo que éste responderá: lo mismo digo.

Coda 1)  Zelinski: Last callTiene ahora el líder ucraniano un papelón más complicado que los dos años y pico de guerra, en los que se ha ganado el respeto de la comunidad internacional, enemigos incluidos. Cerrar un acuerdo de final de la guerra que no hipoteque a su país en sus dos más nobles y necesarias aspiraciones: entrar en la Unión Europea; y ser miembro de la OTAN o, como mínimo, beneficiarse de su paraguas. La pinza entre Rusia y Trump aprieta mucho, y él no puede dejar pasar la oportunidad de que cesen las armas, incluso al precio de ceder el Donbás, como cedió Crimea en 2014 (gran vergüenza de Europa el no mover un dedo en su día). Europa esta vez no debe fallar: ha de estar en suelo ucraniano, protegiendo las minas de explotación americana, si hace falta: cuanto más presencia americana más garantía de paz frente a Rusia. Porque la frontera  exterior de la UE ya es la de Ucrania. Por fin todos los han entendido.

Javier Cercas, entusiasta, llama a una macromanifestación en favor de Europa, como la habida ayer en Roma. ¡Bien visto! Pero no se le ocurre nada mejor que hacerlo equiparando a Trump con Putin, a la democracia americana con la dictadura soviética, perdón, rusa.

Coda 2) Covid-19: Cinco años sí son nada. Un quinquenio después de la pandemia que paralizó el mundo, y España especialmente, reaparece Fernando Simón. Barba bíblica, gesto de anacoreta ilustrado, y la misma condescendencia de siempre. Vuelve para repetir, sin sonrojo, que todo (o casi todo) se hizo bien. Es decir, que no aprendimos nada. Que no va a aprenderse nada. Simón, recordémoslo, fue la coartada perfecta del Gobierno. El parapeto científico detrás del cual Sánchez y sus ayudantes ejecutaron políticas dictadas por la aritmética del poder, no por la epidemiología ni, naturalmente, por la ética.

A día de hoy sigue sin existir el «Libro Gordo» de la pandemia, como lo llama,  para que se entienda, el investigador Espada (quien tanto y tan bien analizó la pandemia; escúchese su último podcast, imprescindible), esa necesaria autopsia del horror, ese inventario de errores y aciertos que debería guiar a las próximas generaciones si el virus o cualquier otro mal  del mismo calibre deciden volver a visitarnos. 

Pero no. Prefieren la amnesia o el relato tergiversado del pasado. Y no por casualidad. En esa estrategia, solo hay un nombre que molesta: Isabel Díaz Ayuso. La única que desafió el relato oficial, que se enfrentó al Gobierno cuando todos los demás aplaudían desde los balcones y callaban ante las órdenes absurdas. Por eso, cinco años después, la izquierda y los nacionalistas —ya sean periféricos, de capital o de meseta— siguen teniendo claro quién es el verdadero enemigo: ella. Y solo ella.

Intentar ahora cargar sobre Ayuso los muertos de la pandemia en Madrid, a cuenta de un documental amateur que quiere ser un contador macabro es una indecencia. Y una operación política de manual: limpiar la culpa del Gobierno central mediante el señalamiento exclusivo de la presidenta madrileña. Como si las negligencias, los miles de muertos en residencias de toda España, los contratos amañados de Moncloa o el aquelarre de las mascarillas defectuosas no existieran. Como si Illa, el que fuera ministro de Sanidad que sólo sabía poner tiritas, y Simón, el científico cientista, fueron simples comparsas y no protagonistas de gran parte de lo que se hizo mal.

Pero el mayor error de Ayuso sería entrar, como anuncia, al trapo jurídico. Pretender defenderse «en lo legal» cuando la batalla es, ha sido y será política. Y la sucesora de Feijóo, tanto si éste llega a gobernar como si no, debería saberlo.

Coda 3) Niños asesinos. O de cómo el sistema no solo fracasa, sino que mata.

Mucho se ha especulado —se sigue especulando, con la frivolidad propia del tertuliano español— sobre si pudo evitarse el crimen atroz de Badajoz: tres adolescentes que asesinan a la trabajadora social que intentaba salvarlos de ellos mismos. En España, y no sólo, la miseria suele acabar en violencia, pero duele especialmente cuando la víctima es quien trataba de sostener a esos inadaptados de la vida. La trabajadora social denunció las agresiones y siguió acudiendo al matadero diario de su trabajo. Pero poco se habla de algo que rodea esta historia: la droga. No es parte del decorado de una madre que nunca debió tener una custodia.

Porque esta vez hay un padre que no está dispuesto a callar. El padre de uno de los  supuestos asesinos habla claro. Tan claro que no le van a perdonar. Denunció lo que se venía encima. Dijo que su hijo estaba poseído por el mal y por la falta de educación de una madre poseída, a su vez, por las drogas. Y que si alguien tenía culpa, más allá del propio chaval, era un aparato institucional que le entregó al niño a esa madre drogadicta —porque en España, gracias a la ingeniería social de la Ley de Violencia de Género, la custodia casi siempre es para la madre, aunque se arrastre por los suelos—. «A mi hijo le han destrozado las leyes de género».

El padre, personaje residual y prescindible según la doctrina oficial, lo había dicho: «Mi hijo debía estar encerrado en un centro de menores, no paseándose por un piso tutelado del que ya se había escapado mil veces». No hay metáfora aquí, solo hechos. Y dolor. Y fracaso. 

La locura asesina que brota, en algunos, cuando la vida se mezcla con drogas, abandono y odio…

Claro que hay muchas responsabilidades: la Administración, por supuesto, por devolver al niño a ese piso tutelado como quien devuelve un paquete defectuoso. Y más allá, toda una historia de sufrimiento y degradación, esa historia que no cabe en los protocolos de Igualdad ni en los informes del Ministerio.

Pero hay un núcleo duro que nadie quiere tocar: las drogas. El tabú de los tabúes. El cáncer social (un tópico pero tan cierto) que corroe las familias, los colegios, las calles. Y, por supuesto, las cabezas. Las drogas están en el centro de la mayoría de los actos violentos que hoy  se cometen en España. Pero nadie quiere hablar de eso porque significaría reconocer otro fracaso, el del Estado, que ni previene ni educa ni reprime con eficacia.  Al contrario. Laxismo. Ningún líder político lo lleva como tema prioritario en su discurso salvo Isabel Díaz Ayuso (qué fastidio tener que defenderla por segunda vez aquí), que cada vez que menciona el asunto es acusada de demagogia, de populismo o de fascismo, como si la lucha contra la droga fuese una herejía.

Un libro que debe leer:

Debajo de la mesa, un libro testimonio sobre la Cuba de entonces por el más iconoclasta de los escritores excubanos: Juan Abreu, autor del blog emanaciones , el más divertido, irreverente y desvergonzado de España.

Cuestionario maldito a Juan Abreu:

-¿Queda familia suya en Cuba?

No. En cuanto conseguimos escapar, mis hermanos y yo nos pusimos a trabajar para sacarlos de la isla. Y, por suerte, lo conseguimos. 

-¿Alguna cuenta pendiente o ajuste que no haya recogido su libro?

No tengo cuentas pendientes. Como bien dijera Martha Frayde, “No es que odie, es que no he perdido la memoria”.

-¿Qué (le) queda de aquella Cuba que retrata en su libro?

En la llamada realidad, nada. El castrismo ha convertido la próspera Cuba republicana en un prostíbulo de aldea tercermundista. Pero. En mi cerebro, perdura la luminosa isla de mi infancia donde mi madre escucha a Rita Montaner  o bien a Panchito Riset y mi padre nos duerme en el sillón del portal. 

-¿Hay todavía cosas por saber sobre el destino trágico de Reinaldo Arenas?

Lo que se cuenta en la útil pero mentirosa película del pintor Schnabel es falso, al parecer. Me gustaría saber la verdad acerca de su momento final.  

-¿Qué puede provocar la llegada de Trump al poder para Cuba?

Nada. Más palabrería. La única forma de derrocar la dictadura de la familia Castro es invadiendo militarmente la isla. Sólo Estados Unidos tiene la capacidad de hacerlo. Al principio, pensé que con Trump, que está como una cabra, tal vez… pero el problema con Trump no es que esté loco, es que no está lo suficientemente loco.  

-¿El hecho de que Marco Rubio sea descendiente de cubanos puede aportar algo a la relación de EEUU con la isla?

Marco Rubio es norteamericano y hace muy bien siéndolo. Es mejor, como es obvio. Tengo hijos y nietos norteamericanos y me alivia y alegra mucho que hayan dejado de pertenecer a una cultura secundaria, en todos los sentidos.    

-¿Ha vuelto o volverá algún día a Cuba?

No he regresado. Y en cuanto a regresar, he puesto por escrito mis condiciones para hacerlo. Entre ellas, que el Ministro de Cultura me espere a cuatro patas y con el culo al aire al pie del avión para propinarle una justiciera patada en cuando baje del aparato.  

-¿Cree que se leen allí sus libros, bajo cuerda?;  ¿está accesible su blog?

No lo sé. A veces alguien que vive allá me escribe a propósito de uno u otro de mis libros, pero eso es todo. Para el régimen no existo, y esto incluye a sus escritorzuelos residentes, a los que entran y salen de la isla, y a los que viven en el extranjero. El brazo de la Revolución es muy largo, como me dijo el policía en el puerto de Mariel. En cuanto a mi blog, la situación ha de ser más o menos la misma. Supongo.  

-¿Qué futuro, político y humano, le vaticina a Cuba? 

Describo el futuro que espera a Cuba en mi novela Garbageland. En ella la isla es convertida en basurero mundial. Pero creo que pequé de optimista. Será mucho peor.  

-¿La patria?

Para mí la patria es una especie de peste bubónica. Una maldición. No necesito una patria, lo que necesito es un hogar. Y eso se puede hallar en cualquier parte. Cuando viví en Estados Unidos, mi hogar estaba allí, ahora que vivo en España, aquí tengo mi hogar. El hogar pertenece a una dimensión única, individual, la patria a una fantasía colectiva, incumbe a la oscuridad tribal; la patria es una enfermedad. 

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