Lisboa(s)
«Mi ánimo ha sido por primera vez bajo, incluso subiendo las cuestas, algo que no se acomoda realmente a la ciudad, que está plena de vida»

Un tranvía de Lisboa. | Pixabay
Mi viaje a Lisboa, auténtico salto con pértiga de Semana Santa, de domingo a domingo, ha estado emparedado entre dos muertes magnas (dos magnicidios naturales), en los sucesivos lunes, la de Mario Vargas Llosa y la del papa Francisco, uno encarnación de las luces latinoamericanas y otro de las tinieblas latinoamericanas; aunque el usual Lucas lo viera al revés, tan usualmente.
Ha sido mi quinto viaje a Lisboa y los otros estuvieron también, en capas superpuestas (¡palimpséstica Lisboa!). Fui en 1996 solo, en 2013 con Araceli, en 2017 con Curro y en 2024 con Losada. Este de 2025 lo he vuelto a hacer solo, aunque sin los éxtasis del primero. Me ha gustado percibir las modulaciones de las Lisboas anteriores, de acuerdo con la compañía o con la soledad del que yo era entonces. Mi ánimo ha sido por primera vez bajo, incluso subiendo las cuestas, algo que no se acomoda realmente a la ciudad, que está plena de vida. Me parece que yo era el único melancólico. Ya no son melancólicos ni los portugueses.
«He incumplido todos mis propósitos salvo uno: andar. Es lo que he hecho, andar y andar»
He incumplido todos mis propósitos salvo uno: andar. Es lo que he hecho, andar y andar. Y sentarme algunos ratos con café, cerveza o vinho verde al río, como parte de lo anterior; o con una caipirinha en el rincón oculto de Senhora do Monte. He cogido además dos trenes, uno a Sintra, donde había castaños de indias con piramiditas como los de Madrid, y otro a Cascais, en que visité la Boca do Inferno, allí donde la Bestia 666 citó a Pessoa, quien acudió acojonado. Lo único infernal allí hoy era el turismo, del que yo formaba parte.
Mi estudio daba a un patio interior, el de la terraza Aprazível, y, por encima de las fachadas de enfrente, a la catedral y al castillo, y a un trozo de Tajo y a mucho cielo; el sol se metía en mi cama nada más salir y yo seguía acostado hasta que se largaba. Mis lecturas intermitentes han sido Los comebarato y El imitador de voces, de Thomas Bernhard, y Simios apóstoles, de Juan Bonilla. He visto a ratos una película encantadora, Lisboa, de Ray Milland. Me he puesto solo dos canciones, «Padrão» y «Prece», de las adaptaciones de Mensagem; más las que han sonado en los sitios, brasileña, funk y africana. Me he comprado quince libros en portugués y dos discos de Keith Jarrett.
He mantenido mis rituales arrastrados de los otros viajes: la Ginjinha, el Pavilhão Chinês, el ciprés de Príncipe Real, la burbuja musical de Espaço Chiado, la ninfa del Jardim da Estrela… No he caminado esta vez por la avenida da Liberdade ni he visitado al marqués de Pombal (aunque pasé de noche en el taxi del aeropuerto), pero he alargado mis caminatas hasta los extremos del río y los barrios adyacentes: calles, con frecuencia solitarias, que procuraban, si no felicidad, serenidad. He conocido el precioso barrio de Amoreiras, donde cené con Josu de Miguel, su mujer y su cuñada. Antes él y yo nos tomamos una cerveza en el bar Jobim, casi enfrente de la Travessa: la mejor librería actual de Lisboa, sucursal de la de Ipanema.
Y he regresado, por supuesto, al Puente 25 de Abril, bajo el cual uno se queda dando vueltas como borracho. El año pasado salimos de Lisboa por él, en el autobús. Este año, tras mi primer acercamiento (el día en que seguí caminando hasta la torre de Belém), volví el último día por un folleto que recogí no sé dónde: Experiência Pilar 7. Bridge Experience. Dije abajo al salir: «É uma experiência mesmo!». Y lo era. Tras varias cámaras semioscuras con maquetas, cartelas y cables de suspensión expuestos, uno sube 25 pisos, 80 metros, y se pone a ras del tráfico del Puente, con Lisboa abajo y el horizonte del Atlántico. En cada descansillo y en lo alto resultaba, en sentido estricto, sublime: también con el traqueteo de la estructura.
Ciudad bellísima siempre. Solo o acompañado (¡mejor acompañado!), habrá que volver.