The Objective
Javier Benegas

Parásitos

«Mientras millones de ciudadanos se esfuerzan por levantar cada día el país, otros viven de desmantelarlo, subvención a subvención, enchufe a enchufe»

Opinión
Parásitos

Ilustración de Alejandra Svriz.

Lo publicaba THE OBJECTIVE, según las cuentas de 2023 (las últimas disponibles hasta la fecha), ADIF, la encargada de mantener las infraestructuras ferroviarias en España, dedicó 716 millones a gastos de personal, frente a los 582 millones que invirtió en reparaciones de infraestructuras. Esta diferencia pone de relieve que la empresa pública prima el crecimiento orgánico de su propia estructura, en detrimento de la actividad a la que, en teoría, debería dedicarse. Dicho más claramente: ADIF gasta más dinero en salarios que en la conservación de las vías.

No es el único caso en el que una empresa pública o entidad dependiente de las administraciones prioriza su sostenimiento orgánico por encima de su actividad. Por ejemplo, la Dirección General de Tráfico (DGT) tuvo unos gastos estructurales de 772 millones de euros en 2023 –el 75% del presupuesto total ejecutado–, de los cuales, aproximadamente, 530 millones se destinaron al pago de nóminas. Casualmente, la DGT recauda anualmente vía sanciones algo más de 500 millones de euros. En 2020, a pesar de la pandemia, recaudó 404 millones.

En los dos casos anteriores, al menos podemos establecer una correlación entre el gasto estructural y las tareas desempeñadas, aunque la cuenta resultante sea para tener pesadillas. No sucede lo mismo con el ente de Radio Televisión Española (RTVE)… excepto que consideremos que su nuevo programa La familia de la tele (5.310.414 euros) tendrá un impacto intelectual tan positivo que aumentará la productividad del país. Sin embargo, RTVE, con 6.795 nóminas, entraría dentro del selectísimo porcentaje de empresas españolas (0,003%) con más de 6.000 empleados.

Cuando lo que se premia es engordar la maquinaria, el peso que supone semejante obsesión en un país donde las entidades públicas brotan como setas tras la lluvia sólo puede calificarse de monstruoso. Y más aún bajo un Gobierno como el de Pedro Sánchez, que lejos de poner orden, ha metido la sexta marcha: no solo ha disparado el tamaño del sector público, sino que ha decidido extender sus tentáculos al privado. Total, ya que estamos, llevémonos hasta las cortinas.

Ni ellos los saben

Resulta casi imposible averiguar el número total de entidades dependientes de la Administración General del Estado, las comunidades autónomas y las corporaciones locales. Para saberlo, habría que llevar a cabo una minería de datos extenuante en el Inventario de Entes del Sector Público. Pero podemos hacernos una idea aproximada sin perder la vida en el intento recurriendo a algunas fuentes primarias. 

Según el Inventario de Entes del Sector Público Estatal, a fecha de 1 de julio de 2024, existían 170 entidades clasificadas como empresas públicas estatales. En cuanto al inventario de Entes dependientes de las comunidades autónomas, en la misma fecha constaban 1.579 entidades, incluyendo empresas públicas, fundaciones y consorcios. Por último, según la Base de Datos General de Entidades Locales, existen aproximadamente 2.934 entes, de los cuales 1.751 son sociedades mercantiles, siendo en su gran mayoría entidades dependientes de ayuntamientos. En total, habría alrededor de 4.683 entidades públicas y mixtas en España.

Si saber el número exacto de entidades dependientes de las administraciones es extremadamente complicado, aún más difícil resulta averiguar el número de nóminas. Hay información respecto de las empresas públicas, aunque no demasiado fiable, pero no así sobre las mixtas. En el primer caso, a finales de 2023 se estimaba que aproximadamente 182.000 personas trabajaban en empresas públicas, un 15% más que el año anterior, lo que supone un récord no alcanzado desde el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero

Sospecho que ni siquiera los responsables de las administraciones conocen el número total de nóminas de las entidades públicas y mixtas. Es más, me temo que no saben el número exacto de entidades que soportamos en la actualidad. Y, por supuesto, ninguno se pregunta sobre su utilidad, gestión o pertinencia. Simplemente, la rueda sigue girando, añadiendo nuevos engranajes y chirridos, nuevas nóminas y enchufes, presidente de gobierno tras presidente de gobierno, barón autonómico tras barón autonómico y alcalde tras alcalde.

La mentalidad del parásito  

Tras el apagón total del lunes 28 de abril, los españoles supimos que la nómina de la presidenta «política» de la entidad mixta Red Eléctrica Española, Beatriz Corredor, es de 546.000 euros anuales, bastante más que la de sus homólogos europeos. Sin embargo, a Corredor no debía alcanzarle para instalar placas solares en una de sus viviendas, porque, según parece, recurrió a una subvención de 1.920 euros de la Comunidad de Madrid. ¿Qué clase de mentalidad impera en quien ingresa más de medio millón de euros anuales y, sin embargo, decide hacer recaer en los españolitos que a duras penas llegan a fin de mes los costes de sus instalaciones eléctricas domésticas?

Sólo se me ocurre una mentalidad capaz de semejante ruindad: la del parásito. La misma mentalidad que lleva a un tal David Sánchez Pérez-Castejón, a la sazón hermano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, a aceptar, según parece, un puesto ficticio de la Diputación de Badajoz y cobrar una generosa nómina sin tener que ir a trabajar. La metáfora es maravillosa, porque Badajoz es Extremadura. Y Extremadura es el paradigma de la insostenibilidad de un país parasitado hasta la médula. Una región con una ratio de 105 empleados públicos por cada 1.000 habitantes. Y un porcentaje de empleados públicos respecto a la población ocupada del 26,4%, lo que supone que más de uno de cada cuatro trabajadores en activo pertenece al sector público.

España fue uno de los países desarrollados donde la pandemia de 2020 tuvo un mayor impacto, tanto sanitario como económico y social. Cualquiera podría pensar que carecíamos de organismos y entidades especializadas en la prevención y gestión de epidemias, sobre todo cuando Pedro Sánchez anunció en plena zozobra la urgente constitución de un comité de expertos (a la postre, inexistente) para bordar la crisis sanitaria. 

Nada más lejos de la realidad. A nivel nacional, existía la Dirección General de Salud Pública (DGSP), específicamente encargada de la vigilancia epidemiológica y responsable del diseño del sistema de vigilancia en salud pública y de emitir alertas sanitarias; el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (Ccaes): el Instituto de Salud Carlos III (Isciii) que, a través de su Centro Nacional de Epidemiología (CNE) y del Centro Nacional de Microbiología (CNM), realiza la vigilancia epidemiológica, estudios genéticos de patógenos y detección de brotes; y la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica (Renave), que es el sistema que recoge y coordina información de vigilancia proporcionada por las Comunidades Autónomas, y centraliza los datos sobre brotes, infecciones y enfermedades emergentes.

A nivel autonómico había además otras entidades, como las direcciones generales de salud pública o equivalentes; los servicios de vigilancia epidemiológica autonómicos; los laboratorios de salud pública regionales, que colaboran con el Isciii; y los planes autonómicos de prevención y las redes de médicos centinela.   

Sin embargo, a pesar de todo este entramado la epidemia sumió al país en un caos sanitario tan trágico como angustioso que duró meses. Fue como si toda esa colosal estructura administrativa, o bien no existiera, o bien resultara completamente inútil.

Un peligro ya más que inminente 

El patrón se ha vuelto a repetir con el colapso del sistema eléctrico a escala nacional. Tampoco en este caso se puede achacar a la falta de organismos ni personas supuestamente dedicadas a prevenirlo. Algo parecido sucede regularmente con la red ferroviaria, con graves incidencias que son el pan nuestro de cada día, y que dejan a miles de viajeros atrapados en trenes y estaciones. Otras señales del colapso de España que pasan más desapercibidas las tenemos en el deterioro de las carreteras y las carencias de las infraestructuras hidráulicas, aunque estas últimas han quedado en evidencia recientemente con las catastróficas inundaciones de Valencia.  

El colapso, sin embargo, se oculta con ideología. Denunciar el parasitismo que ha convertido al Estado en nuestro peor enemigo es predicar en el desierto. El peligro más que inminente que supone su parasitación acaba sistemáticamente siendo neutralizado mediante el trampantojo ideológico o partidista. Denunciarlo es exponerse a que te etiqueten, a que te silencien, a que te tachen de saboteador o radical, cuando en realidad no hay acto más responsable y cívico, ni más razonable, que señalar que el sistema se está cayendo a pedazos, no por falta de recursos ni de normas, sino por exceso de parásitos. 

En esta monstruosa maquinaria, opaca y autocomplaciente, el colapso es una certeza. Ya no es un horizonte probable: es un destino inexorable. Mientras millones de ciudadanos se esfuerzan por levantar cada día el país, otros viven de desmantelarlo, nómina a nómina, subvención a subvención, corrupción a corrupción, enchufe a enchufe. Aquí el que no corre vuela. Y el más tonto hacer relojes. 

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