The Objective
Jorge Vilches

El reflujo antidemocrático

«Hemos permitido que la clase política pueda tener más poder del que conviene a la libertad. Se han encaramado al poder para destruirlo en beneficio propio»

Opinión
El reflujo antidemocrático

Ilustración de Alejandra Svriz.

Las victorias del sanchismo en el frente judicial desmoralizan a cualquiera que tenga cierta estima por el Estado democrático de derecho. Lees que el juez Peinado se queda solo, o que el TC blanquea sentencias condenatorias de socialistas, o que el PSOE blinda a su jefe extremeño porque el hermanísimo está tocado y casi hundido, y se te cae el alma democrática a los pies. 

Tiendo a pensar que algo hemos hecho mal desde 1977 para esta deriva iliberal, pero esta reflexión se me queda corta. Es muy tentador fijarse en los errores del camino, en si hubo leyes que acabaron con la separación de poderes o, como hemos apuntado en alguna ocasión, el Estado de las Autonomías contenía la autodestrucción de la democracia. Lo digo porque quizá habría que empezar a reflexionar desde un poco más arriba, con perspectiva, considerando que la debilidad de las comunidades democráticas es algo general y cíclico. Está ocurriendo en Estados Unidos y en Europa. Parece claro que la última oleada democrática que señaló Samuel Huntington está sufriendo ahora un reflujo. El problema está en que hemos olvidado el liberalismo concediendo demasiado poder a los políticos. Lo voy a desarrollar. 

Carlo Gambescia señaló que el comportamiento humano se repite bajo las mismas condiciones institucionales. Esas condiciones a las que llamamos «democracia liberal» tienen un espíritu y unas formas que acaban llevando a tensiones autoritarias que quieren su derribo. Por mucha propaganda pública sobre la bondad del sistema y la reiteración de liturgias democráticas como el voto, no somos capaces de forjar generaciones que estimen el régimen político que garantiza su libertad, aunque esta libertad sea imperfecta

No hay más que ver las encuestas de opinión. Los ciudadanos –los españoles, entre otros– no valoran el sistema, y la mayoría aceptaría una solución autoritaria, una dictadura blanda si le procura el bienestar material o impide que el adversario llegue al poder. El caso de España es muy claro. Sánchez y el universo izquierdista trabajan en esa dirección en alianza con los nacionalistas. Una advertencia: si solo fuera Sánchez en el partido socialista, el PSOE le habría echado ya como hizo en 2016. Y para que no se vea que es un problema solo español. Véase Rumanía, nacida a la democracia en 1992, donde la cuestión electoral inminente está entre un corrupto sistémico y un autoritario.  

Creo que ese reflujo antidemocrático nos ha llegado ya. Solo así se explica que tras tantos casos de corrupción conocidos, las nauseabundas cesiones a los independentistas y el descarado asalto partidista al Estado, el PSOE siga primero en las encuestas. La gente sigue votando a quien maneja el Leviatán y la oposición continúa limitándose a ofrecer programas de bienestar material. Esta preocupación se encuentra en la última obra del italiano Angelo Panebianco, titulada El poder, el Estado, la libertad. La frágil constitución de la sociedad libre (Unión Editorial, 2025). 

«La democracia liberal no ha conferido una mejor cultura política, ni siquiera ha colocado la racionalidad como eje del sentido común»

Por mucho que se intente la comunidad abierta y garantista, siempre surge una tendencia que la quiere destruir. Es cierto que la falta de tensión es utópica, pero también que algo está fallando. Panebianco recuerda que esto mismo se vivió a principios del siglo XX, cuando Max Weber identificó las enfermedades de la libertad y que también podemos ver hoy. Primero, la masificación. El aborregamiento dicen otros actualizando el concepto. Luego, el crecimiento imparable del Estado, de la injerencia estatal en la vida privada de las personas, y el crecimiento de la dependencia del individuo respecto a lo estatal. Esto es innegable hoy, facilitado enormemente por la digitalización de la existencia y la regularización de todo. 

Panebianco, de la escuela del realismo político, señala algo que bien nos podría servir. Indica que es inevitable la tendencia al autoritarismo, al tirano que quiere gobernar y enriquecerse para siempre –podríamos dar nombres, pero para qué–. Del mismo modo, es fácil el manejo de las masas a través del populismo y las emociones, el discurso contra los «ultrarricos» y los «fachas» por ejemplo. En suma, la democracia liberal, pluralista, abierta, no ha conferido una mejor cultura política, ni siquiera ha colocado la racionalidad como eje del sentido común. El tiempo no ha perfeccionado la democracia en ningún sitio, y en España, tampoco. Por eso descorazona y entristece. 

El problema ha estado, dice Panebianco, en que hemos abandonado la doctrina liberal que se asentaba en la desconfianza hacia el político y el Gobierno. Olvidamos esas ideas por la hegemonía izquierdista en la cultura, empeñada en desprestigiar el liberalismo, al que tilda de egoísta, propugnando la confusión entre el bien común y el bien estatal. Es lo que dice Frank Furedi en La guerra contra el pasado (La Esfera de los Libros, 2025): hemos dejado desde mediados del siglo XX que los guerrilleros culturales de la izquierda impongan la «ideología del Año Cero» para resetear todo e imponer su dominación. 

«La paradoja es clara: el uso de la democracia sirve para destruir la democracia»

La situación actual indica que liberales y conservadores en Occidente hemos bajado los brazos desde hace décadas. El sistema se ha construido mal en todos los sitios y se creyó que cuanto mayor fuera el bienestar material, más garantías de supervivencia tendría la democracia liberal. Pero esa comunidad obsesionada por la comodidad permitió que se desarrollara el gen de la autodestrucción. En algunos países se resiste mejor y en otros se está al límite. En todos hay una enorme tensión violenta y polarizada como resultado de la lucha por el poder dentro de la democracia. 

Volviendo a España, que no es más que un caso más en este reflujo antidemocrático, cabría señalar, siguiendo a Panebianco, que hemos permitido que la clase política pueda tener más poder del que conviene a la libertad. Mientras las hormigas trabajaban, la cigarra planeaba la destrucción del hormiguero. Las leyes forjadas por los políticos fraguaron la posibilidad de que otro político llegara al poder y acabara con todo. La paradoja es clara: el uso de la democracia sirve para destruir la democracia. Esto nos ha pasado a nivel autonómico y nacional con los golpistas catalanes y Sánchez. Se han encaramado al poder para destruirlo en beneficio propio, pero también con el aplauso de una parte considerable de la ciudadanía. Así estamos. 

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