Pedro Sánchez y sus 44 días de silencio
«Esto ya no va solo de él. Va de nosotros. De cuánto estamos dispuestos a tolerar que quien nos gobierna nos tome por tontos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pedro Sánchez cumple hoy 44 días sin dar la cara. Ni una rueda de prensa. Ni una pregunta de los periodistas. Ni un mal gesto, ni un buen gesto, ni siquiera una ceja arqueada en respuesta a una pregunta incómoda. Solo la nada. La Moncloa se ha convertido en un convento de clausura, y el presidente en cartujo laico. Si algún día se disfrazó de Adonis de la transparencia, hoy es su versión embalsamada. Porque Sánchez ha batido su propio récord de escapismo político con una cuarentena presidencial sin síntomas de vergüenza.
La última vez que respondió a una pregunta de un periodista, aún quedaba primavera. Desde entonces han florecido las causas judiciales. El hermano del presidente. La esposa del presidente. El fiscal general del Estado. El exministro Ábalos. La fontanería socialista. El ministro Óscar Puente, tuiteando con el garrote. Y Pedro, silbando y mirando al cielo, como quien pasea por palacio mientras ve caer meteoritos.
Pero no se alarmen. No está desaparecido. Ha estado en Niza y se marcha ahora a Nueva York, hablando de océanos y de Palestina. Muy poético. Muy flower power. Y muy oportuno. Mientras las aguas del escándalo le llegan al cuello, él se va a salvar ballenas. Un gesto muy suyo. Cuando hay fuego, se lía una kufiya; cuando hay corrupción, habla de corales; cuando le preguntan por su mujer, se sube al Falcon. La naturaleza como coartada. La evasión como método.
Y mientras él se preocupa por las ballenas en la Costa Azul, la justicia en España saca el arpón. El juez Hurtado no se anda con rodeos: en su auto demoledor de 51 páginas, señala que la filtración de datos para atacar a Isabel Díaz Ayuso partió de la mismísima Presidencia del Gobierno. No del conserje. No del jardinero. De la sala de mandos entonces dirigida por Óscar López. Todo queda en familia. Como en las bodas gitanas.
«El fiscal del caso tendrá que decidir si acusa o no a su propio jefe, que estará sentado en el banquillo. Es como si un árbitro tuviera que pitar un penalti a su padre»
Así que tenemos al presidente escondido, al fiscal general procesado, a su hermano imputado, a su esposa investigada, a su partido salpicado por una trama corrupta… y nadie dimite. Nadie explica nada. Nadie asume nada. Al contrario, se dispara contra los jueces, se insulta a la prensa, se desacredita a la Guardia Civil. ¿La culpa? De los demás. Siempre de los demás. De los fachas togados, de la ultraderecha judicial, de Ayuso, de Tejero, de Franco, del cambio climático o de la alineación de Mercurio con Saturno.
Y mientras tanto, las instituciones se tambalean. Los jueces anuncian paros. Los fiscales amenazan con huelgas. Porque una cosa es tensar la cuerda, y otra, estrangular el Estado de derecho. Lo que está haciendo Pedro, por acción o por omisión, es chavismo. Chavismo de pasarela, con corbata estrecha y sonrisa impostada. Pero chavismo.
Lo más grotesco es que el fiscal general va a seguir siéndolo… mientras lo juzgan. El fiscal del caso tendrá que decidir si acusa o no a su propio jefe, que estará sentado en el banquillo. Es como si un árbitro tuviera que pitar un penalti a su padre. ¿Dónde se ha visto eso? En España. En esta España de Pedro Sánchez, el presidente de todas las primeras veces… y todas malas.
Desde que empezó este bochorno, ha estallado una guerra institucional con los jueces, se han movilizado los fiscales para una protesta sin precedentes, se ha señalado públicamente al Supremo como enemigo político. Y Pedro, otra vez, silbando. Siempre silbando. Porque el silencio ya no es solo estrategia, es escudo, es fortaleza, es confesión.
A estas alturas, ya se le conoce como el capitán de la Selección Nacional de Imputados. Es un título largo, pero merecido. Y no se trata de una mala racha, es una forma de gobierno. Una banda organizada con logotipo del PSOE. Una forma de entender el poder como botín. Aunque sea dinamitando la legitimidad de los jueces, la independencia del Ministerio Fiscal y la idea misma de la democracia liberal. Peronismo con pegatinas de Agenda 2030.
Si hay que proteger al amiguete, se afora. Si hay que colocar al hermano, se le inventa un cargo. Si hay que usar la Fiscalía para reventar al adversario, se hace. Si luego hay que borrar pruebas, se borran. Y si un periodista pregunta, se calla. Y si insiste, se le llama facha.
Como en el Bolero de Ravel, los 44 días de silencio de Pedro Sánchez se repiten con cadencia monocorde, casi narcótica. Nada cambia, salvo la intensidad. Día tras día, el mutismo presidencial suena como una melodía de fondo que nadie se atreve a detener, creciendo sin cesar, ocupándolo todo. No hay variación. No hay palabras. Solo un compás reiterado de evasión y propaganda, de gestos ensayados y notas huecas, hasta que el país entero, como la orquesta en el minuto quince, se pregunta ¿esto cuándo estalla?
Así que esto ya no va solo de él. Va de nosotros. De cuánto estamos dispuestos a tolerar que quien nos gobierna nos tome por tontos. Va de si aceptamos que el fiscal general del Estado se comporte como un matón con toga. De si tragamos con que se señale a los jueces como enemigos del pueblo, mientras se construye desde la Moncloa una cueva de filtraciones, favores y chantajes.
Cuarenta y cuatro días. Cuarenta y cuatro. Cuatro más que los ladrones de Alí Babá, superándolos también en cargo público y cuenta verificada. La diferencia es que aquellos, al menos, hablaban entre ellos. Este ni eso.