El 51% y la polarización
«La escueta mayoría absoluta del gobierno Frankenstein impone políticas que no convencen a la mitad no representada por ellos e, incluso, a la gran mayoría social»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Contar con el 51% de los sufragios o con el 51% de los escaños es un deseo altamente sostenido en política. Incluso la terminología que lo identifica, normalmente enunciada como «mayoría absoluta» llena de satisfacción a quienes lo ostentan. Les da la impresión de que cuentan con un apoyo contundente. Eso de «absoluta» es, para muchos de ellos, francamente imbatible.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Contar con el 51% significa que tienes al 49% en contra. Prácticamente a la otra mitad. Y ello no es suficientemente valorado a pesar de todas las advertencias que la historia, la doctrina jurídico-política y la realidad social lanzan a diestro y siniestro. A diestro y siniestro porque, en la mayor parte de los casos, ha sido, y es, la dicotomía derecha-izquierda lo que está en el centro del conflicto. En nuestro caso, sin importar que la «mayoría absoluta» parlamentaria generadora del denominado gobierno Frankenstein no se corresponde socialmente con una gran mayoría. No hace falta más que ver la realidad española, donde una escueta «mayoría absoluta» parlamentaria impone políticas que no convencen a la mitad no representada por ellos e, incluso, en muchas ocasiones, a la gran mayoría social, como demuestran las encuestas no afectadas por «cocinas creativas».
Ello es tan importante que, cuando las políticas que se quieren adoptar afectan a temas socialmente tan sensibles como los que pueden originar interpretaciones novedosas de la Constitución, reformas en las instituciones básicas del Estado o, entre otras, afectaciones a derechos fundamentales básicos, órganos como la Comisión de Venecia del Consejo de Europa han sentado el principio de que para llevarlas cabo no basta con la mayoría simple, ni con la mayoría absoluta estricta, sino que precisan de una amplia mayoría que vaya mucho más allá del 51% y, especialmente, que tales reformas sean pactadas con la oposición. Así lo ha expresado la Comisión de Venecia en dictámenes sobre reformas constitucionales, cambios substanciales en leyes electorales o reguladoras de referéndums o, también, en el dictamen que emitió acerca de la Ley de amnistía española.
Desde la teoría constitucional, el período de entreguerras del pasado siglo fue escenario de importantes debates al respecto. Frente a la simpleza de la mayoría numérica que Schmitt defendió abriendo la puerta a la institucionalización de los totalitarismos para derivar en la negación del parlamentarismo y sustituirlo por la relación directa entre el pueblo y el líder, se alzaron posiciones, como las de Smend, Kelsen o Hesse, en aquella República de Weimar que simbolizó en su momento el microcosmos cultural del Derecho político continental europeo, reclamando el esfuerzo de la integración para lograr una de las mejores reflexiones sobre el papel de las constituciones en la organización de la vida en sociedad.
Incluso, en la teoría de la integración de Smend subyace la tesis, crítica con los constituyentes de Weimar, que quizá explique el fracaso de esa primera etapa democrática de Alemania, al considerar que esa Constitución, pese a sus virtudes, no tuvo en cuenta elementos de integración suficientes y adecuados para neutralizar e impedir lo que vino después. A veces la Historia nos muestra elementos de reflexión que podrían generar resultados en los que la legalidad y la legitimidad fueran de la mano.
«En 1978 no queríamos tener una constitución, fundamentada en la mayoría numérica, de la mitad de los españoles contra la otra mitad»
Con una perspectiva de integración Francia no hubiera tenido que enfrentarse a dos constituyentes tras la Segunda Guerra Mundial. La primera, fuertemente polarizada, contaba con una mayoría numérica «de izquierda» en la Asamblea, que preparó un texto constitucional a su medida y que fue rechazado en el subsiguiente referéndum, puesto que la gran mayoría de la sociedad no hizo suya la posición de enfrentamiento que originaba que la mitad de los franceses quería lo que no quería la otra mitad. Fue necesario elegir otra Asamblea que preparase un nuevo texto constitucional. En esta segunda ocasión no existía mayoría numérica ni hacia un lado ni hacia otro y los parlamentarios franceses dirigieron la mirada hacia Italia, donde se elaboraba una constitución de amplio espectro que pudiera ser aceptada por una gran mayoría social.
Fruto de esa nueva reflexión sobre las constituciones de integración se adoptaron, en esos países, Francia e Italia, sendas constituciones que, por la centralidad y amplio espectro que las sustentaba, fueron un modelo constitucional, no sólo para Europa, que se impuso racionalmente en las democracias que se instauraron tras esa horrible conflagración que tanta destrucción, de todo tipo, había generado. Lo tuvimos muy en cuenta cuando preparamos nuestra Constitución de 1978. No queríamos volver a tener una constitución, fundamentada en la mayoría numérica, de la mitad de los españoles contra la otra mitad.
Eso de gobernar con el 51% también le quitó el sueño a Enrico Berlinguer, promotor del denominado «compromiso histórico» que estuvo en el corazón del asesinato de Aldo Moro y cambió drásticamente la vida política, no sólo italiana, sino de buena parte de Europa. A Berlinguer le preocupó mucho el fracaso de la vía al socialismo iniciada por Salvador Allende en Chile, frustrada por el golpe de Pinochet. Allende contaba con una exigua mayoría que tenía que obtener mediante lo que hoy denominamos «geometría variable» pues dependía de los pactos que lograra en cada momento. En las elecciones del 4 de septiembre de 1970 sólo había obtenido el 36,2% de los votos y, siguiendo la normativa vigente, el pleno del Congreso tuvo que decidir entre los dos más votados, el propio Allende y Jorge Alessandri, decantándose por el primero.
En el Parlamento, su partido, la Unidad Popular, no tenía tampoco la mayoría, por lo que, además de depender de pactos, utilizó profusamente la figura del decreto presidencial y emprendió reformas profundas en el sistema económico, con nacionalizaciones y reforma agraria incluidas que, a pesar de que tuvieron un alto apoyo popular, derivaron en una polarización social que no ayudó en nada a la consolidación de esas reformas ni a la de la democracia chilena. Todos sabemos cómo, desgraciadamente, terminó aquello.
«Berlinguer preconizaba que eran necesarias amplias mayorías para generar las reformas que Italia precisaba»
Berlinguer recordaba esos hechos y, considerando que no era posible gobernar con el 51%, enfrentó la ruptura con Moscú y la apertura de la vía democrática al socialismo fundamentada en lo que se denominó el eurocomunismo. En esa línea, pergeñó trabajosamente el pacto de su partido con los sectores reformistas de la democracia cristiana italiana liderados por Aldo Moro al que se denominó compromiso histórico. Las Brigadas Rojas (siempre me he preguntado quién podía estar tras esa organización criminal) con el secuestro y asesinato de Aldo Moro, se encargaron de que el compromiso histórico, el que se hubiera podido salvar a Italia de la corrupción y se hubiera podido reforzar la centralidad y su democracia, no fuera posible.
Y fíjense en que Berlinguer no preconizaba un pacto con la democracia cristiana en cuanto tal, sino con aquellos de sus componentes que entendieran que eran necesarias amplias mayorías para generar las reformas que Italia precisaba. Su temprana muerte, a pesar de haber llevado a su partido, el PC italiano, a altas cuotas electorales y a haber generado una reflexión sobre cómo gobernar no para unos pocos, sino para la gran mayoría, frustró también la extensión de tales esperanzas en otros lugares. Tuvo que pasar bastante tiempo hasta que la caída del Muro de Berlín, el triunfo de Solidaridad en Polonia y la desintegración de la URSS, conjuntamente con la influencia de la disidencia cultural en diversos países del Este, abrieran la puerta de la democracia a buena parte de Europa.
Pero volvamos a nuestro 51%. El que ahora mismo sustenta leyes de memoria histórica disruptivas, regímenes singulares de autonomía financiera en determinadas comunidades autónomas, refuerzo de líneas divisorias lingüísticas en nuestras instituciones que son trasladadas a las europeas, giros copernicanos en la política exterior que sitúa a España al margen de las grandes decisiones europeas e internacionales, intentos de colonización de las grandes instituciones dirigidos a refrendar políticas que no responden a las necesidades de la gran mayoría, amnistías a golpistas… Todo ello adoptado por exiguas mayorías parlamentarias o por decisiones gubernamentales directas de un Ejecutivo que se sustenta en pactos con populistas, secesionistas y herederos del terrorismo. Todo ello susceptible de generar una polarización que contiene, en sí misma, el germen de pretender revertirlo también sobre la base de otro 51%.
Siempre lo mismo. La mitad contra la otra mitad. Con tanto socialdemócrata huérfano que el sanchismo está generando, tendríamos que ser capaces de canalizar el cambio que parece que se avecina hacia la construcción de una amplia mayoría que integrara no sólo a los partidos políticos con los que se pudieran acordar sensatamente las necesarias políticas sino también a esa sociedad civil que clama por volver a lo que no se hubiera tenido que abandonar. A eso que, desde el constitucionalismo de la integración, posibilitara una regeneración política, institucional, económica y social. Eso sí sería progresista y no lo que pretenden vendernos.