The Objective
Fede Durán

Dos Españas y un agujero

«Empeñados en ser distintos, los españoles son en esencia demasiado parecidos. En este incansable juego de espejos ha perdido el país siglos de progreso»

Opinión
Dos Españas y un agujero

Ilustración de Alejandra Svriz.

Santiago Alba Rico es uno de los mejores filósofos del país. También despunta, aunque no sea su género predilecto, como uno de sus mejores escritores. En su ensayo España (Lengua de Trapo, 2021), Alba Rico destripa y explica las complejidades del ser español (filiación) y sentirse español (afiliación), adentrándose en los laberintos de la historia, la falsificación, el santoral, la mitología y la cascada de malas decisiones que convierte a los ciudadanos de esta región del mundo en seres profundamente divididos aunque en el fondo se asemejen tanto.

Hay un pasaje del libro donde el autor se detiene en las ramas más próximas de su árbol genealógico, el abuelo César y el abuelo Juan; ambos, sobre el papel, franquistas, ambos, de cualquier modo, radicalmente diferentes (y parecidos) entre sí. Esa doble breve biografía, apuntada como la apuntaría Pérez Galdós, con maestría y la belleza de la sobriedad más concisa, destapa la verdadera naturaleza del español, ya sea vasco, gallego, catalán, independentista, monárquico o republicano. Todos ellos, en mayor o menor medida, catalogan y encasillan, odian y aman al vecino y al compañero, subrayan su hecho diferencial u homogeneizante, se muestran intransigentes ante el divergente sin dejar de ser puros con el ideal propio, se alinean con un equipo de fútbol, blasfeman en lo cotidiano y son, todavía y en su inmensa mayoría, católicos no practicantes.

Pensé entonces en mis dos abuelos, a los que tuve la suerte de conocer. El abuelo Paco y el abuelo Juan. Aquí sí se daba la dicotomía superficial ausente entre los abuelos de Alba Rico, pues uno votaba a Azaña y otro prefirió a los rebeldes. Recuerdo cristalinamente al abuelo Paco sentado en la mesa de trabajo de su comercio de telas, siempre vestido de traje oscuro, siempre peinado hacia atrás, atildado, educado y leído pese a haber pasado por las cárceles del franquismo y habérsele negado al burlar la ejecución y lograr la liberación una educación universitaria. Si el abuelo Paco era un hombre serio con destellos de humor, el abuelo Juan era un hombre alegre sin destellos de seriedad. Hizo carrera en aduanas, siempre exhibió una buena forma física, dibujaba increíblemente bien y amó con devoción a mi abuela, a quien, por otra parte, nunca dejó conducir pese a disponer del carnet correspondiente.

Los dos, Paco y Juan, iban a misa. Los dos pertenecían a esa generación de hombres sin ventana emocional, refractarios a incumplir el rol varonil largamente amasado durante el régimen y muchos siglos atrás, aunque el primero enviudó pronto y el segundo tuvo la fortuna de morir acompañado. Sabían ambos administrar el protocolo, adaptarse al momento y mostrarle al vecino su urbanismo, pero eran seres con carácter, y a Paco no le temblaba el pulso si un ciudadano cualquiera quebraba ante sus ojos alguna norma de convivencia, mientras que a Juan, de verse arrastrado a la greña, era imposible no verle incluso escondido su lado cómico y bondadoso.

Las dos Españas siempre han sido muy parecidas, casi siamesas. Por otra parte, esa naturaleza dual es un poco mentirosa, pese al decreto de expulsión de 1492 y al remate de Felipe III y el duque de Lerma en 1609-1610. Igual que en aquel par de comedias españolas sobre orígenes y linajes, uno puede tomar como referencia el caso de sus dos abuelos, o de los abuelos y las abuelas, para destapar conexiones muy españolas: apellidos sefardíes literales o conversos, castellanos, baleares y catalanes, italianos y vascos… todo agitado en la misma coctelera, todo reducido después, mediante el destilado de la jibarización, a la dicotomía rojo-azul, facha-progre, Estado español-Euskal Herria.

«La principal diferencia entre unos españoles y otros está en el espíritu crítico y la capacidad de hilar un pensamiento autónomo»

Si hasta ocurre con los patrones de esta nación tan católica no practicante. Santiago y cierra España (una expresión cuyo sentido Sancho desconoce y sobre la cual don Quijote pasa de puntillas) o Santa Teresa de Jesús, cuyo relevo como gran símbolo espiritual de la patria se concreta en las Cortes de Cádiz y sepulta sin miramientos Fernando VII. Pasó lo mismo con las órdenes religiosas (dominicos, franciscanos, jesuitas, mercedarios), igual que pasa lo mismo con Madrid y Barça o Sevilla y Betis, con los votantes de un partido que sólo repudian la corrupción en el otro y con aquellos cimarrones que, para dejar de ser españoles, actúan como si lo fueran.

Todo esto es cierto, pero no lo es menos que ser iguales no implica dejar de ser distintos. La principal diferencia entre unos españoles y otros no está en el casillero donde uno mismo se coloca o donde el prójimo decide colocarle, sino en el espíritu crítico y la capacidad, cada día más minoritaria, de hilar un pensamiento autónomo. Este déficit explica algunos de los retrasos seculares del país.

Tomo prestada esta frase incluida por Alba Rico en su ensayo y a su vez rescatada del jurista y político José María Calatrava (1781-1846) al referirse a la abolición de la Inquisición, que tendría finalmente lugar en 1834:

«Declarada ya por el Congreso la incompatibilidad entre la Constitución y la Inquisición, no queda más alternativa ya que quemar la Constitución o abolir la Inquisición. Por mi parte, yo lo juro ante V.M. y a la faz de la nación: yo me expatriaría si la Inquisición se restableciese. Soy, y quiero ser, católico, apostólico, romano, pero quiero ser libre. Deseo cumplir con mis deberes, pero no quiero ser el juguete de un déspota ni la víctima del fanatismo».

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