A la vejez, novelas
«La prosa narrativa de Elizabeth Taylor en ‘Prohibido morir aquí’ es directa, escrita con una precisión que logra ver, escuchar, sentir, los múltiples vaivenes de la vejez»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La vejez es el gran asunto del que trata un libro extraordinario, Prohibido morir aquí (Libros del Asteroide, 2025, con traducción de Ernesto Montequin) de Elizabeth Taylor (Reading, 1912-Buckinghamshire, 1975). De Cicerón, y Sobre la vejez (Guillermo Escolar, Ed., 2020) del que cabe recoger su advertencia de que la vejez es tiempo de olvidar las quejas y lamentos y subrayar que «el convencimiento de una vida bien vivida y el recuerdo de muchas buenas acciones» marcará ese tiempo, a Clint Eastwood cuando le recomienda a uno «no dejar entrar al viejo», o del director cinematográfico Maurice Pialat cuando reconoce que «nunca aprenderé a ser viejo».
Una cosa es tener cierta provecta edad y otra, sentirse viejo. Taylor recrea los últimos tiempos de Laura Palfrey, alguien a quien, como a tantos, el destino le conduce, en este caso, al hotel londinense Claremont, donde se encontrará con otros colegas de edad y destino próximo. Un variopinto catálogo de personajes que esperan, con una rutina condenadamente inglesa, la hora de decir adiós.
Si Dorothy Parker (Nueva York, 1893-1967) desmenuza la vida en pareja, con su soberbio conjunto de relatos en La soledad de las parejas (Versal, 1989), Taylor entra en la melancólica vejez con humor (despiadado su retrato de una clase media británica a la deriva de los años), con una mirada implacable a esa no menos implacable división británica de clases sociales, y, como asunto relevante, al abandono familiar hacia esas personas confinadas en un hotel no menos decadente que la vida que se les va por momentos. Es la crónica de la antesala. Los diálogos, el perfil de los personajes aciertan en los trazos.
Así, la insoportable clasista Elvira Arbuthnot, o la señora Post que refunfuña contra los modelos de esos años sesenta en que transcurre la novela, o el equívoco de los dos nietos de la señora Palfrey, el de verdad y el adoptado. Por allí también se hospeda, un tal señor Osmond (la complejidad y la variación de éste es uno de los grandes logros de la novela, aunque parezca un personaje secundario), la insaciable bebedora, la señora Burton, una apoteosis del maquillaje con su inefable cuñado, pero, sobre todos ellos, destaca el encuentro de la protagonista con alguien que será especial, el joven Ludo, el nieto adoptado frente al plúmbeo de su nieto verdadero, y entre medias, el olvido de la hija de Palfrey, vive en Escocia y nunca encuentra tiempo para darse una vuelta por Londres y ver a su madre.
Alrededor de este reparto, el personal del hotel, las costumbres, los horarios, las escasas visitas que estas gentes reciben, y, sobre todo, el olvido. El profundo olvido de todos aquellos que prometen visitarlos en algún momento y les provocan unos efímeros momentos de esperanza —cambiar por un día—. Momentos que nunca llegan. Quien si llega a la vida de Palfrey es Ludo y con él se abre una ventana de aire fresco, de contraste, entre las aspiraciones de Ludo por llegar a ser escritor y la última vuelta al camino de la anciana Palfrey.
«Cabría leer la novela como la minuciosa anatomía de la vejez con todos los interrogantes, tristezas, sueños y abandonos»
Cabría leer la novela como la minuciosa anatomía de la vejez con todos los interrogantes, angustias, tristezas, sueños y abandonos que surgen ante la condición insoslayable del paso del tiempo. Recuerdos, semblanzas de los que ya no están, epifanías que revelan una vida anterior a la postración en el hotel, un mundo que se acaba entre la soledad y el diario resistir, y el temor a que hoy, mañana, todo vaya a peor.
Taylor posee una capacidad de descripción que no elude el detalle más curioso, nimio, cotidiano para impregnar, crear una atmósfera en la que el lector se instala como un huésped más del Claremont, con sus menús repetidos, sus alfombras desgastadas, sus camareros cansados, su director preocupado de que alguno de estos huéspedes longevos pueda morir en sus habitaciones.
La vida es lo que es. Y el tiempo, también. No hay más. Ni héroes, ni villanos ante la vejez. Sólo esa aura de Ludo le dará vida a la abandonada, discreta, educada, envejecida señora Palfrey. Las conversaciones entre ellos adquieren un grado de verosimilitud que espeluzna y que emociona. Uno quisiera incorporarse a esos encuentros, estar con ellos, acompañarlos. La prosa narrativa de Taylor es directa, escrita con una precisión que logra ver, escuchar, sentir, los múltiples vaivenes de la vejez. No es que, como escribiera Bécquer, «qué solos se quedan los muertos», porque, al fin y al cabo, salvo opinión en contrario, los muertos, muertos están, no, será bueno recordar qué solos se quedan los vivos. Estos vivos, por ejemplo, que relata de manera soberbia Elizabeth Taylor. Por ello, tal vez, uno se atreva a sugerir: a la vejez, novelas, como ésta, claro.