Pablo Iglesias: vivir lo que no vivió
«Mitinero sin destino, pero amenazador y vibrante, Pablo lleva como puede su inmadurez»
Pensaron algunos que tras el fuerte descalabro de Pablo Iglesias y Podemos en las elecciones madrileñas, el político de la razón del miedo callaría para siempre. No era creíble. Por supuesto, Pablo se resintió del revolcón y estuvo dos meses callado, y en esos meses (como decía la copla) «cambió de peinao, cambió de peinao», diciendo adiós a coletas y moños samuráis. Pero no se iba a callar ni a convertir en cartujo. Ya está a sus anchas campando por tertulias y entrevistas como politólogo consumado. Cambió de peinado sí, pero de ideología no. Ahora habla mal de Sánchez, aunque lo deba apoyar, acaso porque el pluscuampolémico presidente lo lanzó a la arena madrileña (donde seguro iba a perder) porque Sánchez hizo caso a Europa. Iglesias -como aquel desaparecido griego Varufakis, también radical de arenga- nunca ha gustado en Europa. Sánchez defenestró a Iglesias, guardando las formas, y por eso ahora, pero sólo de boquilla, dice que el Sánchez «renovador» ha muerto y que hoy sólo quiere parecerse a Felipe González. No se lo creen ni ellos. Su «distancia» de Sánchez sólo da vago oxígeno de vaga credibilidad al aferrado a la Moncloa…
¿Qué es pues este Iglesias que no dejará de dar la lata con vetustas vetusteces progres? Pues lo mismo, para variar. Un muchacho -con cuarenta y tantos tacos- incendiario y mitinero, anclado en una progresía sesentayochista, sin apenas sentido hodierno. El otro día sacó el retrato cubano de Ché Guevara y dijo que lo hacía para molestar a los carcas. ¡Un niño dinamitero! El Ché Guevara pudo tener un encanto romántico, sobre mis diecinueve años, cuando aún se ignoraba quién había sido. Un guerrillero totalitario y marxista que fusiló a muchos en Cuba -el gran poeta Gastón Baquero se salvó por los pelos- por el terrible delito de disentir del castrismo guevarista. El Ché no puede ser un referente político hoy y no lo es, pero es el sueño ilusorio de un retroprogre. Chico de mítines y de algaradas, Iglesias no sabe hacer otra cosa. Una vez que el mitin concluye puño en alto, qué se hace, cuál es el camino… No lo sabe. Ni Lenin ni Stalin llevan ya a parte ninguna que no sea la infame dictadura del proletariado. Fíjense, todos los mitos y salvas de Iglesias pasaron y la Historia demostró que se equivocaron cruelmente. Para Pablo el final del muro de Berlín fue una desgracia. Mitinero sin destino, pero amenazador y vibrante, Pablo lleva como puede su inmadurez. Un chico del 68, que adora la revuelta y quiere vivir lo que nunca vivió. Triste: quiere ser antifranquista cuando ya no hay franquismo, apoya a Castro y a Maduro (dejemos de lado los sueldos) cuando la comunidad internacional y millones de exilados cubanos y venezolanos dan fe de su crueldad y miseria. Claro que los sacripantes del partido nunca viven mal. Maduro le respetaría su casoplón con piscina millonaria. Iglesias quiere tomar el Palacio de Invierno, pero en ese palacio ya no hay zares, es un museo. El mundo todo de Pablo Iglesias es la añoranza de varias revoluciones fracasadas. Sólo un radical inmaduro puede vivir de quimeras. Y del miedo de sus arengas obsoletas pero terribles, si la marcha atrás se cumpliera. Iglesias es ruido sin nueces, pero incordiar incordia. ¿Qué le vio Sánchez? Vio el apoyo «izquierdista» de un Podemos que mucho engaña y vio al antiguo líder de la coleta, como el perfecto decorado de la revolución permanente, ideal juvenil de mis días universitarios. Pablo Iglesias debe de ser un cadáver político, pero aún decora su «gauchisme» sin posible.
(¿Irene Montero? Se lleven como se lleven -no me incumbe- una enchufada de su marido. Pero callo. Me pasma su ínfimo nivel en todo.)