
Por qué ser monárquico es (lo más) racional
«Lo mínimo que podemos pedirle a la política es que facilite, y no dificulte, la vida entre los humanos»

«Lo mínimo que podemos pedirle a la política es que facilite, y no dificulte, la vida entre los humanos»

Los muertos nos han hablado. Cada año, la tierra pasa junto a su morada, en algún punto de la órbita terrestre que coincide con el 1 de noviembre. El tiempo de difuntos es como la primavera. Un lugar. Un lugar astronómico que varía en función de la velocidad de la tierra, de la posición exacta del sol. Un espacio-tiempo con portal hacia el interior, en el que vemos con más claridad las formas que habitan en nuestra conciencia. Es la zona en la que se nos permite, como quien cruza la frontera de la consciencia, hablar de los muertos, mencionarlos sin resultar pesados con el dolor, o el llanto, o el recuerdo de batallas sencillas.

Laura Fàbregas reflexiona en torno a la situación actual en la sociedad de Cataluña desde el punto de vista más humano.

Pocas alegorías hay tan redondas como Justicia. Ya en Roma, la iconografía la representaba sosteniendo por el fulcro una balanza con una mano y empuñando con la otra una espada de doble filo. Dos objetos que eran sendos atributos: la facultad de sopesar los argumentos en una causa y el poder de castigar al infractor del orden justo.

En la madrugada del 14 de abril de 1912, Benjamin Guggenheim —quinto hijo del magnate Meyer Guggenheim— murió en el naufragio del Titanic. Como pasajero de primera clase y hombre de gran notoriedad, Ben tuvo ocasión de subir a uno de los escasos botes salvavidas. Sin embargo, llegado el momento, dio un paso atrás y le dijo a su acompañante, la cantante Léontine Aubart: “Recuerda que ninguna mujer quedó a bordo porque Ben Guggenheim fuera un cobarde”. Se despidió de ella, pidió un brandy, y se hundió con la nave.

Hacía mucho que en este país no se actualizaban con tanto furor las páginas de los periódicos en busca de información política. Las proezas de los próceres del procès lo han conseguido. Desde que en aquellos dos días de septiembre “Transitoriedad” y “Referéndum” se convirtieran en las palabras mágicas que, como una invocación chamánica, desataron la tormenta, todo han sido rayos y truenos.

Sueño con el día en el que la vida política española sea tan tediosa que los amigos no me pregunten más por ella. Proyectos de ley, enmiendas, discursos a media tarde en un parlamento vacío, tasas y subvenciones como pilares de un lugar donde merezca la pena vivir. Hace unos días trabajé con la cadena japonesa de televisión NHK y el corresponsal recordaba las muchas veces que había estado en España en los últimos años. Lo decía con ese brillo que se les pone en la mirada a los periodistas cuando hacen presa. El divertimento en política, como las revoluciones, siempre lo disfrutan otros desde lejos, como ha demostrado Jon Lee Anderson.

Una de las grandes mentiras que ha fabricado el Think Tank independentista y que se repite lorito en púlpitos, tertulias, redes sociales y demás arrabales siniestros de la virtualidad es la del carácter pacífico del movimiento bobino y, por extensión, de la idiosincrasia catalana. Late sin disimulo una superioridad cívica, novecentista y europea que se opone, qué duda cabe y como siempre, a una garrulería irascible, navajera y mesetaria.

Érase una vez, en un tiempo ya lejano para todos nosotros, una princesa que vagaba por las vacías calles de una pequeña población del condado de Gloucestershire. Nadie fue capaz de reconocer a aquella desconocida muchacha en una tarde cualquiera del mes de abril de 1817. La mujer de un zapatero local la encontró desorientada, pero no podía comprender lo que le tenía que decir. La joven hablaba solamente un idioma exótico e irreconocible. Aunque su aspecto exterior era el de una vagabunda, no lo parecía. Las autoridades locales no sabían qué hacer y, sobre todo, no tenían ni idea de dónde podría proceder. Con mucho esfuerzo, todos creyeron entender que la joven respondía al nombre de Caraboo.