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Pilar Marcos

Para moción, la primera moción

«En esta semana de debate cuando proliferan los entusiastas de la memoria histórica, les propongo un viaje en el tiempo al pasado reciente»

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Para moción, la primera moción

RTVE | RTVE

En esta semana de debate y votación de la quinta moción de censura de nuestra joven democracia, y cuando proliferan los entusiastas de la memoria histórica, les propongo un viaje en el tiempo al pasado reciente. Hace poco más de 40 años y 4 meses, en los últimos días de mayo de 1980, se debatió en el Congreso la primera moción, la que presentó Felipe González contra Adolfo Suárez. No tiene por qué ser modelo de nada, pero sí es un buen recordatorio de cómo se hacían las cosas cuando empezaba todo.

La moción se anunció y registró el 21 de mayo, en mitad de un debate de política general. Se publicó en los periódicos el 22, con un texto de un par de páginas de ésos que inician cada párrafo con un gerundio para desincentivar la lectura. Entre los motivos para la censura estaba ya («deplorando») la crítica a Televisión Española. Eran tiempos de solo dos canales y el segundo aún se conocía como UHF. Como primera respuesta del Gobierno a la censura, aquel debate se televisó íntegro en esa segunda cadena los últimos días de mayo.

El debate duró mucho, tres días con una segunda jornada hasta más allá de medianoche, porque la estrategia del Gobierno de Suárez fue que sus ministros intervinieran cada poco para exponer sus razones, casi siempre con aroma económico. La avalancha de ministros quizá intentaba compensar la escasa afición del presidente Suárez por la tribuna y que, por el PSOE, iban a ser cinco los intervinientes: Alfonso Guerra presentó la moción con Felipe González como candidato, pero el Grupo Socialista tenía tres portavoces con tres grupos parlamentarios siameses: Gregorio Peces-Barba (PSOE), Carlos Solchaga (PSE), y Ernest Lluch (PSC). Además, PSE y PSC habían sumado sendas mociones a la del PSOE al amparo del Reglamento del Congreso. Los socialistas expusieron en la tribuna que habían hablado con todos los grupos para recabar su apoyo menos con dos: Herri Batasuna y Fuerza Nueva. Últimamente, esa censura previa del PSOE está coja de una pata muy jatorra.

¿Había motivos para la censura? Así los expuso Peces-Barba cuando avanzaba el segundo día: «¿Por qué hemos presentado la moción de censura? La hemos presentado, señor Presidente, porque era imprescindible frenar la arrogancia del poder…». Sin duda, Peces-Barba tuvo intervenciones más brillantes en su dilatada carrera política. Guerra, al presentar la moción, había dado estas otras: es «un derecho constitucional, un mecanismo para juzgar al Gobierno cuando su actuación merece el rechazo de la oposición (…) y un deber moral cuando la oposición considera que el Gobierno no ha defendido los intereses de la nación». La respuesta del entonces ministro de Presidencia Arias-Salgado les sonará: «Esta moción de censura no es seria porque no es serio tratar de derribar a un Gobierno con votos heterogéneos, que tendrían que ir desde Fuerza Nueva al Partido Comunista». Porque, claro, la moción ni sumaba ni podía sumar. Un breve spoiler: el Partido Comunista de Santiago Carrillo fue el (casi) único respaldo que el PSOE obtuvo a su moción.

¿Alguien explicó los motivos para la censura? González, en la presentación de su candidatura, declaró lo siguiente: «Los problemas que nos afectan -sociales, económicos, culturales o políticos- deben ser resueltos en el momento presente más uniendo voluntades que empleando la fría aritmética de los votos». ¿Un precursor de la gran coalición, con él de vicepresidente? Más bien, una forma de explicitar que la moción no podía sumar 176 escaños y que el objetivo era hacer un gran debate que, además, estaba siendo televisado. Pero, ¿pasaban cosas? Sí, y graves. González mencionó cuatro: la construcción del Estado de las autonomías, el paro, la inseguridad, y la posición internacional de España. Visto con la perspectiva que da el tiempo, los problemas más graves eran entonces dos: una economía estancada, con paro e inflación tan imparables como empobrecedores, y un terrorismo del que solo se podía hablar entre susurros; eran los años de plomo y ese 1980 sumó un centenar de asesinados por goteo.

Santiago Carrillo fue el principal (y casi único) apoyo no-socialista a la iniciativa. Esgrimió el paro como motivo tangible, y dio otro palmario: «Es también, y muy particularmente, la voluntad de lograr un entendimiento cada vez más amplio entre socialistas y comunistas lo que determina nuestro voto favorable». Antes y después, Carrillo multiplicó las explicaciones de por qué no sería ningún peligro para España un eventual futuro gobierno de coalición entre el PSOE y el PCE… en cuanto dieran los números. No hizo falta, pero de sus muchas explicaciones les dejo ésta: «Quiero hacer constar que el Grupo Parlamentario Comunista no se propone hacer de España un reino de taifas. Para nosotros, España es una realidad forjada a través de una historia atormentada y difícil, con una vocación de unidad en la diversidad».

En ese juego de afinidades entre el PSOE y el PCE también participó, desde la distancia, el diputado Juan Mari Bandrés, de Euskadiko Ezkerra, que 13 años después se integraría en el PSE. Y poco más. El Gobierno de UCD votó en solitario contra la moción. Ni siquiera le acompañó el diputado Manuel Clavero Arévalo, ministro de UCD hasta febrero, pero en mayo ya en el Grupo Mixto. Él, junto a todos los demás que no quisieron ser ni partidarios de González ni báculo de Suárez, expusieron durante tres días sus variados motivos para la abstención.

Fue un debate educado y sin estridencias. Con divertidas pullas entre Felipe González y Manuel Fraga, entonces a la cabeza de Coalición Democrática. Fraga comparó al candidato socialista con «don Alejandro Lerroux, el simpático radical que, como tantos políticos improvisados, ni había leído, ni había viajado, ni había reflexionado, ni había madurado (aunque) tenía la vergüenza torera de no leer discursos enrollados por plumas ajenas». Pero le pronosticó un buen futuro: «Tiene usted todas las condiciones para ser un día Primer Ministro, pero para ser un buen Primer Ministro le falta una: hacerse conservador».  González le contestó: «el señor Fraga sabe muchas cosas, tiene muchos conocimientos de la realidad política, viaja, conoce la situación de los países (…) probablemente con esa estructura mental, con esa cabeza en la que le cabe el Estado, si el señor Fraga fuera de izquierda, probablemente este país tendría un gran líder en la izquierda».

Mucho más ácido que contra González, fue Fraga contra el Gobierno de Suárez, y dardos como éste quedaron sin respuesta: «Sin ideas, sin principios, sin más norte que mantenerse donde están ni más sur que el consenso permanente, se bambolean a derecha y a izquierda, sin planes y sin horizonte, como el corcho que flota según las mareas y las corrientes».

Antes del intercambio de lisonjas, Fraga había argumentado su abstención en que «el Gobierno actual no está en situación, haga lo que haga y prometa lo que prometa, de devolver la confianza a los españoles y de recuperar cualquier credibilidad». Eso, según él, hacía imposible el «no». Pero «el PSOE, ni por su programa, ni por la oferta que nos ha presentado, ni por la experiencia de sus cuadros (…) puede proporcionar a la nación española una alternativa válida en este momento». Y eso hacía imposible el “”. Su “consecuencia lógica” fue anunciar la abstención.

En esa abstención le acompañaron políticos tan dispares como Miquel Roca y Blas Piñar. La abstención del portavoz de Minoría Catalana estuvo acompañada de declaraciones de principios de tanta actualidad como los dos siguientes: «Somos un grupo nacionalista catalán, lógicamente volcado en lo que para nosotros es Cataluña». O «hemos entendido siempre que desde la oposición se gobierna también, a veces puntualmente, a veces influyendo o condicionando la actuación del Gobierno». ¿Se entiende, verdad? Lo de Blas Piñar fue más de escuadra y cartabón: «La moción de censura al Gobierno de UCD -que yo comparto- no puede transformarse automáticamente en una investidura de confianza al señor González (…) por esta colisión de preceptos me veré obligado a abstenerme».

Muchas horas después, González terminaba su debate como candidato fallido con la recurrente cita de Churchill de sangre, sudor y lágrimas, reescrita como sigue: «Den una vez un grito de esperanza a este pueblo con realismo y con seriedad. Pídanle sacrificios y ofrézcanle caminos de salida alguna vez, utilizando las instituciones parlamentarias y no escondiéndose esperando que haya una iluminación lejana, no escondiéndose de las Cámaras, de los debates».

González perdió la votación (152 síes, 166 noes, 21 abstenciones y 11 ausencias). Pero algo no debió perder porque, a la vuelta del verano, Suárez se sometió a una cuestión de confianza, que lógicamente ganó. Al presidente del Gobierno se le acumulaban los problemas; aquellos eran también tiempos muy convulsos. 1981 arrancó con un congreso de UCD en Palma de Mallorca resumido en la célebre frase de «al suelo que vienen los nuestros», con Suárez en el suelo de la dimisión como líder de su partido. Le siguió su dimisión posterior como presidente del Gobierno, y una investidura de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, interrumpida por la burda intentona golpista de Tejero. Tras un Gobierno corto (año y medio) de Calvo Sotelo, posiblemente tan bueno como incomprendido… se produjo el triunfo -¡capitán a posteriori!- de González en las elecciones de octubre de 1982.

¿Habría sido posible la mayoría absoluta de González en octubre de 1982 sin la moción de censura de mayo de 1980? Quizá. O quizá no. Da igual. El PSOE fue el principal beneficiario de la desintegración de la UCD porque ganó las elecciones con mayoría absoluta. Pero el segundo beneficiario fue Alianza Popular, y nadie esgrime que la abstención de Fraga en la moción de González fuera el catalizador para pasar de la decena escasa de diputados del Grupo de Coalición Democrática a los 105 escaños del Grupo Parlamentario Popular en 1982. Tanto González como Fraga lograron avanzar un centenar de escaños de la primera a la segunda legislatura, al precio evidente de la desaparición de Unión de Centro Democrático.

Como esto era un ejercicio de memoria, les diré que recuerdo esos tres últimos días de mayo de hace 40 años en la casa de mis padres, pegada al televisor, con una madre de las de antes que, cada poco, aparecía por allí con tono seco para repetir: «Tú no decías que tenías mucho que estudiar». ¡Aquello sí era censura! Pero censura ineficaz porque la Selectividad podía esperar ante algo tan apasionante como esa primera moción de censura.

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