Décadas prodigiosas
«Las décadas son una medida de tiempo útil a la hora de asomarnos a la historia del cine y de analizar la evolución del lenguaje fílmico»
Termina el año y proliferan las listas de las mejores películas del año, cada vez más desordenadas a causa de la disparidad de las fechas de estreno en distintos países y a la posibilidad de adelantarse al estreno oficial en algunos casos gracias a las plataformas digitales. First Cow aparece todavía en alguna parte como el mejor film del año, siendo una película de 2019 que la mayoría pudimos ver en 2020; del mismo modo, llevo semanas leyendo elogios a The Card Counter, película de Paul Schrader que ha llegado esta misma semana a los cines. Y quien esto escribe no ha podido ver aún Espíritu sagrado —para algunos mejor película española de 2021— porque no ha llegado a Málaga, pese a que contamos con un excelente cine en la ciudad: hay ocasiones en que las comedias francesas no dejan sitio para nada más. Tampoco ha sido un año especialmente memorable, aunque hemos podido ver algunas buenas películas y ahí incluyo la estupenda versión de West Side Story realizada por Steven Spielberg. Pero como los finales de año son momentos propicios para hacer recuentos comparativos, no desaprovechemos la ocasión: a la espera de que la revista británica Sight & Sound publique los resultados de la encuesta sobre las mejores películas de la historia que lleva a cabo cada diez años, ¿por qué no fijarnos en las décadas que jalonan la historia del medio?
La idea me vino a la cabeza el pasado 3 de septiembre, cuando Jaume Ripoll —cofundador y director editorial de Filmin— afirmó[1] en Twitter lo siguiente: «Los 70 fueron la mejor década de la historia del cine y Jack Lemmon uno de los mejores actores dramáticos de la historia. Con esta obra maestra lo reafirmo». Se refería a Salvad al tigre, reciente adición a su magnífica plataforma y película dirigida por John Avildsen en clave tremendista; lejos de ser una obra maestra, es un film interesante. Tampoco creo que Jack Lemmon sea un actor intachable, propenso como era a los excesos histriónicos cuando daba con un papel concebido para dar rienda suelta a sus exhibiciones de Angst. Todo eso, en cualquier caso, da igual; lo que me interesa es la pregunta implícitamente formulada por Ripoll al expresar su preferencia por el cine de los 70: ¿cuál es la mejor década de la historia del cine?
Huelga decir que contestar a esta pregunta exige, si nos la tomamos mínimamente en serio, un buen número de aclaraciones previas. Porque una cosa es hablar de la década que contenga un mayor número de nuestras películas favoritas o que se caracterice por albergar corrientes o estilos que nos son especialmente queridos y otra, bien distinta, encontrar un criterio que nos permita establecer una jerarquía entre esos distintos periodos, eligiendo así la mejor década al margen de los gustos personales. ¡Menudo asunto! Por lo demás, las décadas son una forma convencional de periodizar la historia del cine —aunque no solo la del cine— que no deja de presentar algunas deficiencias. De un lado, no hay que olvidar eso que podríamos llamar objeción Ferlosio, en referencia al empeño con que el fallecido pensador madrileño nos recordó que el paso al siglo XXI tenía lugar no en el año 2000, sino en el 2001; se sigue de ahí que El ángel azul o La edad de oro, películas de 1930, pertenecen a la década de los 20 y no a la de los 30, donde solemos colocarlas, igual que La jungla de asfalto sería cine de los 40 al estrenarse en 1950 y MASH caería del lado de los 60 por llegar a los cines en 1970. Sin embargo, por ceñirnos a este último ejemplo, ¿no diríamos que MASH es una típica película de los 70, que tiene más en común con El largo adiós que con, pongamos, Río salvaje? Acaso la incongruencia más evidente sea la que representa Al final de la escapada, que junto con Los 400 golpes pasa por ser la película seminal de la Nueva Ola —de las nuevas olas en general— y encajaría mucho mejor en la década de los 50 que en la de los 60… si no fuera porque se mira en el espejo de un cine norteamericano de género que florece durante los veinte años precedentes y no sobreviviría al declive relativo del viejo sistema de estudios que tiene lugar en los 60.
Convengamos, no obstante, que las décadas son una medida de tiempo útil a la hora de asomarnos a la historia del cine y de analizar la evolución del lenguaje fílmico, así como la de sus tecnologías y sistemas de producción. Naturalmente, hay periodizaciones más sofisticadas: la que se fija en el desarrollo de los géneros, la que identifica modelos de representación y sus correspondientes rupturas, la que toma como referencia los cambios en la industria. Sin embargo, hay algo atractivo en las décadas. Al fin y al cabo, identificamos cada una de ellas con rasgos que les dan una imagen propia e incluso una tonalidad afectiva: los años 30 denotan peligro y los 50 prosperidad, igual que los 60 poseen un aspecto festivo y los 80 remiten al individualismo liberal. Estas percepciones no son exclusivas y una misma década puede decir cosas distintas: los 50 incluyen también la Guerra Fría y los 80 son los años de la heroína y el SIDA. Pero hay acontecimientos fácilmente reconocibles en cada uno de esos momentos, que pertenecen al acervo social compartido: la crisis del 29, los fascismos, las guerras mundiales, la carrera espacial, el hippismo, la guerra de Vietnam y así sucesivamente. No todos los acontecimientos sociopolíticos relevantes nos resultan igual de conocidos, de manera que la ocupación japonesa de Manchuria o la experiencia colonial de los italianos en Libia permanecen a ojos del ciudadano occidental en una relativa oscuridad, al menos si se los compara con el golpe militar de Pinochet o el atentado del 11-S. En ese mismo sentido, hay décadas con las que sentimos una mayor cercanía emocional y estética: los años 60 o los 70 nos parecen más nuestros que los 30 o 40. Nuestra aproximación a las distintas décadas puede así estar sesgada desde el principio. Y lo mismo vale para las décadas del cine.
Asimismo, es un hecho que no todas las décadas tienen una imagen de marca igual de poderosa fuera de los circuitos de la cinefilia. Hablamos con desenvoltura del cine de los 70 y del cine de los 80, que son etiquetas que funcionan bien como reclamos comerciales, pero lo hacemos con menos seguridad del cine de los 30 o el cine de los 50. De hecho, ni siquiera sabemos bien cómo referirnos a las décadas del siglo XXI: la distancia temporal es demasiado corta e incluso hay quien cree que el cine muere con su siglo (apenas hablamos de la literatura en términos de décadas y eso tiene que ver con la moderna juventud del cine). Para quienes conocen bien la historia del medio, la dificultad reside en determinar lo que sea típico de cada década: ¿cuáles son los rasgos distintivos de cada una de ellas por oposición a las demás? Es obvio que hay que ver mucho cine para elucidar una cuestión semejante, con el riesgo de que primemos unas décadas por encima de otras y con ello no seamos justos con algunas. Hablar de la mejor década, como hablar de las mejores películas, presupone una parecida familiaridad con todas las décadas y una buena parte de las películas. Hay, también, obras o directores sobrerrepresentados en nuestros listados habituales. Y es fácil perder de vista cinematografías tan importantes como la japonesa, que comparte rasgos con las demás pero posee asimismo ritmos propios. Finalmente, la obra de los autores individuales más influyentes atraviesa las décadas y a menudo cambia con ellas; no está claro lo que tengamos que hacer con este solapamiento. O, ya que estamos, con los géneros: hay décadas que contienen su esplendor, otras donde las reglas son reformuladas y otras en las que se produce una decadencia irreversible. De manera que el aficionado al western, el noir o el musical preferirá aquellas décadas en las que florecieron estos géneros, abjurando en cambio de aquellas otras en las que exhiben una presencia minoritaria.
Pero ¿acaso son comparables las décadas entre sí? En el fondo, la pregunta remite a un viejo problema estético: ¿hay progreso en el arte? ¿O más bien debemos evaluar cada periodo artístico en sí mismo, sin compararlo con otros posteriores o anteriores? Si hablamos de cine, la complicación se agrava: es un arte joven que, como se ha dicho más de una vez, nace ya moderno y avanza hacia el clasicismo antes de conocer una ruptura compatible, sin embargo, con el mantenimiento general de las formas narrativas tradicionales. Si Griffith sintetiza hallazgos preexistentes y da forma al cine narrativo, el cine mudo conoce también sus vanguardismos —de Buñuel a Murnau, de los rusos al Dreyer de Vampyr— antes de que el paso al sonoro les pusiera freno, consolidando paulatinamente un modelo clásico de alcance internacional que sería luego objeto de reformulaciones y complicaciones sucesivas (Welles, Hitchcock, Coucteau, Bresson, Rossellini, Mizoguchi), dando paso finalmente a las nuevas olas de los años 60 y 70, con sus correspondientes manierismos y excesos; a partir de los 80 existirá una separación industrial más nítida entre el cine de entretenimiento y el cine de autor, complicada no obstante desde finales del siglo pasado. En cada momento histórico, por añadidura, las posibilidades tecnológicas influyen sobre las decisiones estéticas, reduciendo o ampliando las opciones disponibles para los responsables de cada film. Eso no significa que la austeridad expresiva de Ozu sea peor que el barroquismo visual de Seijun Suzuki, ni que la moderna contención de Antonioni sea mejor que las acrobacias del segundo Fellini. Otra cosa es que el gusto personal nos empuje en una u otra dirección.
De los 60 en adelante, sin embargo, los realizadores gozan de una singular ventaja sobre sus predecesores. Para entonces se ha producido ya una acumulación tal de recursos visuales y codificaciones genéricas, que quien se pone a hacer cine después del clasicismo tiene a su disposición la posibilidad de reformular esas convenciones, ya sea manera lúdica o reflexiva, sabiendo que el público está familiarizado con ellas. Es mérito de los pioneros y de quienes les suceden en los años 30 y 40 haber creado allí donde no había nada; es privilegio de sus descendientes emplear todo ese material para reformular las mitologías más asentadas y vulnerar las normas vigentes. Ya hemos mencionado a Godard y sus juegos con los códigos de Hollywood, sobre los que también organizará su trabajo Robert Altman en los 70; añádanse unos musicales cada vez más dramáticos o el revisionismo en el western y el cine de samuráis; pensemos también en el polar estilizado de Jean-Pierre Meville y su influjo posterior en Michael Mann. Esta evolución puede encontrarse también dentro de la obra de autores que, habiendo contribuido a forjar los grandes mitos del cine clásico, proceden después a revisarlos: el John Ford de los 50 y 60 puede entenderse como un intérprete del Ford de los 30 y 40.
A ello hay que añadir el debilitamiento de la censura que, entre los años 30 y comienzos de los 60, había limitado aquello que podía mostrarse en pantalla; como es sabido, una limitación de este tipo estimula la imaginación de los creadores, pero no deja de ser una constricción y quienes ya no se sujetan a ella o se atreven a desafiarla —pensemos en el Oshima de los 60— pueden beneficiarse del prestigio asociado a la rebeldía. Pero eso no convierte a la escandalosa Violencia a pleno sol, estrenada en 1966, en un mejor film que el remake que Leo McCarey hace de Tú y yo en 1957: solo son diferentes. Nada puede evitar, empero, que el aparente recato del cine de los años 30 o 40 nos parezca culturalmente distante: ¿cómo es que los protagonistas de la sobrevalorada Breve encuentro no se divorcian?
Así las cosas, la mejor década de la historia del cine solo podrá ser aquella que reúna un mayor número de películas logradas en un número mayor de industrias cinematográficas. Pero tampoco eso nos lleva muy lejos, ya que hay gran cine en todo el mundo desde que se consolida la industria en la era del cine mudo. Así lo sugiere una recapitulación a bote pronto: en los años 20 están el cine americano de los pioneros, el llamado expresionismo alemán, la vanguardia rusa, el primer Renoir y el primer Buñuel, además de Chaplin y Keaton; en los 30 tenemos el realismo poético francés y la madurez de Renoir, el noir mudo de Ozu y los dramas femeninos de Mizoguchi, la screwball comedy norteamericana y el Hitchcock de Gaumont, el Lang americano y el cine de gángsters, las obras maestras de Murnau antes de su temprana muerte, los sublimes artificios de Josef von Sternberg y las comedias de los Hermanos Marx, así como a Riefensthal, Dreyer y Fred Astaire, sin olvidarnos de Lubitsch u Öphuls. Ya en los años 40, defendidos por el formalista David Bordwell como una década de renovación estilística en Hollywood, se consolidan géneros como el western, el musical, el melodrama y la comedia (¡Sturges!), mientras toma forma el noir y se desarrolla el realismo social europeo, sin que la guerra logre arruinar del todo el desarrollo del medio industrial y artístico del medio: aparecen Rossellini y Kurosawa, perseveran Ozu y Vidor, maduran Hitchcock y Wyler y Walsh, el sistema de estudios norteamericano da trabajo a incontables creadores de la diáspora europea, al tiempo que el cine inglés producía esos milagros que fueron las productoras Ealing y Archers (Powell/Pressburger) y México permitía a Buñuel dar expresión a su genio incomparable, un sintagma aplicable también al Welles que empieza con Kane, protagoniza El tercer hombre y acaba la década con La dama de Shángai y Macbeth.
¿Y qué hay de los 50? Es una década relativamente optimista, durante la cual crece la producción cinematográfica en todo el mundo: el cine del indio Satyajit Ray viene a demostrarlo, haciéndose un hueco en las salas occidentales, mientras Japón se consolida como una gran industria en la que rinden sus mejores frutos Ozu, Kurosawa, Naruse y Mizoguchi, a la vez que estudios como Nikkatsu incorporaban de manera atrevida los códigos del noir americano. El cine de género norteamericano, acaso con la excepción relativa de la comedia, sigue demostrando poderío: los westerns de Ford, Hawks, Mann o Boetticher; los melodramas de Sirk, Kazan o Minnelli; el cine negro de Lang, Huston o Fuller; los musicales de Donen y Kelly. Hitchcock encadena obras maestras y la generación de la televisión —Delbert Mann, Sidney Lumet, Arthur Penn, Martin Ritt— empieza a hacer sus pinitos en el cine. En Europa, y las distintas cinematografías europeas consagran a directores tan diversos como Antonioni, Fellini, Visconti, Melville, Coucteau, Clouzot, Becker, Öphuls, Ferreri, Risi, Monicelli, Has, Wajda y, por supuesto, Ingmar Bergman. Por su parte, los años 60 son los de la ruptura protagonizada por las distintas nuevas olas: empezando por la muy célebre francesa (Godard, Rohmer, Rivette, Resnais, Varda, etc.) y siguiendo por la japonesa (Oshima, Imamura), la italiana (Bellochio, Bertolucci, Passolini), la alemana (comienzos de Fassbinder) la española (Martín Patino, Saura, Borau), las de Europa del Este (Forman, Menzel, Passer, Wajda, Has, Skolimowski, Polanski) y las de Latinoamérica (Glauber Rocha, Pereira dos Santos, Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Birri); en nuestro país, Berlanga alcanza su madurez con Plácido y El verdugo. Junto a ellos continúan su andadura directores veteranos, como Ford o Minnelli, así como autores un poco más jóvenes que se suman con entusiasmo a la renovación del lenguaje fílmico (Bergman, Fellini, Antonioni), mientras aparecen francotiradores como Tarkovski u Oliveira. Hollywood demuestra cierta tendencia al exceso, pero también capacidad para dar paso a la savia nueva: Peckinpah, Penn, Kubrick. Por lo demás, Hitchcock sigue entregando obras mayores y La noche de los muertos vivientes de George Romero abre el camino para una fascinante rehabilitación del cine de terror.
Sabido es que el Hollywood de los años 70 alcanza un cierto esplendor gracias a una nueva generación de directores que filma para un público diferente: Coppola, Scorsese, De Palma, Altman, Friedkin, Cimino, Pakula, Pollack, Rafelson. Es el «cine de la soledad» del que habla Robert Kolker; también un cine de la conspiración. No ceja en su empeño Peckinpah; aparecen Walter Hill, John Milius, Clint Eastwood, John Carpenter. En Italia, Dario Argento y el giallo coexisten con el spaguetti western; los franceses no abandonan el polar, aunque su cine se resiente de una cierta sobrecarga de pomposidad aliviada por novedades como Pialat, Demy o Garrel; Bergman entra en un periodo de irregularidad, pero Erice filma El espíritu de la colmena y Bertolucci hace El conformista. Por su parte, los grandes autores japoneses van despidiéndose, con algún milagro de última hora (Dersu Uzala); algo parecido sucede en una Italia que asiste a la decadencia de Fellini y a los logros de Rosi. No olvidemos que Woody Allen y Peter Bogdanovich renuevan la comedia americana, mientras Spielberg irrumpía con fuerza y Polanski dejaba Chinatown antes de huir de Hollywood perseguido por los jueces. Hitchcock aún tiene tiempo de filmar dos obras maestras—Frenesí y Family Plot– a la vez que Buñuel se despedía con una magnífica racha entre España y Francia. Nicolas Roeg emerge como un talento singular en Inglaterra y Malick hace lo propio en Estados Unidos; Cassavetes, Melville y Tarkovski siguen su camino. Y así como Godard se extravía temporalmente, Rohmer nunca falla y Fassbinder se convierte en una fugaz supernova; el irregular Wenders rueda sus mejores obras entre 1974 y 1984.
Vayamos terminando. Los años 80 son la apoteosis de cierto cine de entretenimiento y el declive temprano de los auteurs norteamericanos de los 70, con la excepción de Martin Scorsese; alguno, como Robert Altman, sería capaz todavía de regresar con inesperada fuerza. Mueren ya los grandes directores de la época clásica, mientras surgen nuevos talentos como Jim Jarmusch, Chantal Akerman o Peter Weir. La sensación general es poco alentadora: hay mucho cine de acción y prima el intento por lograr un blockbuster; el cine de qualité domina la Francia de Miterrand, con las excepciones de rigor (de nuevo Rohmer y Pialat, pero también el ya veterano Chris Marker y algún Godard). Woody Allen entrega sus mejores películas y el auge de la ciencia ficción nos deja Blade Runner o Mad Max; David Lynch empieza a trabajar con brillante regularidad; en Polonia, el Kieslowski que filma buenas películas desde los 70 produce el Decálogo para la televisión de su país; Terence Davies destaca en Inglaterra. España se salva por El sur, Zulueta y Almodóvar; Bergman empieza su larga despedida con Fanny y Alexander y Kurosawa se las apaña para hacer Ran; en Taiwan, Edward Yang empieza su estimulante pero breve carrera. Aunque no es una década perdida, resulta poco alentadora. Acaso lo mismo pueda decirse los años 90, que no obstante muestran un mayor nivel general: en ella se reúnen Claire Denis, Jim Jarmusch, los hermanos Coen, Spike Lee, un fortalecido Clint Eastwood, el renacido Martin Scorsese de Uno de los nuestros y Casino, el cine indie norteamericano, Jane Campion, Zhang Yimou y el cine de acción hongkonés, Wong Kar-Wai y Takeshi Kitano, el Rivette de La bella mentirosa, los comienzos de Mike Leigh, Quentin Tarantino y Richard Linklater, el primer esplendor de Pixar, las singularidades de Bela Tarr y de Atom Egoyan, la monumental Heat de Mann, el mencionado retorno de Robert Altman y la aparición de su mejor discípulo (Paul Thomas Anderson), además del sorprendente despliegue del genio de Abbas Kiarostami en el marco floreciente del cine iraní y las interesantes excentricidades de Lars von Trier, Whit Stillman, Aki Kaurismaki o Nanni Moretti. El cine de masas hollywoodense experimenta cierta renovación de la mano de David Fincher; Spielberg entrega algunas obras mayores. No está mal.
Desde entonces, finalizado ya el «siglo del cine», los contornos de las décadas se nos aparecen desdibujados: estamos demasiado cerca para diferenciar con claridad el cine de los 2000 y su evolución a partir de 2010. No es fácil determinar aún cuál ha sido la «personalidad» de cada una de esas décadas. El cine se ha hecho más global y está conociendo una renovación generacional en la que quizá no encontramos figuras rompedoras capaces de tomar el relevo a quienes han madurado mientras tanto (Paul Thomas Anderson, Jane Campion, Tarantino, Nolan, Wes Anderson, Alfonso Cuarón, Bigelow, Kelley Richardt) o siguen brillando en la senectud (Scorsese, Malick, Eastwood, Lynch, Scott, Schrader). Pero el cine está cada vez menos dominado por la producción hollywoodense y se hace en cualquier sitio, como demuestran las nuevas hornadas de las cinematografías iraní (Farhadi), alemana (Maren Ade, Christian Petzold), italiana (Rohrwacher, Marcello, Sorrentino), rumana (Mungiu, Puiu, Porumboiu), francesa (Audiard, Bonnello, Carax), rusa (Zvyagintsev), coreana (Hong Sangsoo, Bong Joon-ho), china (Diao Yinan, Bi Gan), japonesa (Hamaguchi, Kiyoshi Kurosawa, Kawase), turca (Ceylan), británica (McQueen, Hogg) o latinoamericana (Martel, Larraín). En estos veinte años, Von Trier ha entregado su obra maestra (Melancolía) y S. Craig Zahler renueva con brillantez la serie B, al mismo tiempo que Mad Max: Fury Road reinventaba el blockbuster apocalíptico con éxito incontestable y las plataformas se aliaban con la pandemia para poner en cuestión el futuro de las grandes pantallas.
Podríamos seguir, pero tampoco es necesario. No he querido detallar de manera exhaustiva todo lo que se ha hecho en cada una de las décadas del cine, sino poner de manifiesto las diferencias básicas entre ellas. Como ha podido comprobarse, no hay manera de escoger sin poner en juego nuestras propias preferencias estéticas; una aproximación objetiva quizá solo nos permita descartar periodos que salen perdiendo en la comparación global (sobre todo, los años 80 y 90, quizá los 20 por razones distintas), pero no nos lleva mucho más lejos. Elegir una sola de las décadas que van de 1930 a 1980 como superior a las demás es, propiamente hablando, imposible; aunque alguna de ellas nos atraiga en mayor medida que el resto.
En lo que a mí respecta, si me obligasen por la fuerza a escoger una sola década con la que tuviese que quedarme con exclusión de las demás en la proverbial isla desierta, elegiría los años 50. Tiene esta década a su favor la coexistencia del color con el blanco y negro, la recuperación posbélica de unos altos niveles de producción global y la madurez expresiva del Hollywood clásico, que viene acompañada por los primeros indicios de la excelencia del cine europeo y por el esplendor creativo de los cineastas japoneses. Es la década de Johny Guitar, Te querré siempre y Europa 51, Othello y Sed de mal, La ventana indiscreta, Vertigo y Psicosis, La noche del cazador, Centauros del desierto, Escrito sobre el viento y Solo el cielo lo sabe, Cuento de Tokio y Flores de equinoccio, Atraco perfecto y La jungla de asfalto, Los inútiles y La dolce vita, La ley del silencio, Vivir y Trono de sangre, Cuentos de la luna pálida y El intendente Sansho, El grito y La aventura, Senso, Fresas salvajes y El rostro, El salario del miedo y El río, La colina de los diablos de acero y El hombre del Oeste, La condición humana, Rio Bravo, Cantando bajo la lluvia y Una cara con ángel, Las vacaciones de Monsieur Hulot, El beso mortal, El cebo, Hiroshima mon amour, El fotógrafo del pánico, Ojos sin rostro, la trilogía de Apu, El placer y Madame De, Ruby Gentry, Los sobornados y Deseos humanos, El diablo ataca de noche, La noche del demonio, Carmen Jones, Orfeo, La casa de bambú, Pickpocket, La saga de Anatahan, los westerns de Budd Boetticher, Los implacables, Cautivos del mal y Melodías de Broadway… ¡Casi nada! A mí, desde luego, me basta. Supongo que a continuación pondría los años 40; luego vendrían los 30, 60 y 70 sin un orden definido. Seguramente se trate de un debate absurdo, pero no por eso es aburrido: el tipo de controversias que ayudan a pasar las tardes de domingo. Menos es nada.
[1] https://twitter.com/jaumerv/status/1433703338537799680?s=21