Al servicio del cinéfilo
«Ese sentido de comunidad —comunidad global— se hace evidente en los festivales serios de cine que se celebran cada año alrededor del mundo»
Todos los días hay decenas de efemérides: es uno de los perjuicios que causa el registro minucioso de la historia. Pero no todos los días alcanzan una cifra redonda dos destacadas revistas de cine, que es lo que ha sucedido a comienzos de este largo y cálido verano: en su número de junio, la barcelonesa Dirigido por celebraba el 50 aniversario ponderando sus «cinco décadas al servicio del cinéfilo»; por su parte, la edición veraniega de la británica Sight & Sound festeja los 90 años de la publicación con un número especial. Para valorar en su justa medida el mérito que atesoran ambas revistas, basta pensar en la larga ristra de cadáveres que han quedado por el camino (el último, la neoyorquina Film Comment); solo en Francia pueden presumir —Cahiers y Positif— de semejante prosapia. Es verdad que Fotogramas nace en 1946, antes incluso que Sight & Sound, pero nunca ha tenido las mismas ambiciones intelectuales pese a haber empleado a críticos excelentes. Y dado que Sight & Sound cuenta desde antiguo con el soporte del British Film Institute, por una vez hay que dedicar el aplauso más largo a nuestro Dirigido por, que presenta una insólita continuidad en el país de las discontinuidades culturales y nos acompaña desde antes de la muerte del dictador. ¡Bravo!
Fundada en 1972 por Edmundo Orts, Dirigido por se dedicó inicialmente al análisis pormenorizado de la obra de directores individuales, como mandaba la política de los autores dominante, para ir poco a poco ampliando su foco hasta incluir críticas del cine de estreno y dosieres sobre géneros o tendencias; cualquier aficionado español al cine que ya no cumpla los 45 tendrá en casa ejemplares de sus distintas épocas o los habrá tenido antes de deshacerse de ellos por elementales razones de almacenaje. Para los más jóvenes, es difícil hacerse una idea cabal de lo que era adentrarse en el laberinto de la producción cinematográfica —también literaria o musical— antes de que Internet pusiera a disposición del más provinciano el acceso a inagotables cantidades de información. Teníamos los periódicos y las revistas, por lo general solo en nuestra lengua, así como las recomendaciones de los más veteranos; quien no tenía cerca una filmoteca, para colmo, dependía de la benevolencia de las televisiones. En ese contexto, familiarizarse con el lenguaje cinematográfico y aprender los rudimentos del análisis pasaba por suscribirse a una buena revista, en la que podíamos además encontrar valiosos datos acerca de la carrera de los cineastas o la trayectoria de los estudios. Idéntico papel cabe atribuir a Sight & Sound, que se aproxima al siglo de existencia rejuvenecida por su nuevo editor, Mike Williams, quien señala en su editorial que
«Sight & Sound representa una comunidad, a la que contribuimos, pero en la que somos un centro gravitatorio alrededor del cual esa comunidad se reúne. (…) Somos una comunidad de cinéfilos constituida por nuestros lectores, nuestros editores, nuestros escritores, los cineastas, anunciantes, publicistas y agentes. Y todos tenemos que poner de nuestra parte si queremos sacar algo a cambio».
Ese sentido de comunidad —comunidad global— se hace evidente en los festivales serios de cine que se celebran cada año alrededor del mundo. Pero quizá en ningún sitio más que en el festival Il Cinema Ritrovato que tiene lugar en Bolonia cada mes de junio desde 1986 y al que puede denominarse con rigor el paraíso de eso que los anglosajones llaman acquired taste. Este aficionado ha podido asistir a algunas de sus ediciones y se dirigió a la Emilia Romaña hace un mes con redobladas expectativas tras la abstinencia forzosa provocada por la pandemia. Hablamos de un festival donde nadie concursa; solo se exhibe cine del pasado, de todos los pasados y todas las geografías, por lo general restaurado y casi siempre restaurado por esa potencia del gremio que es la Cineteca de Bolonia. Durante diez días, en seis excelentes salas que no se sitúan demasiado lejos de la sede de la cineteca, se proyectan decenas de películas de acuerdo con una programación que lo mismo atiende a Hollywood que a Japón, al cine mudo que al yugoslavo, a estrellas o a géneros. Y cada noche, con un cupo de entradas reservadas para los inscritos y el resto gratuitas para los boloñeses, se proyecta un film al aire libre en la hermosísima Piazza Maggiore. Allí se congregan más de mil personas para ver lo que les echen: de Erich von Stroheim a los Blues Brothers. Y casi dan ganas de volver a creer en la humanidad.
«La ciudad, en fin, se llena durante una semana de cinéfilos de distinta procedencia —europeos, americanos, japoneses— que pasean con su acreditación en ristre camino de la sesión matutina o regresan de la vespertina»
No debe ocultarse que viajar a Bolonia a comienzos del verano tiene un elemento sacrificial: el calor es tórrido y húmedo, ya que la ciudad se encuentra en la confluencia de tres ríos y está atravesada por canales que rara vez quedan a la vista. Si a ello sumamos la prudencia que caracteriza a los italianos en el empleo del aire acondicionado y la calidad discreta de sus hoteles, incluso los de cuatro estrellas, se comprende fácilmente que la estancia no está exenta de dificultades. Afortunadamente, los cines suelen tener buenos aparatos de aire acondicionado y esa es solo una de las sorpresas que tienen reservada al visitante: la mayoría se sitúa en el bajo de un bloque de viviendas y desde el exterior recuerdan a una tienda de ultramarinos, hasta que uno se da de bruces con salas relucientes de 300 asientos y pantalla de generosas dimensiones. El mejorado sistema de reservas, asunto crucial para cualquier festival, ha reducido las esperas bajo el sol premiando a los espectadores más previsores; los despistados o indecisos tienen no obstante una oportunidad de última hora para entrar a la sesión de su preferencia. Y la ciudad, en fin, se llena durante una semana de cinéfilos de distinta procedencia —europeos, americanos, japoneses— que pasean con su acreditación en ristre camino de la sesión matutina o regresan de la vespertina. Hay de todo: solitarios, gregarios, enfermizos. La pasión por el cine, como ha denunciado Vicente Monroy en su libro contra la cinefilia, puede ser siniestra. Pero tambien gozosa: el día de mi llegada el taxi hubo de pararse antes de tiempo porque se celebraba en Bolonia el desfile del Orgullo Gay y algo tenían los asistentes al Ritrovato, con los que me encontré enseguida, de minoría electiva con ramalazos excéntricos. Era fácil comprobarlo en el espacio que la organización dedica a la venta de películas, libros, pósters, bolsas de tela o chapas; también el cinéfilo quiere distinguirse —siguiendo a Bordieu a pesar de todo— haciendo ostentación de sus signos.
En esta ocasión, solo puede quedarme cinco días que dieron para mucho. En un festival de estas características, es imposible evitar los dilemas trágicos: aunque la mayor parte de las películas se proyectan dos veces, dividiéndose informalmente la semana en dos mitades, no es posible verlo todo ni librarse de tener que elegir unos títulos sobre otros. Este año, por ejemplo, solo fui una vez a la Piazza Maggiore; fue para ver la copia restaurada de El conformista, logradísima adaptación de la novela de Alberto Moravia a cargo de Bernardo Bertolucci, con presencia en el escenario de la actriz Stefania Sandrelli y el homenaje colectivo al fallecido Jean-Louis Trintignant. Al tratarse del primer día, el director de la cineteca dirigió unas palabras al público, citando la acertada definición que el director Gianni Amelio hizo del film —«el abrazo no mortal entre Cinecittá y Hollywood»— y destacando su importancia en la historia del cine italiano. No recordaba yo bien la abrupta explosión de violencia que se produce en el bosque donde el professore antifascista es asesinado, que recuerda al botellazo que Mark Rydell propina a su novia en el apartamento de Marlowe en la versión de El largo adiós que hizo Robert Altman. Lástima que el cine italiano, incluido este conformista, abusara durante tanto tiempo del doblaje en estudio.
Uno de los platos fuertes de esta edición era el ciclo dedicado a la obra de Hugo Fregonese, director argentino que recaló en el dorado Hollywood de los 50 antes de comenzar una itinerancia europea ya menos fructífera. El festival proyectó una docena de sus obrs, de acuerdo con la selección del crítico norteamericano David Kehr y restauradas gracias al acuerdo firmado con los estudios Universal; el público, que respondió con entusiasmo a la convocatoria, encontró en Fregonese a un director con personalidad visual y preocupaciones temáticas, capaz de imprimir un ritmo endiablado a sus historias de perdedores e inclinado al estudio de unos espacios cerrados donde los protagonistas luchan en vano contra su destino. Su producción es desigual, pero casi siempre valiosa: Apache Drums (1951) es un excelente western en Technicolor que tiene un comienzo deslumbrante (un mexicano da de beber a un gato en la puerta del saloon, suena un disparo y el mexicano se retuerce como si le hubieran alcanzado, pero un rápido corte nos muestra en el interior al pistolero que se retuerce con fundamento tras ser abatido por otro más rápido) y un desenlace espectacular en el interior de una iglesia sometida al acoso indesmayable de los apaches; One Way Street (1950) es un noir en el que James Mason —que debutaba en Hollywood— interpreta a un médico de mafiosos que trata de llevarse el dinero y la chica del impagable Dan Duryea (cuando este decide llamar a la policía en busca de información, su socio se escandaliza y él replica: «Why not? I’m a taxpayer»), escondiéndose en un pueblecito mexicano y fracasando solo en el último momento (a modo de curiosidad, Rock Hudson sale unos instantes haciendo de camionero); Blowing Wild (1953) pone en escena el triángulo amoroso formado por Gary Cooper, Barbara Stanwyck y Anthony Quinn en el mundo de las plantaciones petrolíferas mexicanas de comienzos del siglo XX, y recuerda a Johny Guitar (escrita como está por el mismo Philip Yordan y rodada ese mismo año) sin alcanzar sus alturas sublimes; My Six Convicts (1952) es la más débil de las exhibidas, una película didáctica sobre los intentos de un psicólogo por trabajar con presidiarios (típica producción de Stanley Kramer) y las dificultades que eso comporta, rodada con buen pulso pero inevitablemente envejecida. Mención aparte merece Black Tuesday (1954), sublime noir escrito por Sydney Boehm, protagonizado por Edward G. Robinson y fotografiado por Stanley Cortez, en el que un grupo de condenados a muerte trata de fugarse el día previsto para su ejecución. Lo que sigue es una desenfrenada huida hacia delante que incluye la denuncia sin tapujos de la pena de muerte y una performance asombrosa del veterano Robinson, quien compone un gángster sádico tiernamente enamorado de su esposa y aficionado a los juguetes mecánicos (la sala estalló en una unánime carcajada cuando uno de los rehenes de la banda, rodeados por la policía como están en una vieja fábrica, advierte a Robinson a gritos de que no les será posible huir y éste lo silencia diciéndole: «Yeah, yeah… Everyone’s impressed!»). La película fue presentada por la brillante crítica Imogen Sarah Smith y solo cabe esperar que pronto se ponga a disposición de todo el público, junto al resto de la obra americana del renacido Fregonese. Es, sin duda, una de las funciones del festival: seguir hurgando en las cámaras ocultas de la era de plenitud de los grandes estudios hollywoodenses.
Se dedicó también un ciclo a la filmografía de Peter Lorre, actor itinerante del que se exhibieron obras bien conocidas, como el M de Fritz Lang o El hombre que sabía demasiado de Hitchcock (seguida de Man from the South, divertido episodio de Alfred Hitchcock Presenta estrenado en 1960 y protagonizado por un socarrón Lorre junto al entonces estelar Steve McQueen), pero también una curiosidad fallida como los Three Strangers de Jean Negulesco o su única película como director, Der Verlorene, realizada en Alemania en 1951 y dedicada al escabroso asunto de la experimentación científica en los campos nazis. Pero el festival siempre pone el foco en alguna estrella, actores o actrices que marcaron época y de cuya filmografía trata de hacerse una selección significativa; en esta ocasión el honor recayó en Sofia Loren, a la vez italiana e internacional, de quien se proyectaron obras quizá demasiado predecibles (Arabesco; Pan, amor y fantasía; Una jornada particular). Eso sí, el festival tuvo el acierto de incluir el episodio que Vittorio de Sica dirigió para Bocaccio 70, film de episodios en el que también participaron Fellini, Monicelli y Visconti de acuerdo con una idea de Cesare Zavattini. Él mismo escribe La rifa para una resplandeciente Loren, quien interpreta a una feriante que vaga de pueblo en pueblo en compañía de un matrimonio amigo; los tres regentan una caseta de tiro al plato. Pero hay algo más: el film se abre en un mercado de ganado donde los varones de la localidad adquieren sigilosamente boletos para una rifa; De Sica es claro a la hora de establecer paralelismos visuales entre los animales y sus dueños, aunque sea injusto con los primeros. La verdad se va insinuando: el ganador, de acuerdo con el sorteo de la lotería nacional retransmitido por televisión, podrá pasar una noche con la chica de la caseta. No es que ella esté entusiasmada; solo resignada. El tipismo desplegado en colores vivos por De Sica a lo largo de 50 minutos es formidable, retratando a una sociedad cuyo machismo solo se ve atemperado por el buen humor; aquí ninguna tragedia es completa: para eso hay que salir del cine. Por el camino, la Loren se encariña de un beau local y su paulatina rebeldía se verá facilitada por el hecho de que quien gana la rifa es el apocado sacristán del pueblo. Animado por su anciana madre, el poco agraciado cuarentón se rocía de talco antes de encaminarse a la furgoneta con ilusión, rechazando las cuantiosas ofertas por el boleto que le hacen sus conciudadanos; sin embargo, acepta de buen grado —fingiendo ante el resto del pueblo que ha «cumplido» como un hombre— la negativa de una chica que prefiere marcharse con el guaperas. Tampoco está claro cuál es el destino de esta pareja genuina, aunque la actriz italiana imprime tal fuerza a su personaje que en ningún momento tenemos la impresión de que esté dispuesta a someterse a unas estructuras sociales que no le favorecen. De Sica entrega aquí una pequeña obra maestra, que los programadores hicieron bien en programar en solitario: la irregularidad del cine de episodios, tan típico de los años 50 y 60, es hoy un obstáculo para el redescubrimiento de sus piezas individuales.
En el apartado de películas restauradas, tuvimos ocasión de ver algunas obras de envergadura y de perdernos otras igualmente destacables. Se me escapó Ludwig, de Visconti; dejé ir La última sesión. Opté por Escrito sobre el viento, melodrama estilizado e inolvidable de Douglas Sirk que el pobre sistema de aire acondicionado del Cinema Europa no dejó a nadie disfrutar del todo, así como por la largamente esperada recuperación de La maman et la putain, legendaria película de Jean Eustache que llenó la sala durante las casi cuatro horas de proyección; allí, claro, no hay que andar callando al de la fila de atrás. La espera no ha sido en vano: la película es absorbente de principio a fin, animada por las contradicciones del verborreico personaje al que interpreta con mucha gracia el emblemático Jean-Pierre Léaud, quien se ve enfangado en un difícil triángulo amoroso en el que participan la mujer con la que vive y una enfermera de origen extranjero que ha conocido en una cafetería. El conocido monólogo final de Veronika (Françoise Lebrun), donde arremete contra los estragos emocionales de la revolución sexual, certifica que La maman et la putain es el acta de defunción parcial del 68 francés.
Para terminar, solo tuve tiempo de ver un magnífico film de samuráis dentro del ciclo dedicado al director Kenji Misumi: Kiru (1962) está llena de inventiva visual, como corresponde a los años de la Nueva Ola del cine japonés, y resulta original por sus toques freudianos. ¡Banzai! Al igual que muchas otras películas, fue objeto de una breve presentación inicial por parte de un experto en la obra del realizador; a veces son los los que aparecen por allí: Walter Hill presentó este año su magistral Driver y John Landis hizo lo propio con Blues Brothers en la Piazza Maggiore. Otro detalle de clase por parte de un festival que se empeña en construir el futuro del cine explorando su pasado, poniéndose así —como las buenas revistas— al servicio del cinéfilo. Que sea por muchos años.