THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

La vuelta al día en 80.000 mundos

«’Todo a la vez en todas partes’ logra unir la parodia y la tesis sin que el invento se desmonte por inverosímil»

Rancho Notorious
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La vuelta al día en 80.000 mundos

La actriz Stephanie Hsu en una escena de la película. | AGBO

Ha llegado a las carteleras españolas, tras un periplo inesperado que ha ido de la marginalidad relativa al estreno internacional, una película insólita: se llama Todo a la vez en todas partes —fiel traducción de su título original— y en ella sus dos creadores, Dan Kwan y Daniel Scheinert, han logrado cuadrar el círculo. O, al menos, un círculo: el que une las líneas de la parodia y la tesis sin que se desmonte el invento por falta de verosimilitud. Pero es que además lo han hecho con unos materiales desconcertantes, tomándose la idea del multiverso a risa sin dejar de explorar sus posibilidades filosóficas y superando en su terreno a toda la saga Marvel —tortura del cinéfilo contemporáneo— con la audaz exploración del anverso fantasioso de la vida cotidiana de un personaje vulgar al que se conceden poderes extraordinarios. El personaje en cuestión es una mujer norteamericana de origen chino, Evelyn Wang (interpretada por Michealle Yeoh, quien saltase a la fama con Tigre y dragón), que vive en un suburbio californiano asediada por los problemas domésticos: la gestión de su lavandería, la presión de Hacienda, el aburrimiento conyugal (Ke Huy Quan, quien disfrutó de una temprana celebridad con Indiana Jones y el templo maldito o Los Goonies, da vida al marido), la visita de su anciano padre y la confusión adolescente de su única hija. En el curso de una escena trepidante que incluye una memorable performance cómica de Jamie Lee Curtis como funcionaria de Hacienda, este insignificante mundillo familiar se revela conectado —multiverso mediante— a una lucha épica por la salvación del universo. Si esta sinopsis es sorprendente, más lo es que su desarrollo funcione. ¡Y de qué manera!

El mecanismo que hace posible esta sublimación del universo doméstico de la protagonista es, como se ha dicho, el multiverso. Su marido resulta ser, en una trayectoria vital de las infinitas posibles, miembro de un rudimentario comando intertemporal dedicado a combatir a Jobu Tupaki, encarnación femenina del Mal que pretende destruir el cosmos tras haberse percatado —viviendo todas las vidas posibles— de que la moral carece de fundamento. Es la suya una especie de versión corrupta del existencialismo: como si se hubiera entendido mal aquella frase de Camus según la cual conquistará su libertad quien comprenda que este mundo no tiene importancia. El nihilismo de esta excéntrica villana, que por momentos parece salida de Tik Tok, tiene su delirante expresión en una bagel gigante que funciona como un agujero negro capaz de absorber gradualmente toda la materia existente. Desde el Alfaverso y con objeto de frenar su afán devastador, la resistencia busca al Elegido: al héroe dotado de los poderes necesarios para derrotar a Tupaki e impedir la desaparición del universo. Sus escasos integrantes se ocupan de buscar en el multiverso rutas que hacen posible la transformación de alguien —que previamente ha tenido que hacer algo excéntrico para activar su migración— en una de las posibles versiones de sí mismo. Durante su primer enfrentamiento con la inspectora de Hacienda, Evelyn se salva convirtiéndose en la experta en artes marciales que podría haber sido en un universo alternativo.

Este mecanismo es una fuente permanente de hilaridad, ya que a través del montaje se hace manifiesta la simultaneidad de las distintas Wang imaginables. Nos encontramos así con la Evelyn que se convierte en una actriz famosa, lo que conduce a segmentos en los que se homenajea y parodia el cine —estética visual y diálogos románticos— de Wong-Kar Wai; con el entrenamiento que la conduce a ser una superlativa ejercitante de las artes marciales, incluyendo guiños al cine japonés de samuráis y al Tarantino de Kill Bill; con la Evelyn que triunfa como cantante ciega después de haber caído cuando niña sobre dos chopsticks en plena calle; así como a una descacharrante especulación acerca de una trayectoria alternativa de la evoolución humana que habría entusiasmado a Kurt Vonnegut, presentándonos a una especie dotada con dedos larguísimos y blandos cuyo triunfo sobre su rival de extremidades «ordinarias» se escenifica con una irresistible reelaboración de la escena inicial de 2001. Menos afortunado resulta ser el universo donde Wang y su hija se han convertido en rocas que habitan un planeta vacío y se comunican entre sí mediante mensajes de texto superpuestos en la pantalla; y ello pese a que este breve episodio trata de hacer explícito —quizá demasiado— uno de los temas de la película: la pascaliana angustia que nos provoca la indiferencia del cosmos y la dificultad de responder a ella sin desesperación ni amargura. También hay alguna broma soez que Kwan y Scheinert podrían haberse ahorrado: son los riesgos del llamado «cine maximalista» dentro del cual se ha encuadrado el film. Pero se trata de reproches menores; la película es un tour de force lleno de creatividad y humor que demuestra que Hollywood no tiene por qué languidecer entre uniformes de superhéroes y comedias infantiles.

Sigamos: en la superposición de los planos familiar y cósmico está la clave dramática de la película, a cuyo servicio están su ritmo acelerado y el imaginativo diseño de producción. La villana Tupaki no es otra que la hija de Evelyn, atormentada por las cuitas ordinarias de la adolescencia y por el hecho de que su madre no logra aceptar que ella sea lesbiana: el agujero negro en forma de bagel es un símbolo —bien material— del nihilismo adolescente, a la vez que una de las posibles respuestas que el temperamento humano puede dar al sinsentido de la existencia. Se trata de un romanticismo destructivo que busca extender al resto del universo el sufrimiento que padece la conciencia desgraciada; un egoísmo introspectivo que se revuelve hacia fuera espada en mano. Lanzándose inicialmente al combate, la madre de Joy tarda en comprender que la respuesta ante esa agresión está en la aceptación de los conflictos que mantiene con su hija, con su marido, con el mundo. Y, sobre todo, consigo misma: Evelyn se acepta y con ello «salva» al cosmos.

Es aquí donde los directores sacan jugo al artificio del multiverso, riéndose de él mientras lo exprimen: en una sociedad como la norteamericana, donde la contraposición entre el loser y el winner es constante y la posición que cada cual ocupa en la sociedad se hace derivar —¡meritocracia a palos!— de las decisiones (las famosas choices) que el individuo toma en el curso de su vida, el fantasma de las trayectorias alternativas puede atormentar a quienes no han obtenido el resultado que esperaban. Regentar una lavandería acosada por Hacienda y sobrellevar un matrimonio tedioso con un marido torpón no es precisamente la vida a la que Evelyn aspiraba cuando emigró a Estados Unidos; la visita de su padre —encarnado por el memorable James Hong, mayormodo de Angela Channing en Falcon Crest— viene a recordárselo. Su marido, ejerciendo de emisario del Alfaverso, tampoco contribuye a reforzarle la autoestima: su razonamiento es que solo ella puede ser la verdadera elegida, ya que solo quien lo hace todo mal puede tener éxito en la suprema tarea de frenar a Tupaki. De hecho, nuestra protagonista siente una alegría infantil cuando se convierte en la Evelyn que sabe artes marciales: nunca había sido buena en nada.

Por supuesto, todo lo que vemos en pantalla puede ser —seguramente sea— un producto de la imaginación de Evelyn: una disparatada sublimación de los conflictos personales que la atenazan y a los que da salida mediante una fantasía de altos vuelos que, no obstante, se nutre en todo momento de elementos cotidianos. En la lucha final por salvar a su hija Joy de la vis atractiva del agujero negro, el padre de Evelyn se convierte en una suerte de cyborg adosando a su cuerpo lo que parecen decenas de fotocopiadoras, mientras que una de las versiones de su marido es capaz de derrotar a cinco policías en el edificio de Hacienda mediante el empleo prodigioso de una riñonera como arma de combate; sin olvidarnos de la bagel o de ese comando de luchadores del Alfaverso que transita una carretera rural en una camioneta de segunda mano mientras manipulan una maquinaria de aspecto casero que parece salida de Regreso al futuro. También es plausible que los universos alternativos con mayor presencia en la película provengan de las experiencias de Evelyn como espectadora. Sea como fuere, el multiverso empieza y acaba en ella misma: una ensoñación heroica que ofrece una salida imaginaria a las decepciones de la vida adulta.

De ahí que la película solo pueda terminar con el rechazo del multiverso y el consiguiente abrazo de la pobreza cotidiana de la protagonista, quien ha comprendido que no tiene más vida que esa y que con ella debe reconciliarse. Es tentador concluir que los directores están diciendo asimismo que el multiverso no es el futuro del cine, sino una distracción laboriosa que nos aleja de la realidad de los conflictos humanos. Paradójicamente, lo hacen explotando de manera brillante las posibilidades que la noción misma del multiverso ofrece, regalándonos una película original y trepidante que —como se ha visto— no carece de honduras pese a deslizarse velozmente por la superficie de la pantalla. Si descontamos homenajes e influencias (añadamos el guiño a Halloween, los ecos de Michel Gondry y Charlie Kaufman, la lejana referencia de La Jetée, el desenfado bizarro de Zoolander), una posible forma de aproximarse a Todo a la vez en todas partes es considerarlo como una variante excéntrica del musical: también aquí la realidad se ve bruscamente suspendida de manera repentina y también aquí los personajes pasan a comportarse de manera improbable desafiando las leyes de la lógica. En cualquier momento, pues, lo cotidiano se entreteje con lo maravilloso en beneficio del espectáculo. Solo nos queda disfrutarlo.

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