THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Lo que buscamos en las películas

«Dedicamos la mayor parte del tiempo a discutir lo que dicen las películas, sin prestar suficiente atención a su organización estética»

Rancho Notorious
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Lo que buscamos en las películas

Ethan Hawke. | Europa Press.

Se ha estrenado en HBO España la serie documental que Ethan Hawke ha dedicado a la vida y carrera del matrimonio formado por Paul Newman y Joanne Woodward, a quienes se da el tratamiento de «últimas estrellas» de aquel Hollywood clásico cuya dulce decadencia —antes de la llegada de las nuevas olas— habrían llegado ambos a disfrutar. Algo se está hablando de la serie; no en vano, se encuentra a disposición del público en una popular plataforma. Y aunque por lo general se está hablando bien, el afamado crítico David Thomson ha preferido disentir.

En un artículo publicado en el número de noviembre de Sight & Sound —que salió a comienzos de octubre según la extraña costumbre de la revista— juzga caótico el trabajo de un Hawke al que afea su voluntad de parecer «interesante». A su juicio, Newman carece de una filmografía brillante: durante la mayor parte de su carrera, pese a excepciones tales como Éxodo o El buscavidas o Hud: El más salvaje entre mil, nuestro hombre fue víctima de la esclerosis del Hollywood de los 50 y tuvo tan mala suerte que su único Hitchcock (Cortina rasgada) encuentra en la pareja protagonista que forma con Julie Andrews su principal defecto. Durante sus años dorados, Newman fue según Thomson «como un gatito bajo el sol que disfruta su condición fraudulenta». Para el crítico afincado en San Francisco, si nos hemos distanciado culturalmente de ese tipo de estrellato —que el propio Newman nunca habría aceptado del todo— ha sido por buenas razones: no aceptamos ya que una cara bonita pueda servir de pretexto para un cine que se dedica a falsear la realidad. Por eso Thomson salva aquellas obras —El buscavidas, Hud, Veredicto final— en las que Newman da vida a perdedores que no logran redimirse: porque en la vida los perdedores rara vez se redimen.

«Aprendimos a decodificar el western como mitología de frontera y arrojamos una segunda mirada sobre el noir o el melodrama como expresiones del malestar social subyacente en la sociedad de masas de la segunda posguerra»

Vaya por delante que Thomson ha mantenido siempre una relación ambigua con el cine  en general y con el cine norteamericano en particular: estamos ante un mitómano receloso de su mitomanía, que conoce a fondo la vida de los grandes actores y, sin embargo, sospecha que el «imperio del estrellato» hollywoodense fue un regalo envenenado que permitió la instauración de patrones supremacistas masculinos y la cosificación de las mujeres. Pero la inclinación por la sospecha le conduce al callejón sin salida de la especulación gratuita: Thomson afirma que el público ha madurado —mientras los bodrios de Marvel llenan las salas— y se pregunta si la gravitación que nos empujaba hacia James Dean o Natalie Wood no habrá sido redirigida, al mantenerse intacta nuestra necesidad de proyección, hacia esa otra «estrella chiflada» que es Donald Trump. Puede ser, claro. Pero aún estábamos pendientes de Hollywood cuando ganó las elecciones un actor llamado Ronald Reagan y no hicimos tantos aspavientos.

Yo quería, con todo, hablar de otra cosa. Thomson señala en este mismo artículo que Newman fue una de las mayores atracciones de la taquilla durante algunos años, lamentando no obstante que se mantuviera alejado de la urgencia moral que caracterizó al cine norteamericano de los primeros 70. Pero hace una excepción con Un hombre de hoy, dirigida por Stuart Rosenberg a partir del guión de Robert Stone basado en su propia novela, una película que según Thomson «hizo un esfuerzo por capturar la realidad» del momento. A su juicio, se trata del «presciente retrato de una cadena radiofónica de extrema derecha que se dedicaba a la producción de odio», razón por la cual hoy «parece mucho más valiente que entonces». Es además la prueba de que Newman —quien la coprodujo— anhelaba transformar su desasosiego personal en una representación de la inquietud colectiva sobre el estado de la nación.

Esta alusión favorable despertó mi curiosidad por una película sobre la cual nunca había leído recomendación alguna. Además de tratar sobre un asunto atractivo, tiene buen reparto (además de Newman figuran en ella Joanne Woodward, Anthony Perkins, Cloris Leachmann y Laurence Harvey) y sus exteriores se rodaron en la desacostumbrada Nueva Orleans. Había llegado, pues, la hora de verla. Indisponible en plataformas, hube de recurrir a una edición española en DVD —sacrificios del aficionado— que encontré en una tienda de la calle Tallers durante una breve visita a Barcelona. Demasiado pronto, sin embargo, se presentó un problema: pese a sus buenas intenciones, la película no funciona.

«La serie B y el blockbuster pasaron así a constituirse en cofres llenos de tesoros cuyo disfrute solo exigía dejar los prejuicios a un lado»

Me atrevería incluso a decir que no funciona en absoluto, incluso si uno se siente inclinado a salvar algunos conatos semidocumentales (que parecen sacados de Perspectivas, dirigida un año antes por Haskell Wexler) o considera acertada la planificación del desenlace (que recuerda a Plan diabólico, la película de John Frankenheimer donde igualmente se dispara a un orador desde algún lugar remoto de la grada en un acto público). Pero el resto es un tedioso ejercicio de impotencia narrativa y torpeza dramática, donde no faltan los énfasis retóricos ni los estereotipos gastados; tan es así que la banda sonora de Lalo Schifrin parece en todo momento fuera de lugar.

No hay imágenes memorables ni soluciones narrativas interesantes; para colmo, la película se permite el lujo de pasar completamente por alto el desempeño profesional del personaje al que da vida Paul Newman, un buscavidas arrojado al cinismo que trabaja para la extrema derecha sin hacer juicios morales sobre los contenidos a los que da voz en la radio. Inexplicablemente, no llega al minuto el tiempo que los autores de la película dedican a mostrarnos cómo logra este mercenario intensificar el resentimiento de la audiencia a través de la palabra. Sí: acompañamos a Anthony Perkins mientras recorre el gueto, Woodward ha sido prostituta y Leachmann camina con ayuda de unas aparatosas muletas. ¡Y nos aburre verlos! Un hombre de hoy, pomposo artefacto de su época, nació muerta y muerta sigue.

¿Qué ve en ella, entonces, David Thomson? No quisiera arrogarme el monopolio del juicio estético: quizá haya quien encuentre en la película logros que se me escapan, aunque dudo que nadie pueda emocionarse cuando la ve. Hay que concluir que Thomson elogia su tema o tesis con independencia del acierto con que se hayan materializado en pantalla. Por eso le parece valiente o pionera; gracias a un propósito cuya realización llega a tan mal puerto que la obra no puede admirarse ni disfrutarse.

Pero, ¿acaso no se trata de una disposición frecuente entre críticos y espectadores? Siendo más sencillo discernir lo que las películas tratan que analizar cómo están hechas, dedicamos la mayor parte del tiempo a discutir lo que dicen y disfrutamos identificándonos con sus personajes, sin prestar suficiente atención a su organización estética o atribuyéndole un papel secundario. Y aunque el propio Thomson no suele incurrir en esta desviación, viene a explicar su origen en la introducción a How to Watch a Movie, ensayo del año 2015 que cuenta con una edición española. Propone allí un veloz recorrido por la historia del cine a partir del motivo de la «chica perdida», que empieza por ser suspense elemental (¿se salvará la esposa que va a ser asesinada en Amanecer, encontrará Charlot a la chica ciega que recobra la vista en Luces de la ciudad?), se convertirá en un misterio más profundo cuando las películas amplían su alcance: ahí están Vertigo, La aventura, Persona, Chinatown o Ese oscuro objeto del deseo. Escribe Thomson: «He aquí una breve historia del cine donde el mensaje no es «qué divertidas son las películas», sino «¿estás mirando con la suficiente atención?»». O bien: ¿eres capaz de ir más allá de la historia que te cuentan para indagar en sus significados? Porque tales significados no son evidentes a primera vista —menos aún en las producciones que quieren seducir al gran público— y requieren del espectador una exégesis suplementaria.

«No se trata de que la filosofía permita interpretar o reinterpretar una película, sino que se hace una película para ilustrar una filosofía que se ha puesto de moda»

En principio, no hay nada que objetar e incluso mucho que aplaudir. Solo a partir de este presupuesto fue posible tomarse el cine en serio, transitando el largo camino que va de la barraca de feria a los departamentos universitarios. Y solo así cupo descubrir a los auteurs escondidos en los entresijos del cine de estudios, de Hitchcock a Hawks, honrando de camino a Welles y Rossellini como héroes tempranos del propósito artístico. Pero no solo: también aprendimos a decodificar el western como mitología de frontera y arrojamos una segunda mirada sobre el noir o el melodrama como expresiones del malestar social subyacente en la sociedad de masas de la segunda posguerra. A su vez, la mayor sofisticación del público hizo posible que los creadores lanzasen propuestas más arriesgadas o pudieran dar por asimiladas nuevas técnicas narrativas sin temor a desorientar al espectador, dándose de paso un nuevo valor a las producciones menos «artísticas». La serie B y el blockbuster pasaron así a constituirse en cofres llenos de tesoros cuyo disfrute solo exigía dejar los prejuicios a un lado.

Sucede que esta reordenación gradual de los parámetros críticos acabó desembocando en una hipertrofia culturalista. Cuando la teoría fílmica se consagró como disciplina académica, lo hizo de la mano del psicoanálisis, el marxismo y el feminismo, a los que pronto siguieron los estudios culturales de inspiración posmoderna. A consecuencia de ello, tan pronto podía desecharse a Hitchcock cual monstruo patriarcal como recuperárselo mediante nuevas descripciones de la «trayectoria edípica» de sus personajes. Al tiempo, cualquier película se hizo candidata a la rehabilitación crítica con independencia de sus aciertos estéticos o virtudes formales: basta con descubrir en ellas contenidos culturales o sociológicos que nos parezcan interesantes o pertinentes.

Pensemos en la reconsideración que han experimentado los video nasties, películas del género de terror distribuidas a través de los videoclubs en los años 80 cuyo presunto carácter subversivo las hizo acreedoras a la censura estatal en Gran Bretaña; o en la interpretación del slasher como depósito de los temores femeninos en la sociedad patriarcal. Cuando se trata de hacer crítica cultural, en consecuencia, Re-animator puede colocarse a la misma altura que M o La noche del demonio; todas ellas tienen una trama cuyo sentido puede enriquecerse con ayuda de la filosofía, el psicoanálisis o la sociología. Desde este punto de vista, por ejemplo, Alien sería «cine feminista» en la medida en que nos cuenta la historia de una mujer que se resiste a morir a manos de una criatura alienígena —¿símbolo del patriarcado?— que la ataca en mitad del espacio exterior.

«La densidad semiótica o riqueza sociológica de un film no van necesariamente de la mano de su calidad»

Vaya por delante que ese tipo de comentario es a veces inteligente y con frecuencia ingenioso. Puede dar lugar a debates apasionantes y ofrecer nuevas claves para la revisión del cine del pasado, así como animarnos a sacar todo el juego del encuentro en salas —o plataformas— con el de ahora mismo. Por otro lado, nada impide que puedan disfrutarse películas fallidas que contienen atractivos capaces de compensar sus debilidades: exteriores que dan testimonio de una época, una atmósfera peculiar, algún personaje secundario. Y tampoco tienen por qué malas: Zombi no solo funciona como crítica del consumo de masas, estableciendo una equivalencia metafórica entre el zombi y el consumidor, sino que es otra de las excelentes —aunque no la mejor— obras de George A. Romero. Cuando Jim Jarmusch juega a lo mismo en Los muertos no mueren cuarenta años después, su mensaje es más explícito y la película se sostiene a duras penas gracias al carisma de sus protagonistas. Puede así comprobarse que la potencia metafórica de los zombis, delicia de los teóricos, no asegura la calidad del cine que se hace con ellos; lo hay bueno y lo hay malo.

Algunos ejemplos: aunque el canibalismo y la adolescencia femenina son temas de prestigio en el marco de la recepción culturalista del cine fantástico o de terror, ni Raw (Julia Ducournau) ni Thelma (Joachim Ritter) son películas convincentes a pesar de su buena factura técnica; que es lo contrario de lo que pasa con los celos patológicos en Posesión (Andrzej Zulawski) y la sexualidad adolescente en Carrie (De Palma). Sir más lejos, Halloween (John Carpenter) es una película brillante sean cuales sean las conclusiones sociológicas o culturales que puedan deducirse de la desasosegante peripecia de la protagonista; no hace falta estar familiarizado con ningún presupuesto teórico para disfrutarla. No sé si puede decirse lo mismo de Titane, la segunda película de Ducournau, un esforzado batiburrillo de motivos extraídos de la filosofía contemporánea: de la teoría queer al cyborg de Donna Haraway. Incluso Saint Omer, trabajo de Alice Diop premiado en Venecia y Sevilla, se entiende mejor con las debidas nociones de feminismo y teoría decolonial. Nótese que aquí se han invertido los términos: no se trata de que la filosofía permita interpretar o reinterpretar una película, sino que se hace una película para ilustrar una filosofía que se ha puesto de moda. No se trata de un desastre anunciado; esta operación puede salir bien. Cristi Puiu adapta en Malmkrog la obra del filósofo ruso Vladimir Soloviev con resultados deslumbrantes; y difícilmente puede negarse la densidad filosófica de Melancolía, film de Lars von Trier que ha generado interpretaciones teóricas tan sobresalientes como el texto del filósofo Steven Shaviro sobre el «sublime anti-romántico».

De lo que se trata es de evitar la maniobra mediante la cual se redime un film porque nos permite hablar largo y tendido de otra cosa, sin atender a su calidad formal ni discutir el modo en que su realizador ha organizado los recursos narrativos a su disposición. En modo alguno se trata de restar legitimidad a los estudios culturales, ni de negar su potencial interés; conviene no obstante distinguirlos del análisis fílmico de raigambre académica y de la crítica cinematográfica tal como la encontramos en las revistas especializadas o la prensa generalista. ¿Estamos hablando de cine o de otra cosa? Incluso: ¿hablamos del cine como arte o del cine como vehículo semiótico para la disquisición filosófica o la pesquisa sociológica? Digámoslo de otro modo: la densidad semiótica o riqueza sociológica de un film no van necesariamente de la mano de su calidad. ¡Y viceversa! Aunque no abundan, existen brillantes películas de tesis; incluso podríamos sostener que la obra del gran Eric Rohmer consiste en la creación de deslumbrantes universos fílmicos a partir de paradojas intelectuales y proverbios morales.

Claro que tampoco se trata de descuidar los significados que una película pueda contener, apostando por un enfoque puramente formalista donde solo cuenta el número de planos que contiene o su división en secuencias. No hay forma sin contenido; no podemos separar la forma del contenido. ¿O es que no hay en Rio Rojo un comentario sobre las relaciones paternofiliales, no es El buscavidas una reflexión sobre el carácter, no propone El padrino una tesis sobre el poder, no es Johnny Guitar una parábola sobre el macartismo? Además de eso, son películas que se sostienen por sí solas sin ayuda de teorizaciones suplementarias, aun cuando nuestra recepción de las mismas vaya incorporando matices adicionales con el paso del tiempo.

Una recepción emotivista para la que solo cuenta si uno se ha sentido afectivamente concernido por el film es, por lo demás, una mediocre alternativa; por más que se trate de una forma legítima de disfrutar el cine, no constituye una respuesta crítica o analítica al mismo. Tal emotivismo puede relacionarse con la mitomanía cinéfila; si las estrellas nos deslumbran, no hay más que hablar. Pero también el cine de identidad se basa en el establecimiento de esa conexión personal, ya se recurra a la ideología (Ken Loach), el género (la actual ola de cine feminista y LGTBI) o la edad (las comedias francesas con jubilado dentro). También aquí podemos encontrar excelentes películas; sirva como muestra la carrera de los hermanos Dardenne. Pero al espectador que se toma el cine en serio hay que pedirle que deje en suspenso esa identificación y se pregunte si, además de envolverlo afectivamente, la película atesora méritos artísticos suficientes.

En definitiva: no confundamos las buenas intenciones del realizador, la identificación emocional del espectador o la sofisticación intelectual del comentarista cultural con las virtudes de una película. Es posible que nada de eso sobre; de acuerdo. Pero que no falte lo más importante.

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