THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

'Plácido' y los límites de la recepción

«El film de Berlanga tiene alcance universal y fuertes acentos locales. Para el extranjero todo en ella es comprensible, pero mucho escapará a su sensibilidad»

Rancho Notorious
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‘Plácido’ y los límites de la recepción

'Plácido'. | Jet Films

Todos los años son el mismo año: también durante este mes de diciembre se ha podido ver a los aficionados al cine discutir acerca de las mejores películas navideñas. El rango es tan amplio que va de la fábula amarga (¡Qué bello es vivir!) al bodrio cursi (Love Actually), pasando por el cultismo irónico (Metropolitan) y la cinta de acción (La jungla de cristal). Quien se entretenga en las redes sociales podrá además encontrarse con una fotografía de Jean-Piere Lèaud disfrazado de Santa Claus y conocer las preferencias cinéfilas de los tuiteros australianos. Por supuesto, hay declinaciones nacionales: no todo es Hollywood y cada país tiene su clásico navideño o debería tenerlo. Las obras emblemáticas de las cinematografías nacionales rara vez trascienden la esfera cultural que les es propia, pareciéndose más a un álbum de familia que a un elemento del acervo universal. Este último suele nutrirse del mundo anglosajón, como ese Pato Donald que según contaba The Economist hace unos días es parte integral de las celebraciones navideñas de los suecos: su televisión pública emite cada 25 de diciembre un especial que ninguna familia deja pasar.

Cartel promocional de la película

En el caso español, hay poca discusión. Nuestra gran película navideña es también una de nuestras más grandes películas tout court y como tal debe ser celebrada: se trata de Plácido, producción del año 1961 que llegó a ser nominada al Óscar a la Mejor Película Extranjera —ganó Ingmar Bergman—y que forma parte del canon vernáculo desde entonces. Aunque Plácido goza de un cierto reconocimiento internacional, es El verdugo la película de Luis García Berlanga —uno de los dos genios indiscutibles de nuestro cine— que suele aparecer en los listados que elaboran los especialistas. Y, desde luego, Plácido tampoco está en la lista consuetudinaria de películas navideñas: así como cabe imaginar a una familia leonesa sentándose a verla en estos días señalados, no lo hará una familia de Minneapolis, pese a que tanto la familia de León como la familia de Minneapolis disfrutarán al alimón con Solo en casa. Pero hete aquí que el prestigioso The Criterion Channel, canal de streaming de la distribuidora norteamericana Criterion, tiene a Plácido en su catálogo. Y el texto que la presenta —ese teaser que ya constituye un género literario en sí mismo, dada la habilidad con la que los redactores de las plataformas exaltan cualquier película por mala que sea— dice así:

«Considerada como una de las más grandes obras del cine español, esta sátira de ritmo implacable relata el curso de una malhadada campaña caritativa en una pequeña ciudad industrial en el día de Nochebuena. Organizada por mujeres de sociedad deseosas de atención, la iniciativa anima a los potentados locales a compartir su pan con los menos afortunados —’aunque solo sea por una noche’—. A medida que la festividad se convierte en un frenesí, un hombre de familia contratado para ayudar en el proyecto intenta desesperadamente pagar la letra de su motocarro para evitar que se lo quiten. Marcando el inicio de su fructífera colaboración con el guionista Rafael Azcona, esta andanada contra la hipocresía de las clases altas es deliciosamente cacofónica y se desarrolla por medio de largas tomas, coreografiadas con mano experta, que señalan a su director como un maestro de la malevolencia cómica».

Ignoro a cuántos espectadores foráneos habrá seducido este atractivo resumen; lo que me interesa es lo que sucede con ellos después de que se hayan decidido a ver Plácido. Y lo que vale para Plácido vale para cualquier otra película firmemente anclada en su tiempo y lugar: ¿qué recepción hacen de ella un norteamericano, un japonés o un alemán? Naturalmente, no todos los norteamericanos, japoneses y alemanes son iguales: los espectadores están equipados de manera desigual para comprender e interpretar las películas que se sientan a ver. Supongamos aquí, no obstante, un nivel medio de competencia; supongamos que el alemán que pone Plácido sabe que en España hubo una dictadura hasta mitad de los años 70 y que su equivalente japonés está familiarizado con el papel de la caridad en el catolicismo oficial. Aunque quizá sea mucho suponer, rebajarnos a menos de eso nos coloca ante un tipo de espectador que se limitará a seguir la trama sin atender al marco en el que se desenvuelve. ¡Y no es poco! Pero quien así se conduzca tendrá una experiencia inevitablemente superficial.

«La ignorancia del contexto apenas estorba el disfrute de la narración ni impide su comprensión»

Salta a la vista que no todas las películas —esto vale también para las novelas— se ven igualmente menoscabadas por la distancia cultural o el desconocimiento histórico del espectador. Aunque todas ellas están ancladas en su tiempo y lugar, cobrando así sentido la idea según la cual no hay ficción cinematográfica que no sea además un documental, sus contenidos dramáticos y visuales pueden estar saturados de contexto o bien haberse emancipado del mismo; e incluso, como sucede con las grandes obras, pueden hacer simultáneamente las dos cosas, de tal modo que la ignorancia del contexto apenas estorba el disfrute de la narración ni impide su comprensión.

Por tomar como referencia al excelente realizador británico Carol Reed, a quien la revista Dirigido por ha dedicado un estupendo dossier en su número de diciembre: aunque El amor manda (1938) narra la peripecia de varios londinenses que escapan a la costa para disfrutar de un puente en pleno verano y exhibe el gusto del realizador por el tono documental, recurriendo a interesantísimos exteriores que muestran el ocio estival de preguerra en el que se solazaban las clases trabajadoras y medias del país, el tipo de dramas personales que en ella se desarrollan son inteligibles para cualquier espectador e incluyen el romance fustrado de dos jóvenes que en realidad no se aman, las tribulaciones de una familia numerosa y el drama de un padre que pierde a su esposa en el parto de su primer hijo.

Cartel de ‘El amor manda’

La película más célebre de Reed, El tercer hombre (1948), se entiende peor si se desconoce el sombrío panorama humano y urbano de la Europa de posguerra, incluidos los detalles de la ocupación aliada de Viena o el estereotipo del novelista norteamericano que escribe wésterns y se encuentra de golpe perdido en una cultura que le es ajena. Y lo que vale para Reed para el importante cine japonés, sea de época o no, ya que las singularidades de la sociedad nipona pueden escapársenos con mucha facilidad: de Mizoguchi a Kobayashi. No es que estemos incapacitados para seguir la narración o emocionarnos con ella; la transmisión de todos sus matices y significados, sin embargo, será imposible.

Pero volvamos a Plácido, que es a la vez una película de alcance universal y fuertes acentos locales. Para el espectador extranjero, todo en ella es comprensible —o casi— y no obstante hay mucho que escapará a su sensibilidad. Aunque es importante distinguir: si bien la barahúnda de personajes que entran y salen del plano o se agolpan en él —todos hablando a la vez sin escucharse entre sí, a menudo seguidos por la cámara por medio de un plano-secuencia que apenas se nota— puede generar desorientación en el espectador menos avezado, no extrañará a quienes estén familiarizados con el cine italiano de posguerra. Honra a Berlanga, en cualquier caso: su precedente es Jean Renoir y su heredero es Robert Altman; haya visto o no cada uno de ellos la obra de los demás. Pero el problema de recepción de nuestro hipotético espectador no viene aquí determinado por la naturaleza coral de la narración, sino por el contexto en el que se desenvuelven los personajes, los tipos que estos representan y el habla con el que se expresan. Vamos —brevemente— por partes.

De un lado, está la dictadura franquista y todo lo que eso supone. Es 1961 y ha empezado el desarrollismo, que como la propia película indica es compatible con un tímido aperturismo cultural más propio a estas alturas de un autoritarismo que de un totalitarismo. Que esta negra sátira de la caridad cristiana pudiera ser candidata por España al Óscar resulta desconcertante: la película se cierra con un villancico que dice que «en esta tierra ya no hay caridad, nunca la habido y nunca la habrá». ¡En plena dictadura nacional-católica! También El verdugo —más controvertida a esos efectos— provocaría perplejidad dos años después; en un régimen que ejecutaba la pena de muerte (vigente entonces asimismo en la República francesa) se denunciaba la pena de muerte… a través de la figura de un hombre que se hace verdugo para acceder a una vivienda. En Plácido, a letanía que va recitando el personaje interpretado por José Luis López Vázquez, subido al motocarro que conduce Cassen, es lo primero que oímos: «Cene con un pobre / Que por una noche… seamos todos hermanos / Que por una noche… cenen los pobres».

«Es el mundo de Berlanga: los pobres son tan poco de fiar como los ricos»

La campaña crea un marco ideológico al que los personajes hacen alusiones constantes: el director del banco dice que «aquí todos hemos pedido pobre; hay que confraternizar», mientras que la directora de la campaña se refiere de manera a «los ancianitos» que ha sacado del asilo para dar color a la velada, preguntando a unos burgueses si les ha tocado «ancianito del asilo o pobre de la calle». Es una estratificación aceptada con resignación por parte de los «desheredados de la fortuna» (como los llama el locutor radiofónico), que asumen su papel como «pobres» u «obreros» y se buscan la vida como pueden: cuando el personaje al que da vida Manuel Alexandre entrega parte de la cesta de Navidad que le ha tocado en suerte tras el rechazo de su destinatario —«¡uno que ha dicho que no le untaba nadie, un digno!»— a una anciana que ha perdido a su compañero, no duda en meterse un chorizo en el bolsillo cuando no lo están mirando sus acompañantes. Es el mundo de Berlanga: los pobres son tan poco de fiar como los ricos.

Por lo demás, tomar conciencia de que Berlanga está filmando en una dictadura que fijaba límites a lo que podía decirse en una película es indispensable para entender el grado de subversión que encierra Plácido. ¡Ya quisieran nuestros cineastas hacer gala hoy de un coraje moral parecido! El truco que ejecutan Berlanga y Azcona es echar mano de un significante —la campaña de caridad— que a ojos del régimen franquista había de resultar inobjetable. A su vez, el tratamiento cómico del material disimula el señalamiento de los vicios morales del régimen y de sus figuras más características. Que estos últimos sean a la vez entrañables y cuestionables, sin establecer excepciones por razón de clase, trasciende el marco histórico de la película y constituye un presupuesto antropológico del cine de su autor. Algo parecido sucede con la figura del locutor radiofónico que se dedica a embellecer retóricamente una realidad mediocre o desagradable, paseándose entre actrices de segunda fila y restos de comida: es metáfora del régimen franquista y denuncia de una tendencia inherente a gobiernos y medios de comunicación en cualquier marco político imaginable.

En cuanto a los tipos humanos que desfilan por la pantalla, forman una suerte de galería sociológica del franquismo que será inmediatamente reconocible para todos los españoles —calculo— mayores de 40 años; son aquellos que se han socializado en un marco cultural donde seguía viva la memoria de aquel país. Ahí tenemos al notario circunspecto, dominado por su esposa, así como a sus puntillosos oficiales; al banquero rechoncho que trata de manera paternalista a sus empleados; a los vecinos republicanos que son mirados con suspicacia por el resto de la burguesía local; a la querida del empresario que le ha puesto un piso pero no se casa con ella; al dueño de la empresa de ollas, que patrocina la campaña de caridad; al veterano artista que se dice condecorado y que ha hecho cinco viajes a América y considera un ultraje el maltrato que le dispensan los organizadores; al militar que acude a casar a los ancianos, por encontrarse uno de ellos en riesgo de muerte, y habla de Derecho con el joven estudiante de oposiciones; las señoras de la alta sociedad local, pendientes del qué dirán y obsesionadas con las apariencias; al actor de tercera que aprovecha el viaje para intentar seducir a una joven de la localidad, asegurándole que ha actuado en Italia; el padre que viene del campo a visitar a la familia por Navidad, polvorones en ristre; el dentista que vive con sus dos hermanas y un perro, forzado por las circunstancias a atender a un enfermo que padece angina de pecho; o, en fin, a las monjas que regentan el asilo y suministran ancianos a la campaña.

Luis García Berlanga junto a José Sacristán y Concha Velasco

Todos ellos son personajes inteligibles, pero la recepción que de ellos haga un español (o residente) que haya conocido —aunque sea de refilón— aquella España y sus decentaciones inmediatamente posteriores será por fuerza más intensa y vendrá acompañada de una particular emoción de reconocimiento.

«Berlanga y Azcona crean personajes a través de los cuales habla toda una época»

Sucede lo mismo con las expresiones que emplean los personajes, convenciones que manifiestan una mentalidad colectiva que se encarna en percepciones y valores compartidos; aunque naturalmente cada clase social tenga su propia forma de estar en el mundo. Cuando llegan las actrices con sus representantes, alguien pregunta si han llegado «las artistas de Madrid» y la directora del comité organizativo comenta que «serán unas pelanduscas», a lo que otra dama de sociedad replica que «como son del cine…». Hay que pensar también en el número flamenco que baila una de las artistas que participan en la rifa, que señala el lugar simbólico que ocupaba el folclor andaluz en el imaginario franquista y que un espectador noruego quizá no identifique con facilidad. En esa misma rifa, tenemos al empleado que puja para no quedar mal con el jefe y termina por verse obligado a desembolsar 4.000 pesetas mientras sufre las críticas de su esposa: «Me queda la extraordinaria», dice el azorado padre de familia, uno entre los muchos ejemplos de empleados obsequiosos que aparecen en el film.

En este mismo sentido, la película tiene un componente cuya transmisión resulta muy difícil: el empleo de las locuciones más corrientes del habla, que son capturadas de manera intachable por Berlanga y Azcona para crear personajes a través de los cuales habla toda una época. Son detalles en apariencia menores que, sin embargo, llaman la atención del espectador familiarizado con esos usos lingüísticos. Por poner algunos ejemplos: cuando el botones del banco advierte a Cassen de que la oficina está ya cerrada, un superior le grita: «¡Pregúntale si es para ingresar, imbécil!»; la agencia que lleva el aguinaldo de los jefes a esos mismos empleados se llama «El Rápido»; cuando a Cassen le llega la letra del motocarro y es superior a lo que esperaba, dice: «¡Claro, han metido el pico que quedaba!»; cuando preguntan a una actriz por su nombre, dice «en el cine soy Rita, pero mi nombre es Carmela»; y el memorable Manuel Alexandre, que arrastra su pata de palo por todo el pueblo, se queja cuando transportan el cadáver del pobre que ha muerto en el banquete: «¡Me ha tocao la parte que pesa!». También se habla del aguinaldo, costumbre declinante en la España de hoy; una actriz explica que hacía de «mártir cristiana» en su único papel en el cine; y López Vázquez se pasa la película diciendo que es «hijo de Quintanilla, el de la serrería».

A través de estos matices se transparenta aquel país que España fue y que en algunos aspectos —solo algunos— continúa siendo. Los que hemos nacido o vivido en él podemos disfrutar una película como Plácido de una manera más intensa que aquellos otros espectadores que carecen de vinculación emocional —histórica— con nuestra tradición. No se deduce de aquí que hayamos de abrazar una suerte de localismo interpretativo que nos encerraría a todos en compartimentos culturales estancos; en absoluto. De hecho, tomar conciencia de esta limitación puede servirnos para equiparnos mejor a la hora de enfrentarnos a películas procedentes de culturas que nos sean más lejanas. Lo que Plácido muestra es que hay un resto —visual, dramático, emocional— inasimilable para el espectador distante; por fortuna, eso no nos impide disfrutar de los contenidos universales del cine que viene de Irán o Hong-Kong. Pero ya que Plácido es española, aprovechemos la ventaja que eso nos proporciona y veámosla cada Navidad con el asombro y la carcajada de la primera vez.

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