THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

Tiempo de apocalipsis

«La ilusión progresista acabó justo cuando tiempo y espacio pasaron a ser medidas objetivas y homogéneas para toda la humanidad»

Opinión
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Tiempo de apocalipsis

Yves Alarie | Unsplash

Algunos de los nacidos a partir de la década de 1970 hemos desarrollado un indudable miedo al porvenir. Ese miedo, en mi caso, se construyó a partir de la distopía ecológica: más allá de la explosión de Chernóbil y su nube tóxica, la posibilidad de que España terminara siendo un desierto como consecuencia de la pertinaz sequía y los incendios que arrasaban nuestros bosques cada verano.

Los telediarios y los partes radiofónicos son hoy fragmentos del apocalipsis cercano. La inacabable pandemia, que anuncia nuevos desastres virológicos, las violencias estructurales que se diseminan sin freno y la demolición del sistema de pensiones, van intercalándose en los noticieros con imágenes catastróficas de los incendios en Turquía y Grecia, la sequía en California o las recientes inundaciones de Centroeuropa. Imposible no acongojarse.

La posibilidad de un futuro mirado con optimismo se apaga a la par que la democracia liberal. No es extraño: consumimos un tiempo del que ya no disponemos. No siempre fue así. La modernidad generó a partir del Renacimiento un concepto de tiempo basado en el progreso, que aminoró –a despecho de algunas ilusiones milenaristas- los efectos del tiempo antiguo asentado en la circularidad histórica y en el peso de los mitos religiosos. Recuerden que Hernán Cortés ganó la partida imponiendo la lógica del tiempo lineal y colonial al tiempo cíclico de un Moctezuma que vio en los españoles el retorno del Dios del Este.

La ilusión progresista acabó justo cuando tiempo y espacio pasaron a ser medidas objetivas y homogéneas para toda la humanidad. Bergson teorizó la duración como fenómeno mental, mientras que Heidegger o Bachelar apelaron al instante para intentar frenar la aceleración técnica mediante la decisión política. El parlamentarismo liberal y sus tiempos geológicos fueron sustituidos por un fascismo futurista y un nazismo que pretendió sacar a Alemania y Europa de la historia creando una era aria. Stalin trató de racionalizar el tiempo fundando un nuevo calendario en 1929, aunque volvió a la disciplina gregoriana en 1940.

El fin de la historia tras la caída del Muro de Berlín nos introduce en el presentismo. El presente revisa el pasado sustituyendo la historia por la memoria y tratando de negar el futuro: la desaparición de las ideologías no da paso a utopías, sino, como hemos dicho, a la distopía del antropoceno. La tarea de nuestro mundo es parar el tiempo y sus efectos. Mientras el marxismo anudaba pasado y futuro –de la familia neolítica al comunismo soviético– las nuevas religiones políticas tratan de perfilar sociedades menguantes mediante el crecimiento cero. Hay que parar la historia para seguir habitando el mundo.

El problema de este momento estático, cuya metáfora más acabada fue el confinamiento domiciliario durante la primera ola del COVID, no es solo que no podamos evitar las graves consecuencias del modelo consumista y capitalista, sino que como en el periodo de entreguerras, el rechazo al progreso ilustrado desemboque en nuevas supersticiones. Solo la democracia y su tiempo liberal, abierto y plural, permiten dibujar futuros posibles contrastando proyectos y dando paso a soluciones consensuadas. La vuelta de los sacerdotes de la moral revela la falta de soluciones a los problemas de la sociedad del riesgo y acelera el paso de la crisis institucional a la disrupción populista: el apocalipsis no acontecerá, pero el tiempo ha desaparecido como factor psicológico de cambio y mejora civilizatoria.

Pese a ello, amable y sufrido lector vacacional, quizá no esté todo perdido: la historia demuestra que puede existir un equilibrio entre realismo y esperanza, entre lo imposible y lo posible cuando se trata de dibujar futuros posibles. Quizá haya que comenzar con un cambio de mentalidad –en el sentido francés del término– que nos permita escapar del presente perpetuo que parecemos habitar.

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