THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

El chapuzón del instante eterno

«No hay que recordar la Historia para observarla, porque uno, al apartarse momentáneamente de ella, ha fundido el tiempo pasado, el presente y el futuro en uno solo, en este»

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El chapuzón del instante eterno

Mathyas Kurmann | Unsplash

Desde hace años tengo la costumbre de buscar y detenerme en situaciones en las que pueda estar seguro de que alguien de hace mil, dos mil o cuatro mil años hubiera vivido exactamente igual. Momentos de desintermediación histórica en los que se borran de un plumazo todos los artilugios y todos los progresos. En los que, de alguna forma, uno vive en su momento histórico y en todos los momentos históricos.

Si estoy en el monte y miro hacia una loma por la que no pasa ninguna carretera, en la que no hay ningún tendido eléctrico, ninguna casa, ningún almacén, es eso lo que viene a mi mente: esta mirada es la mía, pero es también la que pudo tener alguien hace diez o quince siglos. En principio, parece fácil encontrar este tipo de momentos y lugares, pero no es así: siempre hay algo –unas zapatillas demasiado modernas, una botella de plástico–, o alguien, que te recuerda que vives en este año, en este lugar, que has llegado hasta aquí por una autovía de asfalto en un coche nuevo con aire acondicionado, que has venido escuchando la radio o diversos discos a través de un móvil inteligente que almacena toda la música que en el mundo ha habido, y que volverás a un edificio nuevo a cuyo ático te subirá un ascensor programado para hacerlo con una tecnología refinada. Pero es útil conseguir quitarse toda la cáscara y quedarse con la esencia, con el hueso que compartimos con quienes nos precedieron. Un instante puro que te acerca a una Historia de la que nos suele separar un espeso filtro sepia, y se produce así una paradoja aparente: para observar bien la Historia, es necesario buscar una forma de salirse momentáneamente de ella.

Para conseguirlo, he aprendido a utilizar el mar. Cuando llego al sur, el baño inaugural de la temporada veraniega suele ser a última hora de la tarde y lo dedico a realizar esa primera parada. Nado unas decenas de metros y me quedo mirando hacia el horizonte, sin claraboyas ni barcos a la vista, con las orejas sumergidas para amortiguar el ruido de la autovía o la ciudad a mis espaldas. Extiendo los brazos y me quedo en posición de muerto, mirando a un sol declinante o un cielo naranja metálico con escasas nubes. No hace falta imponerse el ejercicio de pensar en todas y cada una de las personas que, a lo largo de siglos y siglos, han compartido contigo un momento así: es algo más intuitivo, físico, y más placentero. No hay que recordar la Historia para observarla, porque uno, al apartarse momentáneamente de ella, ha fundido el tiempo pasado, el presente y el futuro en uno solo, en este.

Ahora que dejo atrás el sur, recuerdo ese instante que también busqué y encontré en el mar este verano, queda la memoria y el agradecimiento, y un proustiano aroma a sal marina tras el que me hago fuerte hasta el chapuzón eterno del próximo estío.

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