Tres jueces
Una de las preguntas que más me ha rondado la cabeza en la última semana, desde que se conoció la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra en el caso de La Manada, es esta: ¿qué interés –qué incentivos, como se dice ahora– tenían estos tres magistrados en dictar una sentencia que –no podían ignorarlo– iba a redropelo de lo que la opinión pública anhelaba y pedía? Esto es: condenar por un delito más grave en el caso del fallo mayoritario; condenar al menos, en el caso del voto particular.
Una de las preguntas que más me ha rondado la cabeza en la última semana, desde que se conoció la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra en el caso de La Manada, es esta: ¿qué interés –qué incentivos, como se dice ahora– tenían estos tres magistrados en dictar una sentencia que –no podían ignorarlo– iba a redropelo de lo que la opinión pública anhelaba y pedía? Esto es: condenar por un delito más grave en el caso del fallo mayoritario; condenar al menos, en el caso del voto particular. Los jueces sabían o podían intuir que todo lo que no fuera sentenciar por agresión les pondría en la picota del sentimiento popular, como así ha sido. Y sin embargo, fallaron como fallaron. ¿Por qué?
Una explicación es atribuir a los jueces de Navarra, más allá de sus intereses personales, un «insoportable sesgo patriarcal machista», tal y como sostienen 1.800 psiquiatras y psicólogos que han firmado un manifiesto contra la sentencia. Es una opinión extendida. Otra explicación es pensar que, equivocados o no, los magistrados (entre ellos, una mujer) decidieron en la soledad de su conciencia un caso difícil y problemático, que les suscitó suficientes dudas como para no condenar por el delito más grave. En aplicación de ese viejo precepto que dice que la explicación más sencilla suele ser la correcta, esta es la explicación que yo, personalmente, prefiero.
Porque conviene reparar en la situación en la que se encontraban los jueces del caso de La Manada, radicalmente distinta a aquella en que están el resto de españoles que –de manera comprensible y legítima– han arriesgado una opinión sobre el caso, incluido el que suscribe. No sólo porque los jueces sí –y nosotros no– tuvieron acceso al material probatorio del caso. También porque los jueces no se podían dar el gusto de vengar con su sentencia violencias pasadas e impunes contra la mujer, ni apoyarse tampoco en lo que dicta la teoría que «suele» ser el caso: los jueces tenían que enfrentarse a unos hechos y no a otros, a unos testimonios y no a otros, a unas pruebas y no a otras. Contrariamente a lo que han hecho muchos columnistas, para salir al paso no podían hacer abstracciones ni generalizaciones. Fallaron como fallaron: si erraron ya se verá en la doble instancia, pero estoy bastante seguro de que actuaron en conciencia y aplicando con el máximo rigor que pudieron la lex artis de su oficio.
Estudiante de primer curso de la carrera de derecho, una de las primeras veces que levanté la mano en clase fue para preguntar, capciosamente, si era más importante, en un proceso, llegar a la verdad del asunto o poner a cubierto las garantías procesales. La respuesta de mi profesora cayó como el rayo de Júpiter: siempre, primero, las garantías, entre las cuales se cuenta la vieja máxima prudencial que prefiere absolver a un culpable a condenar a un inocente: In dubio pro reo. Estos días pasados hemos comprobado que hay mucha gente que no duda. También ese es su derecho, pero no cuando llevan toga.