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Josu de Miguel

Un rey en el exilio

«Don Juan Carlos ha sido víctima de su codicia personal, pero la clase política española consintió comportamientos no ejemplares en un contexto de corrupción generalizada»

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Un rey en el exilio

FRANCOIS LENOIR | Reuters

La Casa Real ha anunciado la marcha del país del rey emérito, Juan Carlos I. Es un exilio forzado por la polémica que le ha perseguido durante los últimos meses. Como se sabe, las noticias sobre una fundación panameña y una cuenta no declarada en Suiza, han hecho que las fiscalías suiza y española comenzaran a investigar posibles delitos del antiguo jefe del Estado. En puridad, parece que solo el fraude fiscal podría tener al día de hoy encaje penal, dado que hasta el año 2014 el monarca era inviolable: la evitación de este ilícito, en cualquier caso, quedaría en manos de una regularización voluntaria de los tributos no declarados (art. 305 CP). Así las cosas, no parece que la marcha a un tercer país esté relacionada con la búsqueda de un paraíso legal para eludir una hipotética extradición. En todo caso, no sería de recibo que don Juan Carlos pudiera declinar la responsabilidad de tener que acudir a la justicia allá donde se le llame.

El comunicado de la Casa Real incluye la carta que el rey emérito ha enviado a Felipe VI. En dicha misiva explica que con su marcha trata de preservar la dignidad y el legado de su reinado. Hoy resulta difícil que la opinión pública considere ese legado como positivo, dado que en España hace ya una década que lo que se ha abierto no es el debate sobre la monarquía o la república, sino la persistencia de lo que se conoce como el “régimen del 78”. Desde este punto de vista, cuesta creer que la lamentable práctica de las comisiones por las mediaciones realizadas a favor de empresas españolas en el extranjero fuera desconocida por quién tiene la obligación de realizar el refrendo tácito de los “actos públicos no específicos” del rey: el Gobierno de la Nación. Don Juan Carlos ha sido víctima de su codicia personal, pero la clase política española consintió comportamientos no ejemplares en un contexto de corrupción generalizada. Recogemos lo que sembramos.

Escribía recientemente Antonio Torres del Moral que la vida de don Juan Carlos navegó entre la falta de comprensión de su padre, la soledad personal de quien debía tomar importantes decisiones y las presiones que ejercieron tanto el franquismo como una oposición que lo consideraba como una imposición del dictador fallecido. Ciertamente, la Transición, que es nuestro único mito democrático, fue en gran medida obra de distintos actores entre los que destacó un joven jefe del Estado que, ayudado por un intrépido Suárez, intentó consolidar una Corona accidental y una democracia que estaba a la espera de desarrollar una cultura política específica para no fracasar. A punto estuvo de hacerlo el 23 de febrero de 1981, fecha en la que el rey Juan Carlos, como acaba de recordar Juan Francisco Fuentes en su reciente libro, se echó el país a la espalda y logró conjurar un momento existencial para la comunidad política española.

Pero no hay nada más presentista que una monarquía parlamentaria: su legitimidad no deriva de sus principios, pues la Corona es un órgano que se hereda. Por el contrario, son los actos del rey y su acción permanente a la hora de honrar y hacer honrar la democracia, los que determinan la viabilidad de una jefatura del Estado no republicana. La falta de ejemplaridad, tanto en el ámbito público como privado, impide que el monarca pueda llevar a cabo su trascendental tarea a través de la auctoritas. Así las cosas, está por ver si con la marcha de don Juan Carlos, desaparece la crisis de legitimidad de la Corona (y del sistema político) y si su hijo, que al fin y al cabo accedió al trono tras la abdicación de su padre, será capaz de cortar el cordón umbilical que inevitablemente le une con el anterior reinado. La renuncia de la herencia patrimonial, que pareció relativamente sencilla, no debiera conducir a la renuncia de una herencia política que incluye una gran contribución a la estabilidad constitucional de nuestro país durante cuatro décadas.

Lo dicho no garantiza el éxito de la empresa democrática. Como he señalado con anterioridad y he explicado en otras ocasiones, España es una nación muy inclinada a los vacíos de poder y desde hace años diversas fuerzas políticas llaman a hacer un reset constituyente. La marcha de Isabel II estuvo precedida de una Revolución Gloriosa y el exilio de Alfonso XIII fue consecuencia de la proclamación de la II República. Veremos si el paso dado por don Juan Carlos frena la deslegitimación de la Corona y la Constitución o, por el contrario, reactiva el republicanismo y nuevas aventuras políticas en tiempos de dramas víricos. Felipe VI ha entendido que solo un rey neutral y próximo podrá contener la degradación institucional que vive España desde hace tiempo: sin embargo, su permanencia y la de la dinastía en la jefatura del Estado, dependerá en el fondo de que el PSOE no recupere el voto particular republicano al artículo 1.3 CE, aquél que dice que “La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”.

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