THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Qué nos enseñó Wittgenstein sobre ética, cien años después

«Sí, sí cambia algo de tu vida si eres honrado. Ahora bien, es verdad que no cambia nada concreto de lo que sucede en tu vida, porque lo que cambia es tu vida como totalidad»

Opinión
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Qué nos enseñó Wittgenstein sobre ética, cien años después

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Si usted, estimado lector, hace tiempo que siente interés por el filósofo Ludwig Wittgenstein, este 2021 está de enhorabuena. Dos efemérides conmemoramos en su honor. La primera, los 70 años de su fallecimiento (en el mismo Cambridge cuya universidad le lanzó a la fama mundial). Y, la segunda, más redonda, los 100 años de la edición del único libro filosófico que publicaría en vida: el Tractatus Logico-Philosophicus.

Tal vez ya solo el título de esta obra se nos presente tan enigmático como atrayente; al modo en que le ocurre al propio nombre de Wittgenstein cuando los hispanoparlantes lo queremos pronunciar. A diferencia de otros misterios, sin embargo, el del Tractatus sacia con creces sus expectativas. No solo su autor, que tenía 32 años al publicarlo, consideró que con ello había resuelto ya «todos los problemas de la filosofía» (y por tanto empezó a dedicarse a otras cosas, como la arquitectura o educar a niños de primaria); sino que también en Viena (los miembros del Círculo de ídem) como en Cambridge (desde su maestro Bertrand Russell a G. E. Moore o Frank Ramsey) se sintieron enseguida cautivados por un texto tan sugerente como conciso (su extensión equivale a unos 15 artículos con la longitud de este que usted ahora, amable, lee).

Pero ¿sobre qué versaba el Tractatus? El libro nos explicaba, en primer lugar, cómo es posible que el lenguaje nos hable del mundo. Y por tanto se ocupaba de lógica, pero también del mundo como tal. Hoy que estamos rodeados por todas partes de políticos, redes sociales o cantamañanas (tres grupos no excluyentes entre sí), que parlotean de continuo sin preocuparse lo más mínimo de si lo que dicen es verdad, quizá nos parezca exótico que Wittgenstein anduviera tan preocupado por ajustar nuestro lenguaje a lo real.

No era, sin embargo, una manía exclusiva suya. En aquella Viena, repleta de genios, del quicio entre los siglos XIX y XX, el satírico Karl Kraus se mofaba, ácido, de lo mucho que degradaban ya entonces la palabra sus colegas periodistas. Y otro escritor, Hugo von Hofmannsthal, se desesperaba al verse incapaz de expresar lo que más le importaba: todas las palabras abstractas, que tantos otros utilizaban alegremente, «se me deshacían en la boca como setas podridas», confesó atenazado en su Carta a Lord Chandos.

¿No nos ocurre ya un poco eso a todos hoy? ¿Quién es capaz de hablar de «verdad», «Dios», «felicidad», «espíritu», «patria», «bien» sin sentir cierto pudor? Wittgenstein trató de explicar por qué nos sucedía esto. Y, de paso, nos explicó otras muchas cosas.

Queda lejos del propósito de este articulito recogerlas todas. Una obra reciente, por lo demás, del español que probablemente más sabe sobre Wittgenstein, el catedrático Vicente Sanfélix, sirve de excelente introducción para quien desee captar cómo se enredó nuestro filósofo en los debates de su momento. Que en realidad sigue siendo nuestro momento: el del apogeo de la ciencia y la tecnología, pero también el de nuestra mayor desconfianza ante ellas; el de la vuelta de las ideologías, pero también el de nuestro cansancio hacia sus soluciones rápidas; el del retorno de las religiones, pero también el de sentir que no las entendemos del todo. El título del libro de Sanfélix es ya revelador: Wittgenstein: una filosofía del espíritu.

A lo que sí dedicaremos el resto de este artículo es a un problema que aparece en el Tractatus y nos habremos planteado todos seguramente (no digamos ya si hemos tenido contacto con novelas de Dostoievski, aforismos de Nietzsche o películas de Woody Allen). Se trata de un dilema al que, además, sabemos que Wittgenstein se enfrentó a la ternísima edad de 8 años.

Al parecer cierto día, mientras correteaba por la mansión familiar, el pequeño Ludwig se detuvo sobre el umbral de una puerta para hacerse una pregunta: «¿Por qué habría uno de decir la verdad si, en ciertos casos, le sería más provechoso mentir?».

Aquel niño no lo sabía, pero estaba enfrentando al mismo asunto que ya había ocupado a Sócrates y Trasímaco en La República de Platón; y antes de ellos a Pródico de Queos, Protágoras de Abdera o Gorgias de Leontinos (todos ellos, antecesores nuestros en veintitrés o veinticuatro siglos). Era un asunto, además, que ha pespunteado luego la historia entera de nuestra civilización. Podríamos reformularlo, de modo más general, así: ¿resulta razonable hacer algo que perjudica nuestros intereses (como decir la verdad en ciertas ocasiones), sólo porque es moralmente bueno? O, dicho más sencillamente: ¿por qué narices habría uno de portarse correctamente, si eso a menudo le acarrea más perjuicios que beneficios?

Cuando Wittgenstein redacta el Tractatus recoge aquella misma interrogante de su infancia, si bien ahora lo hace tras haber pasado ya por la Universidad de Cambridge. Y estando, además, mientras escribe tal libro, batallando como soldado raso en la I Guerra Mundial (o sufriendo, como prisionero de guerra, el confinamiento al que fue sometido tras tal conflicto). La pregunta, pues, se presenta ahora de modo más preciso, pero no menos acuciante, en el parágrafo 6.422 de su obra: “El primer pensamiento que nos viene cuando establecemos una ley ética de la forma «Tú debes…» es: «¿Y qué, si no lo hago?».

¿Y qué? Wittgenstein podría haber respondido a esto igual que a menudo se ha contestado durante la historia de nuestra cultura (o de nuestra religión). Podría haber argüido que, si uno no es buenecito, entonces, aunque es cierto que podría irle mejor en esta vida, sin embargo le aguardarán tormentos temibles en el Otro Mundo, tras fallecer. De modo que, a la postre, no, no te irá mejor si osas comportarte mal.

Mas ya sabemos que Wittgenstein y Hofmannsthal y tantos otros sentían reparos a la hora de abusar de ese lenguaje sobre un trasmundo o sobre un alma que viajará al Más Allá. Así que tal salida le quedaba, a nuestro filósofo, vedada. Tampoco, por cierto, era tan ingenuo como para pensar que, a la postre, si te portas de modo moralmente correcto las cosas de la vida, los sucesos que esta te depare, serán, como nos promete Paulo Coelho o las tacitas de Mr. Wonderful, mejores. No, el mundo no conspira para hacerte feliz. Ni siquiera conspira. El «mundo» es otra de esas palabras que más nos valdría tener mucho cuidado de utilizar.

Si no hay recompensa alguna en este mundo ni en el que viene para los que actúan de manera íntegra, entonces ¿qué sentido tiene arrostrar los enormes apuros que esto a menudo conlleva? Ha habido filósofos, como Kant, que consideran que esta pregunta misma está mal planteada: uno tiene que portarse bien porque sí, sin motivo ni esperanza de recompensa alguna: justo de eso va la ética, de cumplir con tu deber y ya está.

A Wittgenstein esta respuesta le atraía: no en vano uno de sus autores favoritos era el kantiano Schopenhauer. Pero, al mismo tiempo, nuestro autor sentía que le faltaba algo a ese planteamiento: sí, de acuerdo, el portarte correctamente no garantiza que luego las vicisitudes de este mundo vayan a resultarte más propicias. Pero, aunque no mejoren las cosas concretas, ¿de veras no cambia nada de tu vida al cumplir con tu deber?

Es ahí donde nuestro soldado se separa de las meras exigencias kantianas y se da cuenta de algo: sí, sí cambia algo de tu vida si eres honrado. Ahora bien, es verdad que no cambia nada concreto de lo que sucede en tu vida, porque lo que cambia es tu vida como totalidad. ¿Qué significa esto?

Resulta arduo explicarlo, porque estamos habituados a hablar de las cosas puntuales que nos pasan en la vida, pero no de esta como un todo (als Ganzes, en alemán). En el fondo, lo que Wittgenstein señala es que el mundo en que habita un malvado es muy diferente al mundo que vive alguien decente. No porque en el mundo primero las cosas que sucedan sean peores (de hecho, quizá sean mejores: más dinero, más éxito, más afecto). Pero, si nos fijamos más allá de esos sucesos, la «vida malvada» y la «vida honrada» son muy distintas. No es igual la mala vida que una vida buena. Una y otra se abordan de forma bien diversa como totalidad. Piensas en «tu vida» y es muy diferente lo que afrontas si eres mezquino o si eres virtuoso.

No contento con estas reflexiones (que Wittgenstein reconocerá más adelante, en el propio Tractatus, que fuerzan sobremanera el tipo de cosas de las que sí cabe hablar con sensatez), nuestro filósofo se atreverá a avanzar otra tesis: ese modo de ver el mundo como totalidad si actúas correctamente puedes llamarlo «feliz»; el otro, el modo en que te enfrentas al mundo cuando actúas como un truhan, puedes considerarlo «infeliz». Recordemos de nuevo que aquí Wittgenstein no habla de una felicidad o una infelicidad que tenga que ver con las cositas que te pasan en la vida. Se trata más bien de una felicidad con que contemplas tu vida más allá de lo que en ella pase o deje de pasar. Miras tu vida y, aunque en ella pululen no sé cuántas cosas buenas e incluso muchas más malas, te dices, si eres bueno: «Soy feliz».

Es probable que el lector se esté preguntando si podemos proporcionarle algún ejemplo de estas cosas; y lo cierto es que tal ejemplo existe. Se trata del caso de una persona que en su vida vio como fallecían aún jóvenes dos de las cuatro parejas a las que amó; una persona que vivió constantes angustias espirituales, y que meditó en serio sobre llegarse a suicidar. (No era, por lo demás, algo insólito en su familia: tres de sus cuatro hermanos varones se habían suicidado a edades relativamente mozas). Estamos hablando de un profesor universitario que acabó odiando el ser profesor universitario; de un tipo que se fue ilusionado como maestro a los Alpes, pero volvió desencantado porque lo rural distaba de cuanto imaginó. Sí, estamos hablando del propio Wittgenstein: cuyos acontecimientos a lo largo de sus 62 años de vida distaron mucho de poder etiquetarse como «pasarlo bien».

Y, con todo y con eso, cuando tal vida terminaba, hace ahora 70 años, es famosa la frase que esa alma atribulada transmitió a su cuidadora, la señora Bevan, al informarle esta de que sus amigos venían hacia Cambridge para despedirse. «Dígales que he tenido una vida maravillosa» le musitó Wittgenstein, poco antes de desvanecerse para no despertar ya.

¿Una vida maravillosa, tras tantas desazones? Sí, una vida que, cuando Wittgenstein la contemplaba en su conjunto, más allá de estas, le pareció feliz. El filósofo no se había dado, ciertamente, a la buena vida. Pero sí a la vida buena. Y sobre esto la ética tiene mucho que decir.

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