Los eternos mocosos
Es complicado hablar de inmadurez en una sociedad como ésta, tan infantilizada, y en la que resultan cada vez más habituales las conductas que se pretenden espontáneas e irreflexivas, fruto inmediato del capricho, esas reacciones propias de niño malcriado que se rebela contra el mundo entero, se pone de morros, da unas cuantas pataletas y responde airado con una pedorreta. Cualquier reivindicación de la inmadurez, ay, resulta improcedente en ese contexto. ¿Cómo? ¿Estar enamorado de la inmadurez? ¿Celebrar a esa muchachada desvergonzada y banal, a esos que no se liberan del móvil, que se expresan con monosílabos, que parece que van dando tumbos por la vida, pisando fuerte con sus zapatillas de marca y entre risotadas provocadoras?
Es complicado hablar de inmadurez en una sociedad como ésta, tan infantilizada, y en la que resultan cada vez más habituales las conductas que se pretenden espontáneas e irreflexivas, fruto inmediato del capricho, esas reacciones propias de niño malcriado que se rebela contra el mundo entero, se pone de morros, da unas cuantas pataletas y responde airado con una pedorreta. Cualquier reivindicación de la inmadurez, ay, resulta improcedente en ese contexto. ¿Cómo? ¿Estar enamorado de la inmadurez? ¿Celebrar a esa muchachada desvergonzada y banal, a esos que no se liberan del móvil, que se expresan con monosílabos, que parece que van dando tumbos por la vida, pisando fuerte con sus zapatillas de marca y entre risotadas provocadoras?
Corría el año 1957 cuando un escritor polaco que vivía en Argentina, Witold Gombrowicz, decidió proclamar en sus diarios con un punto de solemnidad, siempre tocado con su fina ironía, lo que llamó su “concepción del hombre”. El punto cuatro, de los ocho incluidos en su proclama, decía: “Un hombre enamorado de la inmadurez”. ¿A qué se refería exactamente? La primera característica que incluyó en su relación hablaba de “un hombre que está siendo creado por la forma, en la acepción más profunda y más general de este término”. Si el hombre de Gombrowicz estaba enamorado de la inmadurez, lo que deseaba era por tanto salir, escapar, romper, liquidar, dinamitar, superar las formas que lo definían, que lo armaban y acotaban y petrificaban, que le cerraban cualquier horizonte.
¿Es ésa la inmadurez a la que se refiere Gombrowicz, a esa inmadurez ‘tan madura’ de los chiquillos que forman hoy parte de las numerosas tribus que pululan por la ciudad?
¿Tiene que ver esa inmadurez a la que se refiere el polaco con la inmadurez de esos adolescentes que hoy corren a refugiarse en una tribu y que, más bien, parecen estar persiguiendo unas formas que los definan? Yo soy así, manifiestan dentro su grupúsculo, así me visto, camino de esta manera medio derrumbada, llevo los pantalones cayéndose, me he puesto unos tatuajes, tengo mi propia jerga, escucho a estos músicos y abomino de aquellos, mira cómo tengo cortado el pelo. Temerosos de perderse, lo que están haciendo esos adolescentes es blindarse en una identidad. Como los hombres condenados a la forma. Como esos caballeros y esas damas que exhiben el catálogo de sus particularidades, sus conquistas de madurez. Este soy yo, estas mis creencias, esta mi posición, estas mi ideas, y punto. ¿Es ésa la inmadurez a la que se refiere Gombrowicz, a esa inmadurez ‘tan madura’ de los chiquillos que forman hoy parte de las numerosas tribus que pululan por la ciudad? ¿Era una colección de definiciones lo que debía perseguir su hombre enamorado de la inmadurez?
“Ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre significa imitar al hombre, ser hombre es ‘comportarse’ como hombre sin serlo en lo profundo de uno mismo, ser hombre es recitar lo humano”, escribió Gombrowicz en otra de las anotaciones de su diario. Y explicaba después: “No se trata, pues, de que el hombre haya de desprenderse de su máscara –pues detrás de ella no tiene ninguna cara–; lo único que se le puede exigir es que tome conciencia de su artificiosidad y que la confiese. Si estoy condenado a la falsedad, la única sinceridad posible para mí consiste en confesar que la sinceridad está fuera de mi alcance”. No parece muy complicado. Somos puro artificio, sólo habitamos una máscara detrás de la cual no hay nada, así que de lo único de lo que deberíamos ser conscientes es de que no somos más que “un hombre hecho ‘para’ el hombre y que desconoce cualquier instancia superior”. No vayan a creerse que no queda otra que permanecer atrapados por la forma. Por las formas, por esa identidad fija e indiscutible. Por las identidades de las tribus, por la identidades de los nacionalismos, de las ideologías que reclaman pureza, de las religiones.
Lo verdaderamente importante de la democracia española, y de la formalización de sus reglas de juego en la Constitución, es que se quiere plural. Y al garantizar la pluralidad lo que favorece es la posibilidad de la inmadurez.
Por eso el hombre que reclama Gombrowicz se enamora de la inmadurez. “Si el hombre no puede expresarse no es sólo porque los demás lo deforman, no puede expresarse, sobre todo, porque sólo es expresable lo que ya está en nosotros ordenado y maduro, mientras todo lo demás, es decir, precisamente nuestra inmadurez, es silencio”. Por ahí van, pues, las cosas. En esa batalla que se libra cada rato dentro del hombre entre lo que está ya formado y establecido y fijo y lo que está por hacer y permanece mudo, la invitación de Gombrowicz se dirige precisamente a que velemos por esas zonas oscuras. Ante lo ordenado y maduro, antes el silencio. Y frente a quien exhibe las conquistas de lo que ha llegado a ser, ese muchacho imprevisible y callado, vuelto sobre sí mismo, distraído, embarcado en un proceso que no tiene dirección única. No tanto la línea recta, la dispersión. No el afán de establecer jerarquías en función de unos títulos, sino el desprevenido dejarse llevar del que va patinando sin otro afán que dejarse empujar por la brisa. Antes que la competencia, que va poniendo a cada cual en su sitio, el juego.
En 1953 Gombrowicz hizo una anotación en su diario a propósito de una carta que había recibido de una compatriota suya. Entre otras cosas, ésta le decía: “¡Hay que tener fe en la fe! Hay que amar la fe dentro de uno mismo. Una fe sin fe en la fe no es fuerte ni puede satisfacer a nadie”. Aquella mujer polaca le reclamaba verbalizar, dar forma, a sus posiciones, y construirlas de forma contundente aunque no terminaran en ese momento de concretarse: de ahí lo de tener fe en la fe. En Polonia el comunismo había ido ya tomando posiciones y los católicos se sentían desprotegidos. Así que una espontánea le había escrito al escritor polaco para que se posicionara. Estaban las formas, el puñado de consignas y el aparato teórico, de los comunistas, y al otro lado, los dogmas de la fe y las enseñanzas de la Iglesia. Gombrowicz apuntaba que en Polonia entonces sólo era posible “pensar el catolicismo como en una fuerza capaz de resistir, mientras que Dios se ha convertido en una pistola con la que quisiéramos matar a Marx”.
También en España, tras los afanes de una parte de los catalanes por independizarse dinamitando la Constitución y el Estatut, hay voces que reclaman envolverse en una bandera para combatir y derrotar a la otra bandera. Las formas de unos contra las formas de los otros. Pero lo verdaderamente importante de la democracia española, y de la formalización de sus reglas de juego en la Constitución, es que se quiere plural. Y al garantizar la pluralidad lo que favorece es la posibilidad de la inmadurez. No tengo por qué decantarme entre las esencias de unos y las esencias de los otros: por sus formas, sus señas de identidad, sus causas implacables. “¿Acaso tenemos un lenguaje común yo, que provengo de Montaigne y Rabelais, y la fervorosamente creyente de la carta?”, se preguntaba Gombrowicz. “Cualquier cosa que yo diga, ella lo medirá con su doctrina. Para ella todo está resuelto, puesto que ella conoce la verdad suprema acerca del universo, lo cual hace que su humanidad tenga un carácter totalmente diferente y, desde mi punto de vista, tremendamente estrafalario. Para ponerse de acuerdo con ella, tendría que derrumbar sus verdades absolutas, pero cuanto más convincente le resulte, tanto más diabólico le pareceré y con tanta más fuerza cerrará sus oídos”.
Si estoy condenado a la falsedad, la única sinceridad posible para mí consiste en confesar que la sinceridad está fuera de mi alcance.
Así están las cosas. Hace ya mucho que los independentistas catalanes más severos cerraron sus oídos, poseídos por su fe y sus creencias. Resultaría inquietante que ahora fueran otros los que levantaran otras creencias igual de ‘estrafalarias’ al otro lado. Por eso es imprescindible reclamar esa inmadurez a la manera de Gombrowicz. No queremos esa madurez amarrada a unas drásticas señas de identidad. Al fin y al cabo, somos sobre todo unos “eternos mocosos”.