Canto de Navidad (y cara y cruz)
A muchas personas la Navidad les pone un poco tristes, y eso también hay que celebrarlo. Me refiero a una tenue tristeza del alma, a una leve melancolía del corazón, no a los que se quejan del consumismo de estas fechas, que a ésos les bastaría con no ir de compras y así ahorran y nos ahorran la lata. Ni a quien se queja de lo mucho que se come, que podría ponerse a régimen (al menos, de lamentos). La discreta, casi silenciosa, misteriosa tristeza auténtica es la que hemos venido a ponderar.
A muchas personas la Navidad les pone un poco tristes, y eso también hay que celebrarlo. Me refiero a una tenue tristeza del alma, a una leve melancolía del corazón, no a los que se quejan del consumismo de estas fechas, que a ésos les bastaría con no ir de compras y así ahorran y nos ahorran la lata. Ni a quien se queja de lo mucho que se come, que podría ponerse a régimen (al menos, de lamentos). La discreta, casi silenciosa, misteriosa tristeza auténtica es la que hemos venido a ponderar.
Para explicarla bien me remitiré a algo que nació en estas fechas. Una noche de fin de año decidí hacerme el griego. Pensé que, como los clásicos, echaría cada noche a una bolsa una piedrecita blanca si el día había sido bueno, o una piedrecita negra si el día había sido negro. En la siguiente Nochevieja sumaría mis cálculos y sabría mis días exactos de felicidad en cómputo anual. La idea tenía empaque grecolatino; pero, durante la primera semana, me di cuenta de que me resultaba imposible. No había ningún día blanco inmaculado, jamás, porque, en el mejor de los casos, siempre pude haber sido mejor; y no había ningún día negro como el tizón, porque, como mínimo, mi arrepentimiento, tras juzgarme, lo redimía. Siendo católico, el efecto aumentaba: ¿cómo iba a ser negro un día en el que había comulgado?, ¿cómo sería blanco un día en el que podría haber sido más piadoso? Entre tantas acciones de gracias y tantos propósitos de enmienda, mis piedrecitas acababan siendo grises todos los días.
Siendo una fiesta nativamente cristiana, un trasfondo de cierta pena se le ha quedado por debajo del jolgorio
Así aprendí que todo lo cristiano está entreverado o, si me permiten la sutil referencia, cruzado, el trigo y la cizaña. La Navidad no podía ser menos y ya la celebre usted con más o menos fe o con ninguna, no le vendrá mal estar advertido de que, siendo una fiesta nativamente cristiana, un trasfondo de cierta pena se le ha quedado por debajo del jolgorio y es lo (sobre)natural. En cambio, esta idea en boga de unas navidades radiantes 100% es propia de la publicidad y resulta, encima, contraproducente, porque nada entristece más que tener que estar efervescentes a la fuerza.
Incluso los villancicos de antaño traían un regusto amargo que ahora puede escandalizarnos, pero que rima con la melancolía en arte menor que nos auscultamos en el pecho. Oigamos a Lope de Vega:
Las pajas del pesebre,
niño de Belén,
hoy son flores y rosas,
mañana serán hiel.
[…]
Las que para abrigaros
tan blandas hoy se ven
serán mañana espinas
en corona cruel.
[…]
Que aunque pajas no sean
corona para Rey,
hoy son flores y rosas,
mañana serán hiel.
Y en «Campana sobre campana», ¿no nos sorprende esta estrofa de golpe: «Campana sobre campana,/ y sobre campana tres,/ en una Cruz a esta hora,/ el Niño va a padecer». ¿No insiste el clásico villancico «Madre, en la puerta hay un Niño» en su estremecido estribillo: «Yo bajé a la tierra para padecer»? Teológicamente las cuentas están claras y no en vano la Semana Santa queda a la vuelta de la esquina (litúrgica). Lo avisan esas figuras en las que el Niño sostiene la cruz y la corona de espinas en las manos, como en la célebre del árbol de Christkindl.
Aunque no nos entristezcamos de más. La Semana Santa vendrá igualmente entreverada, como advirtió en su copla don Pedro Muñoz Seca: «Virgen de la Macarena,/¡ponte la cara bonita,/ que ya sabemos to er mundo/ que el Domingo resucita!» Por lo tanto, tampoco habrá que angustiarse cuando, contra los cánones, uno sienta que se alegra en Viernes Santo, entre el calorcillo de la noche de primavera y los perfumes del azahar. Es que viene la segunda Navidad, un nueva Pascua, esta vez, florida. El cristianismo cruza de ida y vuelta.
La Navidad es una bendición, pero paradójica: benditos los que lloran, porque pronto serán consolados.
Pero volvamos a la Navidad. Chesterton, a pesar de su optimismo orondo, también le vio unas vetas de tristeza: «Que el Hijo de Dios naciese en diciembre significa algo: que Cristo no es meramente el sol de verano de los prósperos, sino la hoguera de invierno de los desafortunados». La Navidad es una bendición, pero paradójica: benditos los que lloran, porque pronto serán consolados. La imagen de la hoguera viene como anillo al dedo porque todo aquel que se haya arrimado a una fogata en una noche de invierno recordará el extremado placer del calor en la cara y el frío pegado a la espalda.
Esa doble temperatura la experimentamos muchos, vivamos la Navidad con o sin fe, o en familia o en la intimidad. La pena de echar de menos a los distantes y a los que ya no están, ¿no recibe el consuelo automático, como una hoguera en el corazón, de saber que es el precio por recordarlos?
Quien siente la soledad, ha de bajar al fondo de su alma a encontrarse allí con los que le quisieron y le quieren.
En las recién reeditadas Cartas a mi madre por Navidad (Encuentro, 2018), la delicada prosa de Rainer Maria Rilke nos lo deja ver: año tras año su madre y él cumplen el compromiso de pensar uno en el otro a las seis de la tarde del día de Nochebuena, al pie del árbol, si es posible. Estar lejos y, a veces, solos queda trascendido por el pensamiento y el sentimiento, en una hora de silencio y recogimiento navideño. Quien siente la soledad, ha de bajar al fondo de su alma a encontrarse allí con los que le quisieron y le quieren, aunque no estén cerca. Porque están dentro. La tristeza era el heraldo del descubrimiento.
El canto de la Navidad lo entonamos estos días a pleno pulmón, y también es el canto de una moneda que gira entre la cara y la cruz, y que cae, a veces, de canto. Por eso la cantamos. Bueno, por eso, y porque sabemos que seguirá girando, como las vueltas que da una campana, como las 365 que ha dado el mundo para volver a esta fecha, como las de nuestro corazón latiendo más rápido porque es Navidad y la moneda caerá, al final, de cara. ¡Si hasta la duda es prenda de plenitud; la nostalgia, promesa de reencuentro; y esta alegría entreverada, la seguridad de que, si vienen, las penas llevarán dentro —en simetría perfecta— una semilla indestructible de dicha misteriosa! Ese es el mensaje que tararea la tenue tristeza de las navidades. La felicidad va por encima (gloria en las alturas) y lo alumbra todo con su estrella: alegrías y penas. Por eso, sobre todo, ¡Feliz Navidad!