THE OBJECTIVE
Eduardo Jordá

¡Dios santo, Widmerpool!

En una de sus novelas, Julian Barnes se burlaba de las coincidencias un tanto inverosímiles que poblaban la gran saga de Anthony Powell, “Una danza para la música del tiempo” –escrita entre 1951 y 1975-, en la que los personajes –muchísimos, casi quinientos- se encontraban fortuitamente a lo largo de los años en fiestas de debutantes y en cantinas militares y en hoteles solitarios y en congresos de literatura celebrados en Venecia. Y para ello, Barnes se inventaba la historia de doce comensales que coincidían en una cena y que al poco rato descubrían que todos ellos acababan de empezar a leer “Una danza para la música del tiempo”.

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¡Dios santo, Widmerpool!

En una de sus novelas, Julian Barnes se burlaba de las coincidencias un tanto inverosímiles que poblaban la gran saga de Anthony Powell, Una danza para la música del tiempo —escrita entre 1951 y 1975—, en la que los personajes —muchísimos, casi quinientos— se encontraban fortuitamente a lo largo de los años en fiestas de debutantes y en cantinas militares y en hoteles solitarios y en congresos de literatura celebrados en Venecia. Y para ello, Barnes se inventaba la historia de doce comensales que coincidían en una cena y que al poco rato descubrían que todos ellos acababan de empezar a leer Una danza para la música del tiempo.

Barnes tenía razón, claro está, pero en descargo de Anthony Powell podemos argumentar que esas coincidencias ocurren en la vida real. Tomemos el caso de un encuentro literario que tuvo lugar entre nosotros no hace muchos años. Tres escritores que no se conocían coincidieron en una de las primeras filas del salón de actos. En un momento dado, subió al estrado cierto poeta con fama de experto en amañar premios literarios y en manipular jurados siempre a su favor: alguien a quien todo el mundo consideraba un arribista irreprimible que haría cualquier cosa con tal de promover su carrera literaria. Un genio, o más bien un geniecillo, de las malas artes y de la manipulación. Un tipo adulador, fatuo, siempre apegado al poder, siempre condescendiente con los de arriba y cruel con los de abajo. “Mirad, ahí va Widmerpool”, dijo uno de esos tres escritores que acababan de conocerse. “Exacto, es él, Widmerpool”, dijo el otro. “Solo le faltan las gafitas de empollón”, dijo el tercero. Los tres, por supuesto, acababan de leer Una danza para la música del tiempo.

En cierta forma, la saga de Anthony Powell es inacabable

Kenneth Widmerpool —el chico ambicioso que empieza soportando estoicamente las burlas de sus compañeros en Eton y acaba convertido en Lord Widmerpool y coqueteando con la extrema izquierda y las sectas New Age— es sin ninguna duda el personaje más famoso de la saga de Anthony Powell, hasta el punto de que en Inglaterra se ha convertido en un mito literario equiparable al de Falstaff o Mr. Pickwick. De hecho, en estos tiempos del Brexit[contexto id=»381725″] abundan las comparaciones que asocian a algunos políticos —casi todos conservadores— con ese personaje siniestro y ambicioso que va acumulando poder a medida que sus antiguos compañeros de internado se divorcian, beben, discuten, se enamoran, se separan o desaparecen en la II Guerra Mundial. Es cierto que Widmerpool no es el personaje más interesante de la saga de Powell, y si yo tuviera que quedarme con uno —y la elección es difícil—, me quedaría con el tío Giles y sus líos con el fideicomiso familiar y con las mujeres a las que parece sablear para sobrevivir. O con el anticuario Mr. Deacon, que murió cuando iba a protestar por el mal estado de salubridad de los servicios de caballeros del pub donde se reunía con sus amigos. O con el músico Hugh Moreland, siempre tan triste y tan lúcido –inspirado en el músico Constant Lambert-. O con el militante izquierdista Orridge (y su mayordomo borrachazo Smith, muerto a consecuencia de la mordedura de un mono que se llamaba como el embajador soviético en Londres), que está inspirado a medias en el personaje de George Orwell, quien fue muy amigo de Powell. O ya puestos, me quedaría con la fascinante —y temible— Pamela Flitton, la femme fatale que juega con los hombres y los destruye y acaba casándose con el mismo Widmerpool, al que engaña con un escritor bohemio que sobrevive en una buhardilla…

Pero estas elecciones son siempre provisionales. El elenco de la saga de Powell es interminable, ya que abarca el mundo de la aristocracia y de la bohemia artística y de los negocios de la City y de la política y comprende casi sesenta años de vida en Inglaterra, desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta los primeros años 70 de la contracultura hippie. Y justo cuando acabábamos de elegir esos nombres —Orridge, Mr. Deacon, Pamela Flitton— nos preguntamos por qué no hemos elegido otros. ¿Por qué no al pobre Stringham, tan guapo y tan inteligente, que murió cuando se hacía cargo de la lavandería móvil en la batalla de Singapur? ¿Y por qué no a la bella y huraña Jean Templer, de la que está enamorado Nick Jenkins, el narrador de la saga? ¿O la señora Erdleigh, la adivina que pronostica el futuro de los personajes, con su anillo de ópalo y su diadema?

¡Dios santo, Widmerpool!
Portada de ‘Una danza para la música del tiempo: Primavera’, de Anthony Powell. | Foto: Anagrama

Y así podríamos seguir sin parar. En cierta forma, la saga de Anthony Powell es inacabable, y a medida que vamos cumpliendo años dejamos de sentirnos fascinados por los personajes que nos gustaban a los 30 y empezamos a sentir interés por los personajes que tienen 60: el general Conyers y su alabarda, por ejemplo, o el decrépito Dicky Umfraville inventando cócteles para seducir a los jóvenes que ya no quieren saber nada de él, o el escritor olvidado St. John Clarke en su silla de ruedas, coreando consignas trotskistas en una manifestación a favor de la guerra de España… En frase memorable, V.S. Pritchett escribió que Anthony Powell “es Proust traducido por Wodehouse”, sí, pero ¿conoce alguien una fórmula mejor para disfrutar de la lectura? El vértigo doloroso del tiempo que pasa, de los amigos que envejecen, de las fiestas que ya nadie recuerda o de los cuadros que se saldan en una oscura subasta preside toda la saga de Powell, igual que en los lentos volúmenes de Proust, sólo que en las doce novelas de Powell uno no para de reírse porque Powell poseía el don de la comedia además del don de resucitar el tiempo perdido. Y hay que felicitar al traductor de Powell al castellano, Javier Calzada, por la tarea casi imposible de reproducir el estirado inglés de Powell en un castellano que conserve las mil matizaciones soterradas del understatement, ese vocablo intraducible al español que consiste en decir, como hace Powell, mucho más de lo que aparentemente se dice.

Los críticos de Anthony Powell, que murió en el año 2000 a los 95 años, dicen que era un esnob insoportable, y en cierta forma tienen razón. Powell insistía en que su apellido se pronunciaba con un aristocrático “póul” en vez del demótico “páuel”, tal como habría pronunciado todo el mundo. En su club londinense, el Travellers’ Club, Powell seguía empeñándose en mantener la antigua costumbre de comer con el sombrero puesto. Su idea de la vida era casarse con una aristócrata y poseer una gran casa de campo (consiguió las dos cosas). Y por si fuera poco, el malévolo Philip Larkin, que le tenía estima –y que volvió a leer “Una danza para la música del tiempo” en el verano de 1985, cuando sabía que le quedaban pocos meses de vida-, describió a Powell como “un enano con cara de caballo”. Bien, sí, aceptemos todo eso, pero aceptemos también que Powell tuvo amigos muy notables –nada menos que Cyril Connolly, Evelyn Waugh, George Orwell, V.S. Naipaul, Kingsley Amis o el músico Constant Lambert- y que muchos de ellos aparecen de una forma u otra retratados en su obra. Y aceptemos, además, que Una danza para la música del tiempo es una de las grandes sagas de la literatura de nuestra época.

Los críticos de Anthony Powell, que murió en el año 2000 a los 95 años, dicen que era un esnob insoportable, y en cierta forma tienen razón

¿Y Widmerpool? ¿No habíamos quedado que esta historia hablaba de Widmerpool, del ambicioso, del arribista, del pomposo y fatuo y filisteo Widmerpool que desprecia a los artistas porque él solo cree en el poder y en la obediencia servil obtenida gracias al crudo ejercicio del poder? En las escenas iniciales de la saga, Widmerpool es un chico de quince años —serio, feo, con gafas, sin amigos, hijo de una familia empobrecida que vive del comercio del estiércol para las granjas de los terratenientes— que corre por las calles de Eton entre la niebla invernal. En los años de su juventud, Widmerpool se deja humillar por sus condiscípulos ricos y por las mujeres que brillan en las fiestas de debutantes. Pero el industrioso y tenaz Widmerpool nunca deja de corretear a solas en pos de un nombramiento y siempre sabe emerger de la niebla en el momento adecuado. Primero se interna en el mundo de los negocios y hace carrera en la City. Cuando suenan los vientos de guerra en el verano del 39, Widmerpool se alista en las fuerzas territoriales y acaba obteniendo un nombramiento de teniente coronel. Después de la guerra, Widmerpool decide dedicarse a la política y se integra en el sector más izquierdista del Partido Laborista. Si antes de la guerra había sido partidario del apaciguamiento con los nazis, en los años de la guerra fría (cuando el laborismo ocupa el poder) Widmerpool se convierte en agente soviético y parece trabajar como topo en turbios asuntos de espionaje a favor de la URSS. Al mismo tiempo recibe el título de caballero del Imperio Británico, luego es nombrado Lord y más tarde recibe el cargo de rector de una universidad. En sus últimos años, Widmerpool viaja a California, se empapa de la contracultura hippie y acaba ingresando en la secta del misterioso Scorpio Murtlock (un personaje inspirado en Charles Manson). Ahora, si siguiera vivo —y yo estoy seguro de que lo está—, Widmerpool defendería la dieta vegana y aparecería junto a la angelical Greta Thunberg en las manifestaciones contra el cambio climático. Y por supuesto, todo el mundo seguiría exclamando nada más verle: “¡Dios santo, Widmerpool! Que Dios nos asista”.

A finales de los años 90, cuando Iris Murdoch estaba perdiendo facultades a causa del alzheimer, los únicos libros que podía leer eran los doce volúmenes de Una danza para la música del tiempo. Su marido recuerda a Iris Murdoch riéndose a carcajadas, sola en un rincón, mientras la memoria y la conciencia se desvanecían poco a poco en su mente. Y hasta podemos imaginar a Iris Murdoch, ya muy cansada, desconcertada, confusa, sin entender del todo lo que leía, exclamar sorprendida: “¡Dios santo, Widmerpool!”, sin saber muy bien qué o quién era Widmerpool, pero sin poder olvidar al chico que corría entre la niebla en un lento atardecer de invierno.

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