THE OBJECTIVE
Ángel Aponte

Cañada abajo

«Nunca faltaban los rigores en la vida del pastor pero, a pesar de todo, uno a uno, se ganaban los días, arropados por el compás del cencerraje»

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Cañada abajo

ALVARO BARRIENTOS | AP

En septiembre ponían sus cosas en orden y acudían a la llamada. Nudos en la garganta y cierta tristeza se repetían año tras año. Llegaba el día, como decía aquella canción que tanto emocionaba a Julius Klein, en que los pastores se iban a la Extremadura y se quedaba la sierra triste y oscura. Pero no quedaba tiempo para melancolías y había que ceñirse la cintura para afrontar lo que viniese pues restaban muchas jornadas que recorrer en numerosa compañía. Este nubarrón de tristezas se despejaba con la distribución de los rebaños, el apresto de los mansos, el júbilo de los perros y el aparejo de las acémilas. Y todo bajo el mando de los mayorales, imperiosos como capitanes al frente de los pastores, y con las reses que, a miles, recorrían cada seis meses los caminos de la trashumancia.

Quedaban por delante leguas y más leguas de cañadas, veredas, cordeles, ramales, tranvías, galianas, atajos, cordones, cuerdas, coladas y cabañiles. Era lo que se conocía como ir de acogida, cuando era obligado llegar a los extremos, a las dehesas de Extremadura, del Valle de Alcudia, de Sierra Morena y de otros montes meridionales, más abrigados y de inviernos menos rigurosos que los de las serranías norteñas. Tenía que ser cosa de admirar aquella brega en los tiempos antiguos, cuando había en España millones de ovejas que, en palabras de los Reyes Católicos, eran la «principal sustancia de estos reinos». En los tiempos en que los vellones de Castilla se vendían en las grandes ferias de Medina del Campo, Medina de Rioseco y Villalón, a las que acudían mercaderes de mucho fuste y caudal. Por Ramón Carande sabemos que en el siglo XVI los burgaleses embarcaban lanas para Italia y Flandes, los segovianos las suministraban a los telares de su tierra y los genoveses las enviaban al mediodía y a levante. También compraban lanas de Cuenca, tenidas por la mejores, los florentinos de la época de los Medici, nada menos que entre 60.000 y 80.000 arrobas por año.

Pero volvamos a las cañadas. Felipe Marín Barriguete, estudioso de la Mesta, nos describe con detalle estas expediciones. La marcha era encabezada por los punteros o guías, unos carneros, o a veces machos cabríos, mansos, solemnes y viajados, formales e imprescindibles, bien provistos de campanillos y cencerros con sus badajos de encina. De estas reses dependía, en buena medida, que se avanzase en la ruta con orden y concierto. También formaban parte de la expedición los perros, dos o tres por pastor, que podían ser de guarda, como los mastines que Klein emparentó con los de algunas obras de Velázquez, y los perros de careo o careas, rápidos como el rayo, más listos que el hambre, maestros en enfajar los rebaños, meter prisa a las ovejas zagueras y frenar a las demasiado adelantadas pues no todas iban al mismo paso. Sobre las acémilas se cargaba la impedimenta, bien compuesta de alimentos y utillaje, imprescindibles para los pastores:  carne, harina, costales de pan, un saquillo de cuero con las cucharas, un caldero, un pellejo con sebo, aceite, vinagre y sal, el cundido, para guisar, liaras o cuernos con miera o aceite de enebro, citado en las Coplas de Mingo Revulg, muy útil para combatir la roña, cayados, cuchillos de monte, navajas de sangrar o degollar, tijeras, limpiadores de roña y de arreglar lana, jergones, capas de cuero y hachas. Una yegua o galocha llevaba la ropa y mudas. Según Valdivieso Arce, los pastores de Burgos hacían el trayecto en traje de pana y, al llegar a la majada, lo guardaban y usaban en raras ocasiones. El traje de faena se lo confeccionaban ellos con lezna y pieles de reses muertas y constaba de zamarra, pantalón, chaleco y montera. González Ripoll, cuya lectura es obligada para conocer el mundo de serranos y pastores en la Sierra de Segura, describe a un rabadán soriano, con muchos años y ciego, que conducía las ovejas desde su jaca, con montura de espaldar alto y forrada de zaleas. Vestía una pelliza de astracán entallada y corta por delante. De estos pastores sorianos dejó escrito que eran «hombres que miraban por derecho, altos y magros, bien pertrechados de ropa buena y de calzado, más bien serios y poco habladores, honrados a carta cabal».

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Foto: Felipe Dana / AP.

El camino era largo y fatigoso. Se recorrían hasta seis o siete leguas diarias, aunque todo dependía de la disponibilidad de aguaderos, majadas y descansaderos y también del tiempo que hiciese. Es cosa conocida que a finales del verano y durante el otoño se desatan tormentas o llegan lluvias desde poniente. Estas aguas, buenas para la otoñada y la montanera, eran fuente de desvelo para los pastores ya que las ovejas se soliviantaban por el estruendo de las chispas y granizos. Junto a esto, al pastar demasiada hierba fresca y temprana, que como es natural les atraía con los calores y caminatas, podían enfermar y estragarse, hasta contraer el sanguiñuelo. También se consideraba perjudicial que bebiesen agua procedente del granizo. Además, aunque en esto no había acuerdo entre los rabadanes, se decía que las ovejas podían quedarse ciegas por comer jaras mojadas. Junto a lo anterior, que no es poco, las lluvias ablandaban los caminos y los vados que se ponían imposibles. No faltaron pobres ahogados, entre tantos pastores que hicieron la vereda siglo tras siglo. Yo he podido recoger, en los libros de enterramientos de la parroquia de San Miguel, en Vilches, cerca de Sierra Morena, casos muy antiguos de muertes de esta naturaleza. Mencionaré el caso de un pastor natural de Calomarde, Obispado de Santa María de Albarracín, llamado Miguel Soriano, que murió ahogado en el río Guarrizas en 1761. La desgracia ocurrió en marzo y fue cosa bien triste porque ya pronto habría podido volver a su pueblo, una vez acabada la invernada. Y no sólo eran las asperezas del tiempo, pues también había que añadir la desconfianza, justificada o no, de los labradores, los agravios por no respetar las cinco cosas vedadas -panes, viñas, huertos dehesas comunales y pastos de guadaña- y las mil exacciones impuestas por golillas, guardas, justicias locales y demás gente de vara. Nunca faltaban los rigores en la vida del pastor pero, a pesar de todo, uno a uno, se ganaban los días, arropados por el compás del cencerraje que, en palabras de Fernández Salcedo, es una especie de canción de cuna.

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Foto: Álvaro Barrientos / AP.

Al llegar a las dehesas, a inicios de octubre, en días como éstos, era el momento de preparar la logística y las posiciones para pasar unos seis meses. El pan y demás abastos, cuando había necesidad, se adquirían en roperías o establecimientos ubicados en poblado o en el entorno de las dehesas, a las que los zagales acudían de manera periódica para el conveniente abastecimiento de los pastores. Estas roperías corrían a cargo del ganadero o eran propiedad de los naturales del lugar. Después, había que cortar estacas y estaquillas, almacenar leña, reparar y disponer redes, apriscos y majadas, bien orientados y en pendiente para que tuviesen un buen drenaje, y reconstruir, arreglar o erigir los correspondientes chozos y chozuelos, construcciones muy arcaicas erigidas con técnicas y materiales no muy distintos  a los utilizados en tiempos remotos. Viviendas elementales, las llamaba Leopoldo Torres Balbás, junto a las cuevas, los abrigos de piedras sueltas y las cabañas de diversa tipología. Al referirse a los chozos toledanos, decía: «es maravilloso cómo pueden permanecer tantas personas en el interior, sin luz, ni ventilación, cuando las inclemencias del tiempo impiden salir de allí a sus habitadores». Aunque no siempre era éste el caso de los pastores. Bajo heladas, diluvios y temporales tenían que guardar los rebaños y ejecutar mil trabajos como, entre otros muchos, asistir a las parideras, deschicar las ovejas paridas, descorderar las crías, ahijarlas, destetarlas y proceder al raboteo el primer viernes de marzo, a ser posible en luna menguante.

En fin, nada de églogas, nada de estar mano sobre mano, ni de romances con pastorcillas, nada de caramillos, sino un sinvivir y todo por 220 reales de soldada y las escusas, que era lo que se pagaba cuando la Mesta, hija del Antiguo Régimen, estaba ya en sus postrimerías. Estas penalidades, en su aspecto más riguroso, se atenuaban hacia febrero. A partir de este momento todo era más llevadero pues abril estaba a las puertas. El retorno, por San Marcos, era ya distinto, y así lo testimonia, en las primeras décadas del siglo XIX, don Manuel del Río, hermano del Honrado Concejo de la Mesta, ganadero trashumante y vecino de Carrascosa: «cuando los ganados emprenden su marcha para las sierras, los pastores no sienten el camino, por el gusto que llevan de poner el fruto de sus tareas en manos de los amos y el deseo de llegar a su país para descansar y ver sus familias».

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