Felices tópicos
«Desde fuera, los estereotipos inspiran una aversión instintiva. Pero desde dentro, ay, desde dentro uno entiende demasiado bien su significado profundo»
Si hay un tiempo en que abundan los clichés y las frases hechas, es precisamente éste en que nos deseamos “feliz Navidad”, “feliz año”, “feliz entrada y salida”, “feliz 2021”. Cuando, incómodo con los tópicos, me he esforzado por mejorarlos con alguna ingeniosidad más ocurrente, normalmente la he fastidiado, demostrando que, cuando permanecen vivos pese a tantos intentos por reemplazarlos, debe de ser por alguna buena razón. No soy inmune a la doctrina del Romanticismo, que, en nombre de la originalidad, nos exhorta a que despreciemos los tópicos, esos rancios lugares comunes que repite la gente vulgar sin ton ni son. Pero, cuando me paro a pensar, me acaba pareciendo que, en el fondo, los tópicos encierran por lo común una verdad. Cierto que no una definitiva y sin excepciones, sólo primera o aparente, pero, como escribió Oscar Wilde, sólo las personas superficiales desconocen la importancia de las apariencias.
Desde antiguo, la retórica concedió a la “topica” una posición central en el arte que enseña a encontrar el argumento más persuasivo. Dicho arte divide la realidad, natura omnium rerum, en unos lugares (topoi, loci) relacionados con personas y cosas que facilitan el hallazgo (inventio) del argumento más apropiado para la ocasión. Los anglosajones son pragmáticos, el otoño es melancólico, Hitler es malvado, los jóvenes son inexpertos, las vacaciones son ansiadas, la vida pasa en un suspiro, las legumbres dan gases, mañana empiezo la dieta. Los lugares comunes constituyen compendios o cifras de la observación de muchas personas con buen juicio a lo largo de mucho tiempo. Por supuesto, mal usados son fuente de feos prejuicios de los que Historia nos ofrece pródigos ejemplos (mujeres, homosexuales, negros, gitanos, judíos, etcétera). Pero este riesgo de corrupción no debe hacernos olvidar que con frecuencia sintetizan una conclusión destilada a partir de una larga experiencia. No son verdades necesarias, como las científicas o lógicas, sino evidencias sólo probables, extraídas por inducción y abiertas a excepciones, pero tienen a su favor la generalidad de los casos. Por eso, los aducimos en una conversación y el interlocutor suele darlas por buenas sin necesidad de prueba explícita.
Son, en suma, convenciones mentales o costumbres que ha creado el pensamiento para remediar la finitud de la vida humana. No podemos saberlo todo, no podemos probarlo todo, pero, antes de quedarnos en blanco, vienen en nuestro socorro los tópicos, que aciertan bastante sin tomarnos muchas molestias, y así, gracias a ellos, nos concentramos confortablemente en lo que sabemos hacer sin perder el tiempo en engorrosas comprobaciones (“stereotypes are a real timesaver”).
El tópico desea feliz año a todo el mundo. ¿Qué decir sobre esta felicidad que tanto deseamos? Escribió Flaubert a un amigo: “¿No crees que la vida sería más tolerable si la noción de felicidad no existiera? Esperamos cosas que la vida no puede darnos”. No seré yo quien hiele con el viento frío de mis razonamientos el ardor del corazón. Leí un proverbio indio que decía: “Sólo hay un pecado que los dioses no perdonan: apagar el fuego que calienta el corazón de los hombres”. Así que, si ha prendido la llama en alguien, no merece que se le imponga un nuevo tributo a esa forma de riqueza. Pero la naturaleza, a la que llaman madre, se comporta como verdugo inclemente de sus hijos, incapaz de compadecerse del mal destino que les depara. Uno de los momentos más conmovedores de El mundo como voluntad y representación es ése de su libro IV en que Schopenhauer cavila sobre el adagio Natura non constristatur, que viene a decir que a la Naturaleza, que nunca se entristece, le importa una higa nuestra felicidad. “Como si el destino quisiera todavía añadir la burla a la miseria de nuestra existencia, nuestra vida tiene que contener todos los dolores de la tragedia y, sin embargo, ni siquiera podemos mantener la dignidad de los personajes trágicos, sino que en el amplio detalle de la vida hemos de ser irremediablemente ridículos caracteres cómicos” (§ 58). Se nos hace perentoria, pues, una revisión del concepto antiguo de felicidad para perfilar otro nuevo más fiel a la realidad de la dura existencia humana.
Cuando decimos “feliz casualidad” o “feliz idea”, la palabra “felicidad” designa aquí, no aquella otra euforia de sentimientos que hemos desechado, sino algo particularmente oportuno, acertado, logrado, propicio. Así entendida, uno sí puede imaginarse la vida humana como una secuencia de edades felices: feliz infancia, feliz juventud, feliz madurez, feliz ancianidad. No, claro, como una posesión segura, sino sólo como un ideal a veces realizable. Y entonces uno descubre —una revelación que le sobreviene peinando ya algunas canas— que esta segunda y más modesta definición de felicidad consiste en buena medida en ir personificando desenfadadamente, uno detrás de otro, los tópicos asociados a las edades de la vida: infancia ingenua, juventud apasionada, madurez satisfecha y ancianidad cansada.
Desde fuera, los estereotipos inspiran una aversión instintiva. Pero desde dentro, ay, desde dentro uno entiende demasiado bien su significado profundo. Hablaré de esa tercera etapa que conozco sobradamente por experiencia. Uno se sorprende edificando a los hijos con las mismas monsergas que usaba su padre; repite tradiciones familiares que le hacían bostezar de niño; enseña las fotos de los “críos” a quien no ha mostrado ningún interés en verlas; echa esa fea barriga de hombre medio que tanto le repugnó cuando no la tenía; abusa del pijama de cintura elástica para evitar el cilicio de unos pantalones que persisten en su talla cuando su poseedor ha subido dos o tres. Y el remoquete final: en esta pandemia, ha habido incluso quien, tras aborrecerlo, ha acariciado ominosamente la posibilidad de enfundarse el chándal para estar por casa. ¡Parece tan cómodo!
En esto consiste la humilde felicidad que propongo: en sentirse bien confirmando en uno mismo, oportunamente, los tópicos de cada una de las etapas de la vida.
Dicho lo cual, pocos me negarán que me he ganado el derecho a desear a todos los lectores, con buena retórica y sin mala conciencia, un muy feliz año.