El cielo del verano
«Algunos aspectos de Venus casan muy bien con la indolencia y el dejar pasar los días y las noches del verano»
Ha llegado el verano y sus tardes sin final. Afortunados los que siguen el consejo de Hesíodo, se ponen a buen recaudo y dominan el arte de encontrar brisas y umbrías a la espera del crepúsculo. Un poeta olvidado, José Selgas, describió el atardecer del estío. Era en los tiempos en que las señoritas tenían álbumes, nadie iba en manga corta y se era un señor muy mayor al cumplir los cincuenta años: Todo es aroma en las flores, / Todo es arrullo en las aves, / Toda es murmullos el agua / Todo es suspiros el aire. Es la hora malva de las terrazas, de los aperitivos y los helados, como escribió Pierre Benoit al evocar su paso por Beirut, cuando las salamanquesas -eternamente pacientes y sorprendidas ante nuestra cercanía- escalan los muros y los gorriones, recogidos en sus dormideros, comentan las aventuras del día sin escucharse demasiado los unos a los otros y exagerando un poco.
Con la caída del sol se ponen en danza muchas criaturas del campo. Son las mismas que en las noches de enero, tan transparentes antes de las grandes heladas, permanecían quietas en sus refugios, estoicas entre los crujidos de las rocas y confiadas en la mano de Dios. La noche del verano es el sonido de la hierba seca al paso de una criatura que caza, el milagro de las luciérnagas y las luces lejanas de los cortijos y de los pueblos, entre ladridos de perros y ulular de autillos. Entonces, como escribió José Antonio Muñoz Rojas, «hasta la luz de la luna parece tibia como el agua de la alberca o las piedras que el sol calentó todo el día.»
En la noche del verano los murciélagos gobiernan los aires con sus mil quiebros. Jardiel Poncela, con gracia vanguardista, los llamó trapecistas del día y aviones de la noche y Ramón Gómez de la Serna observó, con toda razón, que volaban con la capa puesta. Es lamentable que no hayan tenido buena fama estos animalillos. Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana decía que el murciélago, o murciégaco, como él lo llamaba, «era símbolo del malhechor que se anda escondiendo, o del que cargado de deudas, que huye de no venir a poder de sus acreedores». ¡Qué sabrían los murciélagos del siglo XVII de delitos y deudas!
Dicen los naturalistas, con toda razón, que son beneficiosos y que están, además, protegidos por las leyes. Ninguna culpa tienen ellos de haber dado miedo y vergüenza deben dar las crueldades e indignidades que han tenido que padecer por la superstición y la ignorancia. Lo antiguo no siempre es bueno y cada vez creo menos en la Edad de Oro. Los nombres de los murciélagos son muchos. A inicios de los cincuenta, Yakov Malkies escribió al respecto Some names of the bat in Ibero-romance y, en fechas más recientes, Pilar Garzón Mouton también ha estudiado este asunto. El diccionario de la Real Academia Española, en su edición de 1790, sostiene que el murceguillo, que así lo llama, se sustenta de polvo, moscas y carne, además de ser aficionado al aceite de las lámparas y velones. Esto explica que en Zaragoza se le llame matacandiles y en Cáceres pajarito alcuza.
En el campo de Andalucía los llaman, o llamaban, murciégalos, murciáganos, murciegaliches, murciguillos y murciquillos yen Huesca, morciegos o moriciegos. Uno de los nombres más bonitos por los que se conoce a los murciélagos es el de andoriña de ratón, propio de la isla del Hierro y de Tenerife y que procede de gallegos o de portugueses pues andorinhas o anduriñas llaman, unos y otros, a las golondrinas. La relación de estas criaturas con la noche y lo misterioso viene de muy lejos. Manuel Ángel Charro afirma que en algunos pueblos de Cádiz a los murciélagos se les llama pajarillos del diablo o diablillos. En Zaragoza al murciélago le dan el nombre de cuquín lo que, según dicen, se relaciona con el coco de nuestros espantos infantiles y al que ya nadie tiene en mucho. En Ciudad Real y Toledo se les denomina figurillas o figuritas que es también como se denominaba a los aparecidos y fantasmas. En tierras de Málaga al murciélago se le conoce como el Patillas, nombre dado al diablo. Drácula jamás habría hecho carrera si lo hubiésemos llamado El Patillaso con otro de estos apelativos tan familiares y desenfadados.
Mirar el cielo nocturno también es una buena tarea para estos meses además de un hábito atávico, emparentado con la contemplación de las lumbres, las nubes y los ríos. Es natural que haya pinturas rupestres con soles y estrellas como las de un abrigo de la Sierra de Jaén, cerca del lugar donde escribo estas notas. Gerard Manley Hopkins -poeta, jesuita y victoriano- levantó acta de la contemplación de estos prodigios en su The starling night que José Julio Cabanillas tradujo así: Mira los cielos, mira: estrellas./ Mira los fuegos, gente, sentados en el aire./ Los luminosos pueblos, redondas ciudadelas./ Abajo en negros bosques destellan los diamantes. ¡Los ojos de los elfos!. Dionisio Ridruejo compartía este asombro ante las estrellas de junio: las miro con pasmo, con duda.¿Son de verdad?.
A mí me gusta pensar que nuestros abuelos los romanos tenían sentimientos parecidos al escrutar los cielos. Hay quien dice que no aportaron demasiado a la astronomía pero por fuerza tenían que entender el cielo por ser, muchos de ellos, labradores de ejercicio o linaje y siempre me ha parecido muy sensata su división de las estrellas en errantes y no errantes. Le Boeuffle, con su obra Le ciel des romains (1989), puede enseñarnos mucho al respecto. Si queremos sentirnos antiguos en estas noches estivales, es obligado levantar la cabeza y localizar el Triángulo del Verano donde está El Cisne, «El Ave alada, bajo la ancha cubierta del cielo» según Arato, y que tanto le gustaba a Cicerón, o saludar al Delfín y a Altair. Y si miramos hacia hacia el norte, rendir honores a la Osa Menor que marcaba el norte a los navegantes fenicios y, de paso, a la Osa Mayor cuyas siete estrellas principales los romanos, siempre con el campo en la cabeza, comparaban con los bueyes que arrastraban los arados y los carros tras las trillas. Es también la estación de Canícula, la perrilla de Erígone, siempre unida al calor intenso y a las fiebres.
Las gentes del campo, hasta hace poco, han dado nombres de ingenua belleza a las distintas estrellas y constelaciones. En el caso de Andalucía, fueron recogidos por Manuel Alvar, Antonio Llorente y Gregorio Salvador. La Osa Mayor es conocida, en el sur y el centro de la provincia de Córdoba, como El Carro y las Mulas. En distintos pueblos de Cádiz y Sevilla, la Vía Láctea es el Carril de Santiago y, al norte de Almería, se le llama Carrilico de las Uvas pues, decían, que cuando el camino se enderezaba había que pensar en la vendimia. En Málaga recibía el nombre de Camino del Infierno y de Camino de los Higos en Granada. A Venus se le ha llamado Estrella de la Mañana, Estrella del Día y Lucero de la Mañana así como Lucero Miguero. Al igual que en Andalucía, en Extremadura es el Lucero matagañanes o Matagañanes, a secas, por anunciar el final de la noche y el momento de iniciar la jornada con todos sus trabajos y fatigas.
Jerónimo Chaves, un astrólogo y cosmógrafo sevillano del siglo XVI que daba clases a los navegantes en la Casa de Contratación, escribió en su Chronographia o repertorio de los tiempos, el más copioso y preciso que ha salido a luz (Sevilla, 1576) sobre algunos aspectos de Venus que casan muy bien con la indolencia y el dejar pasar los días y las noches del verano. Así, dijo que habitaba en el tercer cielo y que era de un color «tirante a plata» y «de muy gran luz y resplandor porque en las noches serenas haze lumbre, y cualquier cuerpo opaco puesto a su luz hace sombra». Además, aseguraba, «tiene dominio sobre las mujeres, mochachos, hombres músicos, sobre los juegos de plazeres y regozijos, inclina a los bayles, danças, ocios y pasatiempos, luxurias y fornicaciones,composturas y ornatos, vestiduras lascivas, galanos y limpios atavíos»; Venus, además, «significa larguezas, amores y justicias», es «amiga de músicas y varios instrumentos», tiene bajo su patrocinio a albaricoqueros y manzanos, a los corzos, gatos cervales, especialmente los pintados, y también a las palomas, las serpientes, las abubillas, las hormigas y las arañas.
Sospecho que Jerónimo Chaves pertenecía a la resignada confraternidad de los que detestan el verano al que consideraba una estación pestilencial y perniciosa para las plantas, de hierbajos secos, semillas estériles y que hacía «alterarse y turbarse los vinos y los peces sobre aguarse y los perros enfermar de rabia». Era de los que padecía julio y agosto en el Valle del Guadalquivir y esperaba, con entereza e impaciencia irrefrenable, el otoño.