THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Oda al mangalarguismo

«El estilo casual y el desenfado resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años»

Opinión
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Oda al mangalarguismo

Warren Wong | Unsplash

Llega junio, y como en los versos de Gil de Biedma se alargan las tardes para algún día poder acordarnos de ellas. Hay sonrisas allí donde antes había un tipo tecleando en un Starbucks, la misma terraza otrora pálida hoy se llena de promesas que no por dejar de cumplirse dejan de ser la vida. A las calles ya han vuelto esos ojos que vendrían con la primavera, y en general el ánimo de los hombres todavía no es consciente de aquello que escribió García Márquez: que lo único que llega es octubre.

Sin embargo, no todo es felicidad en estos tiempos de estío y jarana. Un debate sobrevuela foros y ágoras, pese a que no es tanto un debate popular cuanto interno: se levanta en nosotros como un rasgo de nuestra personalidad, agonizando, peleando contra nuestro torpe aliño como el Dios de Unamuno peleaba contra el nihilismo juvenil. Ese debate se da en torno a la sempiterna pregunta que tiende a florecer cuando el mercurio enrojece: mangas de camisa, ¿largas o cortas?

No era la intención de este humilde plumilla participar en el debate, pues ya se han pronunciado en este medio otras voces más autorizadas como José Antonio Montano, que mueve las ascuas cada año con aviesa elegancia; Ignacio Vidal-Folch, en favor del mangalarguismo; o Manuel Arias Maldonado, en contra. Pero hay escenas que se clavan en tu ánimo irremediablemente, que te obligan a decir basta, que te animan a salir de la tranquila equidistancia. Escenas que cambian el trayecto de una singladura tranquila.

Ésta en concreto la protagonizaba un hombre maduro ya -frisaba los cincuenta, como el hidalgo- quien, decidido a reclamar la imagen de una edad que no está dispuesta a volver, vestía una camisa florida, cuyo hortera mangacortismo se veía recrudecido con un rasgo infame: había desabrochado varios botones de su escote -paré de contar al tercero- dejando a la vista dos dudas: si el vello macroniano está de moda y si es más importante sentirse elegante que serlo; así como una certeza: hubo un tiempo para la belleza y no es éste.

Sé que los mangacortistas reclaman para sus atavíos una triste comodidad veraniega. Podrá comprobar cómo el mangacortista sucumbe a los encantos del bienestar indumentario a través de sus chanclas con la bandera de Brasil -no las abandonará hasta el equinoccio de otoño-, o de sus bermudas surferas rojas como la vergüenza, o de su reloj digital sincronizado con el iPhone. El mangacortista se echa sin pudor a los brazos del lino, está familiarizado con el término outfit, tiende a hablarte de zonas de confort, y utiliza el adverbio «literalmente» como cuantificador. El mangacortista es, en suma, alguien que impone los rigores del hedonismo sobre el gusto de la presencia.

Los mangalarguistas, por contra, tienen presente aquello que decía Oscar Wilde: la vestimenta ha de tener talento estético, por lo que nada debe revelar el cuerpo salvo el cuerpo. Respetemos los antebrazos, las pantorrillas y los escotes que con desfachatez profanan los mangacortistas amparados en camisolas y zaragüelles. Sigamos los mangalarguistas aunando, a la manera valleinclanesca, ética y estética. Sigamos resistiendo en nuestra pasión por la armonía frente a la comodidad de estas generaciones desahogadas y manejables.

Si usted, mangalarguista, me está leyendo ahora, no se deje someter. Intentarán que vista bañador paquetero, que luzca una camiseta de los Guns N’ Roses, que lleve un bolsito para guardar la cartera o que calce sandalias crocs. Todo en aras de una comodidad moderna y desenfadada. No ceda, caballero. No lo haga. Porque -ya que esta columna la abrió Gil de Biedma, que sea también él quien la cierre- usted y yo sabemos que el estilo casual y el desenfado resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años.

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