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Pedro Sánchez: de baloncestista a emperador autocomplaciente

Pedro Sánchez es un killer, de verbo suave y sonrisa elegante, que no se detiene a la hora de eliminar adversarios tanto fuera como dentro del partido

Pedro Sánchez: de baloncestista a emperador autocomplaciente

Javier Barbancho | Reuters

Son 42 meses los que lleva en Moncloa gracias a una moción de censura, su partido ganó sin lograr mayoría absoluta la dos últimas elecciones generales, está al frente desde hace dos años de una atípica coalición de socialistas y podemitas, ese Gobierno Frankestein, al que se refería Rubalcaba, a la que apoyan no precisamente desinteresadamente los nacionalistas y acaba de obtener luz verde del Parlamento a los presupuestos generales del Estado por segundo ejercicio consecutivo, algo insólito para un partido, el suyo, que cuenta tan sólo con 120 diputados sobre un total de 350. Está henchido de orgullo autocomplaciente. En su arrogancia, se considera el mejor, algo por otra parte no muy complicado ante el erial que conforma actualmente la clase política española a derecha e izquierda. Y sin embargo, no goza de suficiente credibilidad ciudadana. No es del todo fiable. Ése es Pedro Sánchez (Madrid, 1972), economista, a quien se acusa de haber plagiado parte de su tesis doctoral, secretario general del PSOE desde 2017 tras haber sido defenestrado un año antes, baloncestista en el Estudiantes, con buena presencia, soltura en inglés a diferencia de sus antecesores y emperador político del país.

El último día de febrero Sánchez cumplirá 50 años y seguramente pensará entonces que su presente aún no ha terminado y que su futuro está lleno de grandes sueños, de expectativas que trascienden incluso el plano nacional. Quién se lo iba a decir hace menos diez años. Su ambición es tan extrema, su capacidad para moverse entre dos aguas es tan extraordinaria, para reinterpretarse a sí mismo cuando las circunstancias lo exigen que, pensará, por qué no dar el salto a la política europea o a algún organismo internacional llegado el momento. Pero antes, apurará para vencer en las próximas elecciones generales en diciembre de 2022 o enero de 2023 y aprovechar el tirón mediático de la presidencia española de la UE en el segundo semestre del 23. El PP con Pablo Casado al frente es difícil que le haga sombra si el líder de los populares continúa haciéndose el harakiri con una estrategia tan radical como obtusa y que en su propio partido está despertando disgusto. De Vox y Santiago Abascal no hay nada que temer, se dirá Sánchez. Antes bien, ojalá el tronante Abascal le siga robando votantes a Casado para satisfacción de él mismo. Más inquietante puede resultarle el fenómeno Yolanda Díaz. A la vicepresidenta y candidata de los podemitas ya ha empezado a mirarla esquinado, pero su proyecto de amplio movimiento progresista suena hoy por hoy bastante difuso. Y Pablo Iglesias, el fundador de Podemos, ha pasado políticamente a mejor vida. Con la condescendencia que le caracteriza habla de él públicamente muy bien y afirma serle amigo a pesar de que cuando estuvo en el Gobierno como vicepresidente le causó más de un problema. Al final le ganó la partida. Dejó que él mismo se arrojara en plan suicida al mar.

Pedro Sánchez es políticamente un killer, de verbo suave y sonrisa elegante, que no se detiene a la hora de eliminar adversarios tanto fuera como dentro del partido. En realidad, la profesión política es un poco eso. Aznar también se quitó de encima a todo aquel que pudiera hacerle sombra. Menos evidente fue el caso de Zapatero. Pero en él destaca el modo con que barre a colaboradores como a rivales cuando no le sirven. Es frío y expeditivo. Destituyó a su leal ministro Ábalos y se cansó de su por él admirado gurú Iván Redondo. Tiene no sólo frialdad, sino gran capacidad de venganza, superior a la de sus antecesores. Lo lleva en los genes. Seguramente porque no olvida cómo los barones lo expulsaron de la jefatura en 2016 por oponerse a un gobierno del PP con la abstención del PSOE a fin de salir de la parálisis electoral. Fue una noche muy dura y humillante para él y hasta le provocó la lágrima. Regresó con fuerza doce meses después y destrozó a su gran rival, Susana Díaz, pese a que ésta contaba con el apoyo de todos los barones socialistas empezando por Felipe González. Y ya en 2018 fue hábil al presentar tras conocerse la sentencia del caso Gürtel una moción de censura contra Rajoy (a quien en una de las campañas anteriores le espetó: «usted no es una persona decente»), con el apoyo de Unidas Podemos y nacionalistas vascos y catalanes. Le encanta la palabra resiliencia. La llevó a su libro Manual de resistencia, que escribió a dos manos con su amiga Irene Lozano, una autobiografía en la que deja claro su voluntad de levantarse cual púgil derrotado cuando lo tumba su oponente. Se yergue malherido y vence. En eso hay que darle mérito. No hay político más granítico que él en la arena hispana. Ni siquiera Aznar en sus momentos más duros.

Sería injusto afirmar que Sánchez es un mentiroso compulsivo. No llega a ese extremo. Pero es un maestro en trufar la verdad con la mentira. La gradúa según le convenga. Por ejemplo, en su conferencia de prensa de fin de año aseguró ante el asombro de los periodistas que se ha cumplido lo que él anunció hace apenas un mes y medio: que el precio de la luz volvería a situarse al nivel de 2018…claro si se descuenta la inflación que está ya en un 6%. Él se adapta mejor que nadie a las circunstancias para así alcanzar su meta. Es como un empleado de unos grandes almacenes en donde un ciudadano entra a comprar un pantalón y sale tras la habilidad del vendedor con un ordenador bajo el brazo y teclado semidefectuoso. Para Sánchez las palabras tienen un valor relativo. Así, por ejemplo, negó una y otra vez que pactaría un gobierno con Iglesias, que inmediatamente pediría la extradición de Puigdemont, que jamás indultaría a los condenados por el Procés o que rechazaría el voto de los de Bildu. Todo eso se diluyó. Sus palabras se las llevó el viento. Hizo todo lo contrario. Debió de pensar que la ciudadanía no tenía memoria. 

Es verdad que no ha tenido un minuto de tranquilidad. El país se vio inmerso en una pandemia vírica mundial sin parangón desde hacía un siglo, pero se movió al principio en la improvisación y en el ocultamiento de información. Negaba lo evidente, agotaba al ciudadano con sus interminables e insufribles «homilías televisivas» y abusaba de jerga de mercadotecnia americana como la estupidez aquella de la nueva normalidad, orientado por su entonces admirado asesor Redondo y nos hacía sentir soldados en una batalla que, según él, estábamos ganando. Esa improvisación la sigue mostrando ahora mismo anunciando como «gran decisión» el retorno de la mascarilla en los espacios abiertos pero delegando en las comunidades autónomas a la hora de tomar medidas restrictivas frente al virus.

Su conferencia de prensa de fin de año ha sido un canto triunfal a los éxitos de su mandato. Asegura en un documento titulado con petulancia y gerundio Cumpliendo, que cerca de la mitad del millar y medio de propuestas que se comprometió a sacar adelante ya están hechas. Y como le gusta mucho abusar en demasía de la frase resonante y superlativa habla de que su Gobierno ha dado «un impulso modernizador sin precedentes» a la sociedad y conseguido una «regeneración democrática y respeto como forma de hacer política». Justo es afirmar que en su haber está el buen ritmo de la campaña de vacunación comparado con los países de nuestro entorno, la obtención de 140.000 millones de euros del plan de recuperación aprobado por la UE tras la pandemia, la nueva vieja reforma laboral consensuada con los agentes sociales, el control del paro y el aumento de afiliados a la Seguridad Social. Sánchez no puede sacar pecho sobre el crecimiento de la economía este año y el próximo. Lo hará por detrás de los grandes países europeos y sus optimistas previsiones han sido corregidas notablemente por el propio INE y los organismos internacionales. El gasto público está desbocado y tarde o temprano habrá que pagar la deuda. 

En su debe está la imprudencia que muestra cediendo por ahora a las exigencias de los nacionalistas catalanes y vascos. Los votos no salen gratis. El incendio está aparentemente controlado en Cataluña, pero seguramente ni él mismo sabe cómo apagarlo. Claro que, con excepción de los fanáticos, tampoco ellos lo saben. Con la escenificación de una mesa de diálogo no es suficiente. Sin olvidar el ruido que genera su populista socio de coalición, ciertamente en declive desde la salida de Iglesias, pero que sigue distinguiéndose por pretender gobernar el país como si fuera una asamblea universitaria. Tal vez, y trayendo un poco por los pelos el ensayo de Lenin sobre el izquierdismo en el comunismo, nuestro futuro cáncer no esté en el nacionalismo sino en el populismo. En cualquier caso, pensar que Sánchez está acabado y que Casado ya se prueba cada día en el espejo de su dormitorio un traje oscuro para su investidura es hoy por hoy hacer política ficción.

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