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Historias de la historia

Los comunistas españoles defienden el Kremlin

Los comunistas españoles exilados en Rusia tras nuestra Guerra Civil fueron la tropa de confianza de Stalin

Los comunistas españoles defienden el Kremlin

Placa conmemorativa bilingüe de los españoles caídos en «la Gran Guerra Patria», en el Parque de la Victoria de Moscú.

«Cuando los alemanes llegaron a las puertas de Moscú, el ambiente me recordaba al de Madrid en 1939. Había mucho chaqueteo, se respiraba la traición». Enrique Líster, el comunista que fue general en la Guerra Civil española y en la Gran Guerra Patria (como llaman los rusos a la Segunda Guerra Mundial), me hizo esta confidencia poco antes de morir.

Efectivamente la situación en Moscú parecía desesperada en el otoño de 1941. Hitler había atacado a traición a su aliado Stalin el 22 de junio de ese año. En 24 horas, la Wehrmacht aniquiló a la aviación soviética, en cuatro días barrió el frente occidental del Ejército Rojo. Cuando tomó Minsk una semana después de la invasión, Stalin, responsable personal de la catástrofe porque había desoído todos los avisos que le llegaron de la traición alemana, se hundió en la depresión. «Parecía un saco de huesos en una chaqueta gris», diría Khruschev.

Anulado por los acontecimientos, Stalin abandonó su puesto, huyó del Kremlin y se escondió en su dacha (casa de campo). Durante 48 horas, la Unión Soviética estuvo sin cabeza, mientras los miembros del Politburó (el órgano máximo del Partido Comunista) telefoneaban desesperadamente al dictador para pedir órdenes, sin lograr hablar con él. Finalmente Anastás Mikoyán, el hombre que dirigió la diplomacia soviética durante décadas, fue a buscarlo a la dacha junto a otros dirigentes. «Pensó que íbamos a ejecutarlo», recordaría Mikoyán, y no hizo nada por resistirse. Cuando le dijeron que no iban a pegarle un tiro, sino a pedirle que volviera a tomar el mando, «se mostró sorprendido».

Pero Stalin regresó al Kremlin y retomó las riendas. Y volvió a sus malos hábitos, la paranoia que le hacía desconfiar de todos los de su alrededor (mataría o enviaría al gulag a todos sus cuñados, cuñadas, nuera e incluso nieta). En esta ocasión, sin embargo, tenía cierta razón. En octubre, con los nazis llegando a Moscú sin nada que los detuviera, la situación era casi de motín, en las calles se quemaban fotografías de Stalin y carnets del Partido Comunista, y la gente agredía a los dirigentes que abandonaban la capital en sus coches oficiales.

Porque el Gobierno, todas las autoridades y altos cuadros del Partido Comunista, las grandes figuras del arte y la inteligencia, hasta la momia de Lenin, estaban abandonando Moscú. El máximo dirigente, Stalin, tenía preparado su tren personal en su estación secreta para irse a Kuibyshev, donde se había instalado la capital provisional. Paseaba arriba y abajo del andén enfrentándose a un dilema histórico, mientras recordaba Guerra y paz. Finalmente se quedó.

La 4ª compañía

Decidido a no abandonar Moscú, Stalin tenía su última línea de defensa en el Kremlin, la histórica fortaleza desde donde habían ejercido los zares su poder autocrático. ¿Y a quién iba a confiar su defensa, de quién podía fiarse Stalin? De los comunistas españoles.

Se creó un regimiento muy especial con miembros del Komintern, es decir, comunistas extranjeros que observaban una lealtad total hacía Stalin. No formaba parte del Ejército Rojo, sino de la NKWD, la temible policía política que aseguraba el poder del dictador (llamada luego KGB). Su nombre oficial era 1er Regimiento de la División Especial Motorizada del Ministerio del Interior. Dentro de la elite había una súperelite, la 4ª Compañía, a la que se asignó concretamente la defensa del Kremlin, es decir, la protección de Stalin.

La 4ª Compañía estaba formada exclusivamente por españoles, aunque también hubiera españoles en otras compañías. Su comandante era Peregrín Pérez Galarza, que había mandado la 75 División Guerrillera en nuestra Guerra Civil. Comisario político fue designado Celestino Alonso, y tenientes al frente de las tres secciones Roque Serna, Américo Brizuela y Justo López de la Fuente. Los dos últimos habían mandado brigadas en la Guerra Civil, mientras que Serna fue comisario político de otra brigada. Y entre la tropa había también combatientes experimentados que en España habían sido el equivalente a generales o coroneles, formaban por lo tanto no sólo una fuerza de máxima confianza política para Stalin, sino una extraordinaria unidad militar por el currículum de sus miembros, como aquel «Escuadrón Sagrado» que formó Napoleón en la retirada de Rusia, en el que eran simples soldados los generales y jefes que se habían quedado sin tropas pero conservaban caballo. 

La 4ª Compañía desfiló en perfecta formación por la Plaza Roja para entrar en el Kremlin, seguida de otra en la que había una sección austriaca y una sección española (en la que estaba el que luego sería jefe de seguridad de Santiago Carrillo, Pepe Gros, que me contaría el acontecimiento). Iban cantando sus canciones de guerra, unos en español, otros en alemán, y por Moscú se corrió una falsa noticia: «¡Han llegado las Brigadas Internacionales!». Las Brigadas Internacionales eran un mito de la Guerra de España, y su supuesta llegada levantó la moral de los defensores de Moscú, que rechazaron el asalto alemán.

Sin disparar un solo tiro, la 4ª Compañía contribuyó a detener la ofensiva alemana. Pasado el peligro de que los nazis entrasen en Moscú, la 4ª Compañía abandonó la defensa del Kremlin y marchó hacia el Noroeste de la capital, donde tuvo su bautismo de fuego frente a los alemanes y sufrió sus primeras bajas. Y luego continuó la guerra, pero eso es ya otra historia.

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