Juan Carlos I: un regatista incómodo
«Ahora al final de su vida debe reconocer que se rio de todos cuando declaró en uno de sus últimos discursos navideños que la ley era igual para todos»
Pudo haber sido el mejor rey de la historia de España, pero su comportamiento irregular durante su última etapa deja su imagen bastante manchada y a la institución monárquica tocada. Juan Carlos I (Roma, 1938), a quien corresponde el título honorífico de Rey Emérito, ha viajado a España a pasar unos días. Mañana lunes regresará a Abu Dabi (Emiratos Árabes Unidos), su residencia oficial desde que «voluntariamente» abandonara España en agosto de 2020 para que, según explicó él mismo en un comunicado, sus problemas judiciales no dificultaran el reinado de su hijo, Felipe VI. Su salida, pactada por la Casa Real con el primer ministro, Pedro Sánchez, fue considerada por muchos analistas como un error pues de algún modo parecía como si el anterior monarca huyera del país. Y en realidad así lo vieron Unidas Podemos y los grupos nacionalistas catalanes y vascos, que lo tildaron de fugado.
Todo ha pretendido ser medido. Calculado al milímetro. Su visita se ha centrado en la invitación realizada por su gran amigo Pedro Campo, presidente del Club Náutico de Sanxenxo (Pontevedra) para asistir y participar en el campeonato nacional de regatas. Sin embargo, todo más bien parece una secuencia de una ópera bufa con gente jaleándole a su llegada al centro deportivo y la oposición de izquierda lo insulta. El Rey Padre ha vuelto al país en avión privado, ha sido recibido en el aeropuerto de Vigo por su hija mayor, la infanta Elena, y tras el fin de semana náutico viajará mañana a Madrid para reunirse con su hijo y actual monarca, Felipe VI, así como con la Reina Madre, doña Sofía. Y luego sin pernoctar volverá a su triste y dorado exilio árabe. ¿De qué hablarán?
¿Para eso tanto ruido? Juan Carlos I, al parecer, enfadado porque ni la Casa Real ni el Gobierno accedieron a su petición de poder hospedarse siquiera una noche en el Palacio de la Zarzuela, su antigua residencia, decidió que su viaje a Madrid fuera casi como si se tratara de una escala técnica antes de volver a su autoexilio dorado en Abu Dabi.
A Juan Carlos I se le notaba a su llegada una mirada melancólica, emocionada pero repleta de tristeza, la imagen de un hombre solitario y enfermo. Él sabe perfectamente que su figura pública está dañada de modo irreversible pese a que la justicia ha cerrado en marzo pasado las tres causas abiertas contra él. El pueblo llano, la ciudadanía en general, soberano pero muchas veces cruel justiciero, ya dictó sentencia: le condenó antes de abdicar en su hijo Felipe en 2014 y en medio del escándalo de corrupción de su yerno, Iñaki Urdangarín.
En la primavera del año anterior había ocurrido lo de su desafortunada caída en el bungalow rompiéndose la cadera, cuando participaba junto con figuras saudíes en una cacería de elefantes en Botsuana, organizada por Corinna zu Sayn-Wittgenstein, más conocida como Corinna Larsen, una empresaria alemana de origen danés que estuvo casada con un aristócrata alemán. Ella, con su inteligencia y belleza, cautivó al entonces rey de España. Sus trapicheos como su labor de relaciones públicas y asesora pusieron en la picota a Juan Carlos I, dispuesto a divorciarse por amor, e hicieron tambalear a la propia institución monárquica. Fue a ella a quien regaló los polémicos 64 millones de euros que supuestamente el Gobierno saudí le obsequió como agradecimiento en las negociaciones del contrato de la construcción del AVE a La Meca. Más tarde, como si de un sainete amoroso se tratara, el emérito exigió a la intrépida conseguidora que se lo devolviera, despechado por el hecho de que ella había decidido romper sentimentalmente con él. El litigio aún no está cerrado pues la causa tiene que ser juzgada por la Corte británica. Corinna acusa de acoso a su ex amante y al ex jefe de los servicios de inteligencia españoles.
Juan Carlos I, una figura de gran trascendencia histórica durante la segunda mitad del siglo pasado, motor de la reinstauración de la monarquía y de la Transición Democrática, así como clave para abortar el intento golpista de 1981, ha tenido dos grandes debilidades a lo largo de su vida y en particular durante su reinado: las mujeres y el afán y preocupación por el dinero. Esto último casi al final de su mandato, obsesionado de que un día pudiera ocurrirle lo que sucedió a su abuelo Alfonso XIII y luego a su padre, Juan de Borbón, que sufrieron penuria durante el exilio. Lo de las féminas forma parte del gen borbónico. La prensa supo de sus andanzas y de sus amoríos. Se lo reían y consentían. Bajaban la voz cuando de las faldas pasaba la historia a asuntos de negocios poco limpios. Era un secreto que los medios pactaron con Zarzuela. Lo de Corinna fue mucho más serio.
En marzo pasado la Fiscalía Anticorrupción archivó después de largo tiempo las tres causas abiertas contra Juan Carlos I aun cuando éste nunca fue imputado de ninguna de ellas, al considerar que las mismas o estaban prescritas o no se podía imputar ilícito alguno por haber ocurrido con anterioridad a 2014, año de su abdicación, y por consiguiente su persona era inviolable conforme a la Constitución. A ellas hay que agregar su irregular conducta fiscal después de dejar de ser rey. Juan Carlos I admitió haber cometido fraude en al menos dos ejercicios y decidió adelantarse a Hacienda regularizando más de cinco millones de euros para evitar ser acusado de delito de blanqueo de dinero.
Las relaciones con su hijo, el rey Felipe VI, y su nuera, la reina Leticia, siguen siendo bastante tensas. El actual monarca decidió en marzo de 2020 despojarle de su asignación anual de casi 200.000 euros al empezar a conocerse sus casos de irregularidades. Ahora, cuando la Fiscalía Anticorrupción anuncia el archivo de las diligencias abiertas, la situación ha mejorado un poco. El emérito se sirvió de una carta en la que le comunicaba al hijo que había decidido establecer su residencia en Abu Dabi y de venir de vez en cuando a España como acaba de ocurrir. Se supone que a partir de ahora sus viajes despertarán menos atención y se convertirán en rutinarios. En cualquier caso, tendrá que solucionarse antes dónde se alojará.
Pero el nudo gordiano de esta penosa historia es la exigencia reclamada por casi todas las fuerzas políticas y la ciudadanía en general de que el emérito pida públicamente perdón por sus errores. Errores que no sólo han manchado irreversiblemente su figura, sino lastrado a la Corona y al actual monarca. Ese gesto pretendió despacharlo con tres palabras en la carta que le envió a su hijo en marzo último manifestando su voluntad de residir en Emiratos Árabes Unidos. Muy insuficiente. Un gesto parecido a esa frase ya famosa que salió forzada de su boca tras de lo de Botsuana: «Lo siento mucho. No volverá a ocurrir». ¡Y lo malo es que volvió a ocurrir con sus irregularidades con Hacienda! La Casa Real, sus asesores, abogados y amigos deben persuadirle a transmitir un perdón profundo y sincero. Algo servirá para que su imagen mejore, pero sobre todo beneficiará a su hijo, Felipe VI, y a la Corona. Si luchó y logró desmontar las estructuras de la dictadura franquista, ahora al final de su vida debe reconocer que se rio de todos cuando declaró en uno de sus últimos discursos navideños que la ley era igual para todos. Para casi todos, Majestad.
De los errores se aprende. Gobierne quien gobierne en España resulta inaplazable una ley orgánica de la Corona, que acabe con la inviolabilidad del jefe del Estado al menos para aquellos delitos fuera del ámbito público. Cuanto más tarden los legisladores en ponerse a la faena más se debilitará la institución monárquica.