Qué les pasa a los médicos
Reducir el malestar a más dinero y personal es una simplificación. Hay que renovar un sistema de sanidad pública agotado e insatisfactorio para galenos y pacientes
La relación de los ciudadanos y los sanitarios con el Sistema Nacional de Salud (SNS) se está enrareciendo. Es una pena, ya que desde hace mucho tiempo es una institución que cumple una función social tan capital que siempre ha existido cierta renuencia a criticar sus carencias. Sin embargo, ahora las quejas están empezado a ser claras y audibles. En los peores momentos de la pandemia, la gente aplaudió con sincero agradecimiento a sus denodados sanitarios. Pero esto ya es historia porque, paradójicamente, ha sido la covid la que ha hecho que la ciudadanía e incluso sus propios trabajadores fueran más conscientes de las debilidades de la sanidad.
Fallas que ya se conocían, no es algo nuevo. Por dar una fecha, en 1991, el llamado Informe Abril, que se presentó en el Congreso de los Diputados, avisó a nuestros parlamentarios y mandatarios de «un cierto agotamiento del sistema sanitario» y cómo tonificarlo; después, se han publicado cientos de análisis y estudios. Frente al dilema de renovarse o morir, la sanidad pública (como organización o sistema) pareciera que nunca haya apostado por lo primero. Y cuando se dejan las cosas como están, no se conservan, se pudren.
A pesar de lo dicho, sería injusto no reconocer que nuestro SNS es una historia de éxito y constituye un espejo en el que se miran muchos de los más de 200 países y territorios en los que nuestra especie ha parcelado el mundo. Solo un dato: su enorme capilaridad hace que las consultas de nuestros médicos de familia y pediatras atiendan, cada 33 horas, un millón de personas. Además, el SNS presta sus servicios con una buena relación calidad-precio. Otro tema es cómo lo consigue, especialmente, en su primera rúbrica de gasto, la dedicada al personal que representa casi el 45% de todo el gasto sanitario público (figura 1).
Pero antes de entrar de lleno en las desavenencias de los médicos con su empleador se hacen algunas consideraciones previas para que se entienda mejor lo que está sucediendo, pues todo tiene su historia. Empezaré con tres reflexiones sobre los sistemas sanitarios para, luego, entrar en los antecedentes de la disensión y, seguidamente, exponer las causas del malestar.
Primera. No existe un modelo sanitario fetén. Los países de la UE, los vecinos con los que tenemos que compararnos, organizan su sanidad de diversas formas. Lo único que tienen en común es la intervención y la financiación pública con el objeto de aminorar los fallos del mercado que, de no ser así, conducirían a la inequidad y la discriminación.
Segunda. Quienes tienen que enjuiciar la solvencia de cada modelo son, antes que nada, los usuarios que, además, lo costean. Perspectiva que debería estar mucho más presente en los análisis y trabajos sobre esta materia, al igual que la de los sanitarios. A esta última nuestro SNS le ha prestado muy poca atención y es lo que explica ―en buena medida― que de tiempo en tiempo su personal se soliviante. Su larvado malestar siempre ha estado ahí. Por lo que, a veces, basta con una declaración desafortunada o una propuesta poco meditada para que el río se revuelva y algunos pescadores aprovechen para echar sus redes.
Y tercera. Al igual que en otros sectores, la sanidad también está influenciada por la «captura intelectual» que, como enseña Fukuyama en su último libro, es la que tiene lugar cuando los técnicos y académicos han recibido la misma formación e información, y en su ambiente de trabajo todos comparten parecidas posiciones e intereses, lo que les lleva a comprender el marco existente como algo inmejorable.
Dime de qué presumes…
Con tantas inauguraciones, discursos y entrevistas aprovechados para publicitar algo tan indemostrable como que «tenemos la mejor sanidad del mundo», los prebostes de la sanidad pública no han tenido tiempo para reparar en los pródromos que debían haberles alertado del agotamiento del SNS. ¿Para qué preocuparse de algo que funciona de maravilla? Basten como muestra de ese paulatino desgaste tres datos.
- Casi el 20% (10 millones) de los españoles, el doble que en 2001 (10%), tienen contratado un seguro sanitario privado (figura 2). Sobre este hecho se pueden hacer distintas interpretaciones, pero hay una inequívoca: uno de cada cinco españoles ―quizá los que pueden costearse un seguro duplicado― no está satisfecho con el SNS (motivo por el que contrata una póliza privada).
- El 76,3% (1.132.378) de los funcionarios mutualistas de Muface (1.483.860) y el 91% (84.198) de los de Mugeju (90.629) escogen la sanidad privada frente al SNS. (A esto habría que añadir las 576.314 personas protegidas por el Isfas.) No se trata de grupos desinformados, por lo que es pertinente preguntarse por qué los funcionarios evitan la sanidad pública, si es de las mejores del mundo como pregonan los heraldos oficiales.
- Si nos comparamos (figura 3) con los países de nuestro entorno, el porcentaje del gasto sanitario privado ―el que sale directamente del bolsillo― con relación al gasto sanitario total solo es superado por Grecia, Portugal e Italia, y dista notablemente del registrado en Alemania, Francia, Suecia, Irlanda, GB, Países Bajos o EU-27.
De acuerdo con el último Barómetro Sanitario, el 48,7% de los contribuyentes cree que el SNS precisa «cambios fundamentales» (31,9%) o que «funciona mal y necesita cambios profundos» (16,8%). Hace cinco años, ambos porcentajes sumaban el 30,9%. Hoy, el tiempo medio de espera para ser atendidos por un médico de primaria es de 8,54 días, el doble que hace cinco años (4,77 días). El Barómetro del CIS de noviembre de 2022 situaba la sanidad como el segundo «problema que más afecta personalmente» a los españoles, detrás de la situación económica y delante del paro.
En aras a entender con cierta perspectiva histórica lo que sucede, tiene su interés comentar que, en 1989, el Ministerio de Sanidad encargó un estudio para conocer el grado de satisfacción de la población con el SNS, los resultados fueron estos: el 49% de los encuestados declararon que el SNS necesitaba «cambios fundamentales» y el 28% que había que «reconstruirlo de nuevo».
Es incuestionable que una pandemia supone una durísima prueba de estrés para cualquier sistema sanitario ―en especial para sus trabajadores― de la que cuesta recuperarse. Pero los daños que inflige son aún mayores cuando los problemas estructurales ya existían antes. Y este es el caso de nuestro SNS que no se había recobrado de los efectos de la crisis de 2008, que explotó sin que estuviese ya entonces en buena forma. En toda su historia ha sido incapaz de cuadrar sus presupuestos.
Sea como sea, las dificultades con los médicos no solo afectan a España (aquí, aquí y aquí) y, dentro de ella, al menos, ocho de sus comunidades las están padeciendo con intensidad. Todo apunta a que los esquemas con los que venían funcionando los diferentes sistemas sanitarios no resultan satisfactorios para los galenos (ni para los pacientes). Un informe publicado hace un año por la Región de Europa de la OMS hacía notar las consecuencias potencialmente nefastas que podrían derivarse de la inacción de los gobiernos frente a esta realidad, pues «toda la Región enfrenta graves problemas relacionados con su personal».
La herencia: una ley y tres graves problemas
La Ley General de Sanidad (LGS) de 1986 supuso, antes que nada, un esfuerzo de indexación y, a veces, de regulación de los variados y numerosos aspectos que se entretejen en la actividad sanitaria. Además, definió el SNS «como el conjunto de los servicios de salud de las Comunidades Autónomas convenientemente coordinados» [sic], pero dejó sin solventar los dos problemas más nucleares que tenía y tiene, y sobre los que pivotan todos los demás (entre ellos su detestable e insalubre politización). Veámoslos.
Primero. No configuró un modelo laboral para los sanitarios, solo hizo la previsión (art. 85) de que en su desarrollo tendría que abordarse en un nuevo «estatuto marco». Esto sucedería 17 años después con la Ley 55/2003 en la que se consagró a los sanitarios como «funcionarios especiales» (art. 1) y, por ende, los facultó para poder disponer ―como se denomina en su jerga― de una «plaza en propiedad», un regalo envenenado. Y segundo, tampoco introdujo un modelo de gestión para las organizaciones sanitarias, de suerte que sigue sobreviviendo un antiguo y achacoso régimen administrativo muy burocratizado, una robusta férula que inmoviliza al sistema. En cierto sentido, la LGS fue un ejercicio de gatopardismo al no abordar lo fundamental. Un año después de promulgarse, en 1987, estalló la mayor huelga de médicos registrada en nuestro país.
Esto nos lleva al tercer gran problema del SNS: la falta de liderazgo y gobernanza. El Ministerio de Sanidad (creado en 1977), como ya apuntó Lidia Ramírez en este medio, a lo largo de sus 45 años de existencia, ha tenido 25 ministros. Esto significa que de media no han permanecido en su cargo ni siquiera dos años; seis apenas llegaron a cumplir un año y únicamente dos completaron un período cuatrienal. Algo similar ocurrió en el extinto Insalud que, en sus 23 años de existencia (1979-2002), vio pasar 14 directores o presidentes (la denominación cambió en 1996), es decir, la duración media en el cargo no superó los dos años y tan solo dos coronaron un cuatrienio. Parecido patrón de nombramientos y ceses se observa en las consejerías.
No hace falta documentar cómo el cambio de la máxima autoridad ministerial o de una consejería afecta al segundo nivel jerárquico (secretarios de estado, viceconsejeros y directores generales) e, incluso, al tercero (subdirectores y otros puestos funcionariales de libre designación). Los ceses y nombramientos se han convertido en algo habitual como consecuencia de la expropiación paulatina de las áreas técnicas y de gestión por parte de los perfiles políticos. En la sanidad, esta práctica se extiende hasta los gerentes y sus equipos. Además, las designaciones para las jefaturas de servicio en los hospitales suelen tener, de facto, carácter vitalicio.
Como las organizaciones son el vivo reflejo de los valores que adornan a los que las gobiernan, en el SNS han generado una cultura corporativa poco prona a fomentar y valorar el mérito y el esfuerzo. De ahí que los niveles de la carrera profesional, algo parecido a los sexenios docentes y que estaban llamados a ser un reconocimiento a la labor asistencial, docente e investigadora, han quedado reducidos a una gratificación que cae como fruta madura conforme se acumulan los trienios.
10 años para formar un especialista
Obviamente, los sistemas de salud no pueden funcionar sin sanitarios, especialmente, sin médicos, cuya formación resulta muy onerosa, tanto para ellos como para la comunidad. El tiempo mínimo que se requiere para formar un especialista es de 10 años (figura 4), lo que retrasa su entrada en la vida laboral casi hasta treintena.
En el embrollo del SNS con sus médicos (aquí, aquí, aquí y aquí) intervienen, junto con el tema crematístico, otros factores. Estamos ante un puzzle complicado. Y el marco actual está agotado, ¡qué más pruebas se necesitan! Hay que buscar otro más motivador y justo. Y esta tarea nunca será definitiva pues la sociedad y sus necesidades mudan de continuo. Lastimosamente, a proponer un nuevo marco propio del siglo XXI no han ayudado ni los sindicatos ni el establishment de la profesión que, además, carece de líderes claros y está bastante fragmentada (divide y vencerás).
En la figura 5 se exponen datos de 2019 procedentes de esta fuente, pues el SNS no facilita este tipo de información. En las dos primeras columnas se recogen los salarios (netos) que perciben los dos médicos de familia arquetípicos que se van a comparar: el «médico A» estaría al inicio de su actividad profesional (tendría 30 o más años y sin plaza fija) y el «médico B» finalizándola (tendría 55 o más años, plaza fija, 10 trienios y carrera profesional). Aunque los guarismos hayan podido experimentar cambios durante el primer trienio de la pandemia, sigue siendo una magnífica espontánea de lo que habita en nuestro SNS.
A igual trabajo desigual salario. Como se aprecia en la figura 5, las comunidades compiten entre sí por atraer médicos de familia jóvenes («médico A») ofreciéndoles mejores salarios (entre la máximo y el mínimo existe más de un 50% de diferencia). Ojo, no estamos hablando de empresas privadas, en cuyo caso poco habría que objetar, sino del SNS y de los supuestos valores que representa, y de empleados públicos que realizan el mismo trabajo. Sin embargo, en las zonas en las que cuesta encontrar galenos debería mejorarse la retribución e incluso ofrecerse otros incentivos.
Por otro lado, alguien ajeno a la profesión puede pensar que el «médico A», por ser más joven, realiza trabajos de menos responsabilidad que el «médico B». Pues no, hace exactamente la misma función y su carga de trabajo pude ser superior a la de los más veteranos, ya que estos suelen tener, merced a los sucesivos concursos de traslado, su «plaza en propiedad» en los centros con menos demanda y en turno de mañana (el más codiciado). Además, no es infrecuente que al «médico A» le cambien su lugar de trabajo de un día para otro, ni hace falta explicar cómo se reparten las vacaciones o quién soluciona muchas de las incidencias de cada jornada.
Así es el rito iniciático para los especialistas sin «plaza en propiedad» en los centros de salud y los hospitales del SNS. Pero los jóvenes ―y algunos más mayores― ya no estén dispuestos a aceptar este trágala porque «así algún día tendrás una ‘plaza en propiedad’». Y, si la deseas, «has de comulgar con ruedas molino como hemos hecho todos» (no hay peor cuña que la propia madera).
Precariedad
La precariedad y temporalidad como política de empleo. En 1978 llegó a haber matriculados 83.033 estudiantes en Medicina, más que médicos colegiados (75.081). Las secuelas de esta desmesura aún no han desaparecido. Por un lado, el sistema ha sido incapaz de formar como especialistas a todos los egresados de las facultades de Medicina (no faltan médicos sino determinados especialistas). Y, por otro, generó un enorme paro médico, especialmente, en los últimos lustros del siglo pasado. Fueron los tiempos que algunos acertadamente llaman del «petróleo barato».
Entonces era fácil encontrar un sustituto para cualquier vacante, no importaba ni el lugar, ni el turno, ni la duración del contrato y, a veces, ni la titulación, de esto surgieron los mestos (médicos especialistas sin título oficial), asunto que todavía colea y que ha vuelto a revivir la pandemia. Esta anomalía empoderó a los servicios de recursos humanos y creo un estilo de reclutamiento prepotente y no siempre alineado con la normativa, que aún está vigente y reforzó la crisis de 2008. Hoy, el porcentaje de interinidad en el SNS roza el 50%, todo al servicio de su primer objetivo: abaratar la remuneración del personal (figura 5).
La incuria como forma de gobierno. El RD-ley 16/2012, entre las medidas que contenía figuraba la creación en el Ministerio de Sanidad del Registro estatal de profesionales sanitarios, algo que ya había recogido la Ley 55/2003. Pues bien, en fechas recientes el Ministerio ha reconocido que, 10 años después, solo tiene filiados a menos de la mitad de los profesionales. En un informe que encargó ese departamento en 2021 para hacerse con la información que no es capaz de obtener, sus autoras tuvieron que recurrir a no menos 16 fuentes, aparte de los datos que quisieron aportar las comunidades, una labor de chinos que no se traducirá en nada práctico, seguirán «faltando» médicos porque nada se planifica.
No inflemos el número de galenos que emigra. Una crónica periodística comenzaba con esta entradilla: «Más de 3.500 facultativos han iniciado este año los trámites para trabajar en otro país, la cifra más alta de los últimos ocho años». Otro medio más creando confusión al equiparar el número de «certificados de idoneidad profesional» con el número de especialistas que emigra. En realidad, un año por otro, los que se marchan son unos 400, la mayoría extranjeros que regresan a su país. Para que el lector se haga una idea, esta cifra representa el 5,5% de los médicos que terminan anualmente el MIR.
No solo de pan vive el médico. Hace mucho tiempo que en la prensa y las redes sociales los médicos se quejan de hartazgo, frustración, cansancio y sobrecarga asistencial. Desde ninguna instancia que se sepa se está prestando la atención debida a este descontento ni investigando la forma de mitigarlo. Reducir el malestar a un tema económico es una simplificación. Como profesionales, los médicos quieren reconocimiento, respeto, perfeccionar sus habilidades clínicas, y hacer de la consulta una actividad que no sea un negociado burocrático ni una carrera contrarreloj. También desean tener más participación en aquellos aspectos organizativos que afectan directamente a la atención de sus pacientes, no quieren que otros se equivoquen por ellos. Y, por supuesto, están hasta la coronilla de ciertos compañeros que, amparándose en la permisividad del sistema, no hacen otra cosa que escabullir el bulto.
El fragor de una huelga emponzoña todo, es un mal momento para encontrar las mejores soluciones. Sería un triste final que todo quede reducido a «más dinero y más personal», y vuelta a la casilla de salida. La tragedia que está viviendo la sanidad inglesa, nuestro gran referente, nos muestra adonde se puede llegar. En todo caso, amigo galeno, ten presentes las palabras de Lucas, medice cura te ipsum, porque nadie lo va a hacer por ti.
José Luis Puerta es médico, doctor en Filosofía y ha dedicado parte de su vida profesional a la Salud Internacional.