Por qué es necesario un nuevo partido socialista
Una formación, liberal en política y socialdemócrata en economía, que recupere el espíritu de reconciliación nacional
Parece que la función de teatro llega por fin al desenlace previsto desde el primer acto y que, vulnerando la Constitución del 78, tendremos ley de amnistía (eufemismo: ley orgánica para normalizar la situación institucional, política y social de Cataluña) y un gobierno progresista-independentista que supondrá que los separatistas gobiernen no solo en la Generalitat y en Ajuria Enea sino también en Moncloa, dividiendo profundamente a la sociedad española a cambio de esa poco probable normalización de Cataluña. Con ello se pondrá fin a un ciclo político virtuoso que ha durado más de 40 años ¿Cuál es la razón de que según las últimas encuestas este proyecto de Sánchez, aunque no disponga de una mayoría social en España, siga siendo apoyado por un número muy similar al de electores que ya le dieron su voto en las últimas elecciones?
Una gran parte tal vez lo haga porque siguen el consejo de Keynes de no preocuparse por el largo plazo en el que estaremos todos muertos o porque, como sucedía con la mayoría silenciosa del franquismo, les importa más bien poco mientras las cosas vayan marchando. En mi opinión, sin embargo, esa conducta se debe más bien a una larga tradición de alienación de la izquierda española respecto a su país y, digámoslo con un eufemismo, también a la debilidad de sus convicciones democráticas; es decir, a que no ven ningún problema en que se vulnere la Constitución, que al fin y al cabo es cosa de la anterior generación, y a que tampoco sienten que un País Vasco y una Cataluña con mayor autonomía y recursos que otras regiones constituya ningún problema. En suma, se debe a que no les importa que para que gobiernen los suyos se cambie la Constitución de tapadillo o que «Pedro haga lo que tenga que hacer», como han resumido muy bien varios dirigentes del PSOE.
Es evidente que la mayoría de este electorado ignora el peligro real de que este camino lleve a una lenta pero bastante probable desintegración de la actual democracia española, y por ello los de la coalición se permiten incluso bromear con que «España no se va a romper», acusando de catastrofismo y de ser de derechas a todos los que (aunque es obvio que no se va a romper de golpe y porrazo) ven que se va a deteriorar a cámara lenta.
Esta es una de las razones por la que muchos han seguido fielmente a estos líderes en su deriva plurinacional nórdica (el sur para ellos ha dejado de existir, ya no les votan). Sin una cierta bonanza económica continua no será nada fácil sacarles de esa falsa conciencia que les hace identificar a los catalanistas con el progreso y a los españolistas con la reacción para llevarlos a defender el objetivo del socialismo; es decir, la igualdad de todos los ciudadanos independientemente de donde vivan. Alguien debería explicarnos algún día este misterio de que para estos conciudadanos el adjetivo españolista sea sinónimo de centralista y conservador, mientras catalanista lo sea de progresista y no de separatista; pero mientras tanto hay que contar con que hoy esa es exactamente la mentalidad de buena parte de la izquierda española.
«Las fuerzas progresistas se han aliado históricamente a los nacionalismos periféricos contra el poder central»
Esta deriva, desde un progresismo españolista que tenía su granero de votos en Andalucía, Extremadura y Castilla a comprarle el poder al nacionalismo de los ricos del norte tiene sus raíces en una larga tradición. La cuestión nacional y la cuestión social han estado entrelazadas desde el siglo XIX; y por aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, las fuerzas progresistas se han aliado históricamente a los nacionalismos periféricos contra el poder central, habitualmente conservador. La apropiación por Franco de la idea de España puso la guinda de este largo proceso que ha conducido a la alienación española de nuestra izquierda.
La visión edulcorada del nacionalismo periférico y la falsa conciencia en que el de Taifas es un reino de Jauja, se ha alimentado también de la vena antiimperialista y del imaginario de autodeterminación de los pueblos oprimidos, en el que se identifica a España con su pasado imperial y a los nacionalismos periféricos con los países colonizados. Para muestra basta un botón. Una ministra del Gobierno español proponía hace poco cambiar la fecha de la fiesta nacional del 12 de Octubre, en la que se celebra la cultura y la civilización en español, porque en su opinión lo que se recuerda es «un genocidio». Por esa regla de tres los americanos no tendrían que celebrar más el día de Acción de gracias y deberían dejar tranquilos en tan señalada fecha a los pavos; y no digamos qué tendrían que hacer los romanos, que todavía no han pedido perdón por las masacres que cometieron en Numancia contra los pobres celtíberos.
El hecho es que ha pasado ya casi medio siglo desde que ser español y progresista no se veía tan mal como en la actualidad. Los que cumplen ahora cuarenta no habían nacido cuando un PSOE, dirigido por el grupo de Sevilla (Felipe González y Alfonso Guerra), llegó al gobierno y su victoria fue comentada en The New York Times como el acceso al poder de «jóvenes nacionalistas españoles». Hoy, en cambio, son Salvador Illa y Patxi López, los que, con Yolanda Díaz y la suma de pequeño-nacionalistas de izquierda de aquí y allá respaldan la jugada de Sánchez y controlan el desarrollo del partido. Para ellos todos los demás somos centralistas intolerantes y uniformadores; y claro está, de derechas.
La película que la coalición ganadora ha proyectado en la sala de estar de nuestras casas es de nuevo, siguiendo la larga tradición de mezclar churras con merinas (cuestión social con cuestión nacional), la de la Gran Confusión, la ocultación de la cuestión territorial bajo el manto de la cuestión social con propuestas, por cierto, muy llamativas pero vacías de contenido.
Al electorado progresista ni siquiera le han dado a elegir entre igualdad social o territorial, porque se le ha llevado a la convicción de que la segunda no estaba en absoluto en peligro, que este alarmismo era cosa de la derecha. El fiel electorado, sin vislumbrar que muchas de esas políticas progresistas no pasan de descaradas compra de votos sin consecuencias estructurales contra la desigualdad, y asustado por la amenaza de la extrema derecha, ha optado (en una situación de aparente paz en los territorios en disputa) por comprar la bonita promesa de una «España plural», tragándose la rueda de molino de que Bildu, el PNV, ERC y Junts van a ser los adalides de esa feliz «nación de naciones» en la que todos nos vamos a llevar requetebién. Hay que reconocer que la jugada de Sánchez ha sido y es genial. Su manual de resistencia para hacerse con el poder y perpetuarse en él no tiene nada que envidiar a El Príncipe de Maquiavelo.
«El actual PSOE ha dejado de ser un partido institucional en España»
Es inútil, por tanto, a estas alturas pedir que lo que se ocultó y realmente se decidía antes de las últimas elecciones se someta ahora con claridad a una votación (nuevas elecciones o referéndum). Los que en unas semanas obtendrán de nuevo con toda probabilidad el poder gracias en parte a esta ocultación y en otra buena medida a que la izquierda no tiene nada clara la idea de España, saben que lo perderían; y son ellos los que tienen la llave. Así que nadie abrirá esa puerta.
Lo que sí ha quedado claro, después de los entusiastas aplausos a Sánchez, tanto del grupo parlamentario como del Comité Federal (de cuya unanimidad, si no fuera por Page, tendría envidia hasta el propio Xi Jinping), es que el actual PSOE ha dejado de ser un partido institucional en España y que solo se podrá contar con su electorado aparcando a los autores de su deriva.
Pensemos, por tanto, en el futuro. Si hubiera a nivel nacional un partido socialista netamente español con tan solo siete diputados tendría hoy la misma fuerza que Puigdemont (¡ahí es nada…!). Algunas encuestas, aunque es verdad que nos indican que la mayoría que votó a Sánchez volvería a hacerlo ( no se alarmen, votar lo mismo, no declarar unilateralmente la independencia), nos dan, sin embargo, cierto margen para la esperanza; porque no solo parece que de repetirse las elecciones la actual coalición independentista-progresista no tendría mayoría, sino que, aunque modesto, hay un buen puñado de electores de izquierda huérfanos de verdad (no cómo los que lloran al PSOE pero le votan).
No sería, por tanto, una mala idea que los críticos abandonasen el actual muñeco (el PSOE histórico), que Felipe González revistió desde Andalucía con finas sedas progresistas en los años setenta y que Zapatero y Sánchez han rellenado desde Cataluña y el País Vasco de estopa independentista, y refundar para lo que venga (¿las elecciones europeas, otras elecciones dentro de uno o dos años?) un nuevo partido socialista, liberal en política y socialdemócrata en economía, sin personalismos, con pluralidad interna de ideas y sensibilidades; un partido que apueste por fortalecer la democracia de la nación española y el sentimiento de ciudadanía común en todos sus territorios; y que promueva sin privilegios de ningún tipo las culturas, las lenguas y las identidades de todos; y, sobre todo, un partido que recupere el espíritu de la reconciliación nacional, el pluralismo y el respeto a la división de poderes que trajo la Constitución de 1978 y que Sánchez ha arrojado por la borda. Digámoslo claro. Este partido está perdido; si queremos seguir jugando tenemos que hacerlo en un nuevo partido.