¿Votantes o creyentes?
La persistencia de ideologías obsoletas y guerracivilistas priva a muchos ciudadanos de sentido crítico en política
Yo definiría la ideología como «pensamiento prêt-à-porter» (también podría hablarse de «pensamiento enlatado»), un modo de pensar que, como un traje que sirve para todas las medidas, proporciona una concepción del mundo para las muchas personas propensas a someterse al pensamiento ajeno, muy frecuentemente sin darse cuenta de tal propensión y tal sometimiento. La razón por la que se fabrica ropa prêt-à-porter es básicamente económica y, se reduce a lo que los economistas llaman economías de escala. Es mucho más barato fabricar y ensamblar una serie de piezas de tela exactamente iguales que hacer cada pieza de tela a la medida de cada cliente y ensamblarlas una a una. Y lo mismo se aplica a muchos tipos de productos, especial, pero no exclusivamente, a los industriales. Es más barato producir objetos en serie que de modo individual, y esto se aplica tanto a la fabricación de libros y periódicos, como a la de automóviles, teléfonos, electrodomésticos y un larguísimo etcétera. La economía al fin y al cabo es la ciencia que nos enseña cómo producir cosas con el menor esfuerzo, algo que nos había enseñado hace ya dos siglos y medio, en las primeras páginas de su gran obra, La riqueza de las naciones, Adam Smith, el padre de la economía, con su pintoresca descripción de una fábrica de alfileres.
Pues bien, la ideología nos enseña cómo formarnos una idea del mundo o de la sociedad, o de una parte de ellos, con el mínimo esfuerzo, es decir, adoptando una versión simplificada y más o menos comprensible de la solución o explicación del problema que nos preocupa, que es, muy frecuentemente, cuál sea el modelo óptimo de sociedad, o, inversamente, cuáles son las causas de que las sociedades que conocemos tengan tantas imperfecciones.
¿Qué diferencia hay entre ideología y ciencia? En principio, la diferencia es muy clara: la ciencia está basada en hechos demostrables y la ideología, no. Para los que nos dedicamos a las ciencias sociales, sin embargo, el problema radica en que en estas ciencias hay pocos hechos demostrables, debido en gran parte a que la naturaleza humana es maleable y variopinta y a que la sociedad humana, además, está en continuo movimiento, sobre todo en el mundo contemporáneo, sujeto a frecuentes cambios, debidos al progreso técnico y al consecuente crecimiento económico. Por eso, aunque poseemos una teoría económica muy elegante, matematizada y, yo diría, perfecta e indiscutible en principio, los economistas no se ponen de acuerdo y se dividen en una serie de escuelas enfrentadas, sumidas en continuos debates donde a menudo predomina más la fricción que la luz. Esto se debe, como acabo de decir, a que en ciencia social son muy pocos los hechos estrictamente demostrables. En otras palabras, incluso en la Economía, que es la más rigurosa de las ciencias sociales, la ciencia está inevitablemente mezclada con la ideología.
Yo no deseo ofender a nadie, pero creo que las formas más tempranas de ideología son las religiones, que tratan, por medios nada científicos, de dar cuenta del universo y de la sociedad humana, en sí misma y dentro de ese universo. Pero como las religiones no están basadas en hechos demostrables, sino más bien al contrario, es decir, están basadas en hechos intrínsecamente indemostrables, han resultado ser muy duraderas, porque si su verdad no puede probarse, su falsedad tampoco puede. Y ése me parece a mí ser el gran problema de las ideologías en general.
Yo tuve la fortuna de conocer en América al gran teólogo y filósofo polaco Josef-María Bochenski, del que aprendí mucho en unas cuantas conversaciones. Hablando del marxismo, que me parece una ideología prototípica y de gran trascendencia en la historia contemporánea (no creo estar diciendo nada nuevo), Bochenski pronunció una frase que nunca he olvidado: «El marxismo es una religión». Viniendo de una autoridad del pensamiento católico, esa frase me sorprendió por muchas razones, la más importante, que él estuviera poniendo en la misma categoría al marxismo, por el que no sentía ninguna simpatía, y al cristianismo, por el que, evidentemente, sí la sentía. Al principio me sorprendió, pero luego comprendí que para él el cristianismo estaba basado primaria y abiertamente en la fe.
«El problema del marxismo es que se pretendía científico y no lo era»
El problema del marxismo, en cambio, es que se pretendía científico y no lo era: no estaba basado en hechos demostrables, aunque decía estarlo; y, por lo tanto, era radicalmente falso. Apelaba a la fe pretendiendo apelar a la razón. De ahí lo que yo llamo la paradoja de Bochenski: una persona religiosa que acusa fundadamente al marxismo de ser una religión. Yo entonces, como hago ahora, hice una defensa matizada del marxismo; tenía razón el teólogo polaco, pero sólo en parte. El marxismo tiene mucho de ideología, y, por tanto, alberga un fuerte elemento religioso, pero también tiene elementos racionales y algunas de sus predicciones se han cumplido, aunque las fundamentales, no. En cuanto a su teoría económica, como dijo el gran economista Joseph Schumpeter hace ya casi un siglo, «está muerta y enterrada».
El ser humano es gregario y, en su mayoría, mentalmente perezoso. Es bastante común experimentar un período de religiosidad intensa al comienzo de la adolescencia que da paso bruscamente a un proceso de ideologización política. Las ideologías se absorben generalmente en la juventud, cuando los jóvenes se plantean su vida en sociedad y los problemas que esta inserción suscita. Es en los años de la enseñanza secundaria cuando las ideologías se absorben, en la escuela, tanto en las clases como en conversaciones con otros alumnos, a través de lecturas y de los medios de comunicación y, muy frecuentemente, en el seno de la familia. Es casi inevitable que los progenitores contribuyan mucho a la adopción de ideología por los jóvenes.
El gran problema que plantean las ideologías es que, al ser una mezcolanza de conceptos racionales e irracionales, una vez asentadas en las mentes juveniles, son muy duraderas y resistentes a las novedades; aunque la sociedad cambia, la pereza mental prevalece. Una vez impresa una ideología en una mente juvenil, es muy difícil no ya de desalojar, sino simplemente de modificar. Queda de tal manera troquelada en la mente que es muy difícil de borrar, como en general ocurre con los recuerdos de esa temprana etapa vital. Y aunque la sociedad cambie, los humanos permanecen aferrados a la ideología de su juventud. Como los malos generales, combaten la guerra de hoy con la estrategia de las de ayer. Y esto, en cualquier sociedad, es un problema, pero lo es más en las democracias, donde, en principio, gobiernan las mayorías; si una parte sustancial del electorado vota siguiendo ideologías obsoletas, la democracia actual puede acabar como la ateniense: condenando a muerte a Sócrates.
Un ejemplo palmario de la persistencia de las ideologías obsoletas es el del comunismo. Por razones que ya expuse en otro artículo (El Mundo, 4-12-2023), el comunismo leninista fue un fracaso estruendoso. Sin embargo, fue adoptado en otros países (China, Cuba, Venezuela, etc.) y hoy todavía son numerosos los partidos comunistas, sobre todo en países atrasados. Además, por sorprendente que parezca, el comunismo conserva su influencia en el mundo occidental. Caso notorio es el de España, en cuyo Gobierno hay ministros comunistas desde hace ya varios años.
«Los socialistas españoles han recurrido a un feminismo demagógico y a un culto a la Guerra Civil populista y totalitario»
El nuestro es un caso muy especial, porque, debido a la durísima experiencia de la Guerra Civil, ha quedado grabada en el inconsciente colectivo una engañosa imagen romántica del comunismo que se transmite por generaciones. A ello contribuye con entusiasmo el actual Partido Socialista, porque le interesa. Con el triunfo del programa socialdemócrata en los países ricos, los partidos socialistas se han quedado sin relato, hasta el extremo de que, en países importantes como Francia e Italia, esos partidos han desaparecido. Ante tal amenaza, los socialistas españoles han recurrido a un feminismo demagógico y contradictorio y a un culto a la Guerra Civil populista y totalitario. De ahí que los socialistas españoles difundan machaconamente una versión de la contienda simplificada, inventada, y maniquea, una suerte de película de buenos y malos en la que los que perdieron son los buenos, incluso los nacionalistas catalanes y vascos, cuyo separatismo contribuyó eficazmente a la derrota de la República. Y de ahí las leyes totalitarias, pretendidamente «democráticas», de «memoria histórica», que tratan de imponer con sanciones una verdad oficial sobre la guerra y sus orígenes.
Además de la persistencia de la memoria de la guerra, contribuyen al éxito de la ideología guerracivilista las lacras de nuestras instituciones educativas, que no promueven el desarrollo del espíritu crítico y que parecen incapaces de ofrecer versiones matizadas y complejas de nuestra historia. También contribuye a ello, el absurdo sentimiento de culpa, el miedo a la confrontación ideológica de la mayoría de los conservadores españoles. La difusión de las ideologías filocomunistas, maniqueas y acríticas, que más que ideologías son idiotologías (recordemos que «idiota» en griego clásico significaba persona aislada en sí misma), es muy peligrosa, porque priva a muchos ciudadanos del sentido crítico en política, les incapacita para superar el principio casi infantil de «voto a mi partido tenga o no razón», niega la posibilidad de una «gran coalición», tan común y útil en democracia, y convierte el disenso político en descalificación del contrario. En definitiva, las idiotologías idiotizan al ciudadano, paralizan su pensamiento, y abocan la democracia hacia el totalitarismo.