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Eduardo Zaplana: la caída de un 'dandy' amante del dinero

Podría ser definido como un individuo hábil a quien la fortuna nunca le dio la espalda hasta que apuntó demasiado alto

Eduardo Zaplana: la caída de un ‘dandy’ amante del dinero

Ilustración de Alejandra Svriz

En el año 2000, cuando José María Aznar le llama para venir a Madrid a ocupar la cartera de Trabajo y Asuntos Sociales, da saltos de alegría. No se lo llega a creer. En apenas una década, Eduardo Zaplana (Cartagena, 1956) había pasado de ser alcalde de Benidorm, gracias al voto de un tránsfuga concejal socialista, a presidente de la Generalitat valenciana y finalmente ministro del Reino de España y portavoz del Gobierno del PP. Toda una hazaña para este atractivo individuo, de buenos modales, que se distinguía por su sonrisa, su bronceado, sus perfectos trajes entallados y camisas de cuello horizontal bien planchadas y por ser el amigo de todos en Valencia. Abogado de formación, aunque no ejerció -en realidad, siempre fue político profesional en la peor acepción del término-, Zaplana aspiró a ser piloto aéreo, pero no paso los exámenes de ingreso. Ese revés lo compensó contrayendo matrimonio con la hija de un rico empresario hotelero, ligado a Alianza Popular, que fue quien le abrió las puertas de la política regional y le hizo olfatear el dinero fácil. En una conversación con un amigo, confesó que le encantaba el dinero y que siempre estaba necesitado de amasar más y más.

Ahora, Zaplana ha caído en lo más hondo de los infiernos. La Audiencia Provincial de Valencia le ha condenado a 10 años y cinco meses de cárcel y a más de 25 millones de euros de multa, culpable de prevaricación, cohecho, falsedad de documento y blanqueo de capitales. Siempre negó tener dinero ilegal fuera de España, pero la justicia ha determinado que llegó a blanquear más de 16 millones de euros en una sociedad pantalla en Luxemburgo con ramificaciones en Panamá. Esta condena es el resultado del juicio contra él y varios colaboradores suyos: su ex jefe de gabinete cuando era presidente de la Generalitat, su testaferro, así como dos de los sobrinos de quien fue director general de la Policía, Juan Cotino, ya fallecido, implicado también en las mordidas de la llamada Operación Erial, un escándalo de los noventa sobre la ilícita compra de estaciones de servicios de las inspecciones técnicas de vehículos. Como era previsible, ha recurrido la sentencia con la esperanza de que el Tribunal Supremo revise favorablemente la pena.

Lo más triste del proceso para él es verse traicionado por sus colaboradores y amigos, quienes pactaron con el tribunal admitiendo responsabilidades a fin de reducir su condena y en algún caso, como el expresidente de la Generalitat valenciana, José Luis Olivas, que ha sido directamente absuelto. Zaplana afirma estar decepcionado con el resultado. Él había declarado al inicio que no se sentía culpable de lo que se le estaba imputando y que nunca había tenido dinero fuera de España. Su caso es paradigmático de otros tantos de «cuello blanco», como el de Iñaki Urdangarin. Consideran no haber cometido ningún delito y así lo anuncian muy dignamente antes de ser procesados. Después, cuando son condenados por la Justicia humanizan su conducta y en algunos casos, como por ejemplo Rodrigo Rato, piden perdón a la sociedad antes de entrar en prisión.

Zaplana podría ser definido como un individuo hábil y escurridizo, a quien la fortuna nunca le dio la espalda hasta que con su osadía apuntó demasiado alto. Llegó a ensañarse duramente con él: la muerte de su hijo varón, de 22 años, en 2011, por una patología de nacimiento (tiene otras dos hijas); su propia enfermedad de leucemia en 2015 y finalmente su detención en 2018. La familia y su abogado solicitaron que no fuera encarcelado, pues su salud corría serio peligro debido al tratamiento que en esos momentos recibía. La Fiscalía se opuso y estuvo en prisión preventiva nueve meses ante el riesgo de fuga y destrucción de pruebas. No faltaron durante ese periodo numerosas peticiones para su puesta en libertad, procedentes tanto de la derecha como de la izquierda, apelando a razones humanitarias.

A Zaplana nada le salpicó los trajes de bella factura, como tampoco a su sucesor al frente del Gobierno regional, Francisco Camps. Salió airoso de una decena de querellas. Tenía ambiciones casi megalómanas, como poner a Valencia en el mapa internacional y ya de paso enriquecerse cobrando comisiones. Eligió a Julio Iglesias como embajador de la Comunidad Valenciana y la decisión volvió a ser muy gravosa para el erario público. Debió de pensar que el dinero no tiene dueño. El proyecto y realización de Terra Mítica, un parque temático próximo a Benidorm, no sólo fue un fracaso, sino que endeudó considerablemente las arcas de la comunidad. Todo ocurrió cuando él era ya presidente de la Generalitat y las sospechas fueron que se benefició de las actuaciones ilícitas de la construcción del proyecto. Pero se salvó.

Milagrosamente, eludió también su presunta responsabilidad en el caso Naseiro, un caso de corrupción del PP que estalló al poco de la llegada de Aznar a la presidencia del Gobierno y en el que estuvieron implicados varios dirigentes del partido, entre ellos su tesorero, Rosendo Naseiro por malversación de fondos, fraude fiscal y narcotráfico. El escándalo fue archivado por grabaciones obtenidas de modo ilícito y por consiguiente defecto de forma.

Ni siquiera le mancharon los atentados del 11-M. Él era entonces el portavoz del Ejecutivo y elaboró con Aznar y el ministro del Interior, Ángel Acebes, los primeros comunicados donde se aseguraba que ETA había sido la responsable de las bombas islamistas de marzo de 2004. Tras la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a la Moncloa y Mariano Rajoy a la jefatura de la oposición, el líder del PP decidió nombrarlo portavoz del grupo parlamentario popular. No se distinguió como orador, pero siempre que podía encendía a la bancada de su partido con teorías conspirativas sobre los verdaderos autores de la masacre en la que perecieron 192 personas y 2.000 resultaron heridas.

Fue en 2008 cuando Zaplana consideró que había llegado el momento de abandonar la política ‘profesional’ y pasarse a la privada para engordar su patrimonio. Telefónica le escoge como delegado para Europa del grupo de comunicación con un sueldo de 700.000 euros anuales. No siente nostalgia ni del ministerio ni del Parlamento. Sigue elegante, con ese bronceado para todas las estaciones, con esa sonrisa afable y ese gesto tan característico suyo de frotarse las manos, que sus detractores malévolamente lo identifican como la satisfacción de haber cerrado un negocio. Legal o ilegal es secundario. Sin embargo, es entonces cuando los astros se vuelven en su contra. Primero con la muerte de su hijo en 2011 y cuatro años más tarde con el descubrimiento de una leucemia que en un principio los médicos diagnosticaron terminal. En mayo de 2018, la policía lo detiene en su domicilio y es el principio del fin.  

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