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Diez apuntes sobre el futuro de Cataluña y España

«Los sufrientes del ‘procés’ catalán somos, quizás, más sensibles a cualquier señal política que anticipe la discordia social o la degradación institucional»

Diez apuntes sobre el futuro de Cataluña y España

Bandera de España rota. | CUADERNOS FAES

* Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

España no va bien. El Estado autonómico, pilar fundamental de nuestro Constitución, ha sido en gran medida una historia de éxito. Sin duda, la descentralización ha servido como un elemento liberal de división de poderes, de adaptación de políticas públicas a realidades específicas y de expresión del pluralismo cultural de nuestro país. No obstante, en los últimos tiempos, la irresponsabilidad política ha erosionado gravemente las virtudes de un sistema que necesitará algo más que un simple cambio de Gobierno.

En lugar de mejorar la educación y la sanidad, algunas autonomías han construido grandes aparatos burocráticos enfrentados a la unidad de mercado. La interesante limitación del poder central, caso de la liberal Comunidad de Madrid, ha dado paso, en otras autonomías, a la creación de monopolios políticos en manos de élites extractivas. Y la aceptación constitucional del pluralismo, lejos de facilitar la expresión de las identidades múltiples, ha derivado en Cataluña y otras regiones en la imposición de identidades sesgadas, excluyentes y empobrecedoras.

La aceptación constitucional del pluralismo, lejos de facilitar la expresión de las identidades múltiples, ha derivado en Cataluña y otras regiones en la imposición de identidades sesgadas, excluyentes y empobrecedoras

El procés separatista catalán fue el epítome de todos estos vicios y de muchos más. Pero ahora es el Gobierno de Pedro Sánchez el que transita desenfrenado por el mismo camino, un camino lleno de riesgos para la democracia y la libertad. Es cierto que hay dinámicas globales que favorecen el auge de los populismos, desde la incertidumbre económica de las clases medias hasta la polarización fomentada en las redes sociales; pero no es menos cierto que estas derivas se ven siempre empujadas por decisiones individuales de determinados líderes políticos. 

En este sentido, Sánchez ha cometido las mismas insensateces que en su día perpetró Artur Mas. Son, de hecho, políticos de similares características, a saber, un narcisismo a la altura de su insana ambición, una mediocridad intelectual, una responsabilidad bajo mínimos y un nulo amor por la verdad. Así, gran parte de lo que hoy nos pasa a todos los españoles tuvo sus inicios en Cataluña; por lo que resulta interesante volver la vista a esa comunidad autónoma y observar cómo su política interactúa e interactuará con la del resto de España. Permítanme, pues, unos breves apuntes sobre la cuestión.

1. El catalanismo murió de éxito

Este era un movimiento amplio y transversal en la Cataluña de la Transición y años posteriores. Su impronta fue más allá de la restauración de la Generalitat de Cataluña, ya que la propia Constitución española de 1978 no se entendería sin él. El catalanismo fue una defensa de la lengua y la cultura catalanas, del autogobierno de Cataluña y del liderazgo cultural, económico y social de España sin olvidar un firme compromiso europeísta. Tuvo un gran éxito, pero se pervirtió o, mejor dicho, lo pervirtieron. Tras haber contribuido a la construcción de la España moderna, de esta democracia plena y descentralizada, el catalanismo no supo gestionar sus logros, se acomodó en el falso victimismo, se fragmentó, se radicalizó y se volvió irreconocible. Hoy Convergència i Unió ya no existe. Y su prole se ha fugado con el separatismo personalista de Carles Puigdemont o ha fracasado electoralmente. El catalanismo murió. Y no se atisba ninguna resurrección, ya que no estamos hablando de un vacío político que deba o pueda ser ocupado, sino de un cambio social que convierte el catalanismo en un anacronismo. 2017 lo cambió todo.

El nacionalismo despreció la gestión de una amplísima autonomía, que ya querrían muchos Estados federales, y se lanzó a protagonizar un intento de revolución desde arriba que acabaría en sedición y condena. Fue una absoluta irresponsabilidad política

2. El procés separatista fue un coletazo populista

Durante los años previos al intento secesionista, el catalanismo sufrió un grave empobrecimiento intelectual. La falta de nuevos objetivos realistas le llevó a la sobreactuación. Es un caso evidente de lo que Kenneth Minogue denominó «el síndrome de San Jorge jubilado». Douglas Murray rescata esta idea en su clarividente libro La masa enfurecida (Península, 2020) en referencia al feminismo o el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos: «toda exhibición de virtud requiere exagerar los problemas, lo que a su vez hace que los problemas crezcan todavía más». Sirve para explicar también la mutación del catalanismo en un movimiento tan ensimismado como exaltado. De este modo, el nacionalismo despreció la gestión de una amplísima autonomía, que ya querrían muchos Estados federales, y se lanzó a protagonizar un intento de revolución desde arriba que acabaría en sedición y condena. Fue una absoluta irresponsabilidad política, pero la política no estaba sola en esa irresponsabilidad. Estaban los sindicatos que olvidaron la solidaridad entre los trabajadores. Y estaba una burguesía que despreciaba toda virtud burguesa. Como ha escrito el geógrafo francés Christophe Guilluy en su sugestivo libro No society (editorial Taurus, 2019), el procés separatista fue, en gran medida, un intento de secesión de los ricos. Asustados por el auge de aquel populismo de extrema izquierda que llegó a rodear el Parlament de Cataluña en 2010, Artur Mas encontró no pocos apoyos para lo que él mismo llamó la «transición nacional», es decir, el aquelarre nacional-populista ahora conocido como el procés catalán o separatista. Era la perversión del catalanismo reconvertido en un populismo identitario con su líder supuestamente carismático, su retórica demagógica y la invención y el señalamiento de enemigos del pueblo. En plena crisis económica, aquel político de apariencia tecnocrática condujo a una de las sociedades más prósperas de Europa a una aventura divisiva e irracional.

El declive económico de Cataluña es claro. Según datos recientes de la contabilidad regional publicados por el INE, es la comunidad española con menor crecimiento del PIB per cápita desde el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017

3. Ese procés murió, pero el separatismo sigue vivo

La independencia de Cataluña nunca fue posible. No había una mayoría social clara y constante dispuesta a asumir pérdidas personales reales. El apoyo internacional se limitaba a otros pocos separatismos y a impresentables agentes de la discordia como Rusia. Y la Generalitat tampoco logró consolidar las denominadas estructuras de Estado. Sin embargo, la «ensoñación» tuvo consecuencias muy reales: el traslado de miles de sedes sociales de empresas a otras comunidades autónomas, incontables pérdidas de oportunidades e inversiones económicas, un profundo y duradero desprestigio de las instituciones catalanas y una fractura social que afectó negativamente a la vida cotidiana de los ciudadanos.

El declive económico de Cataluña es claro. Según datos recientes de la contabilidad regional publicados por el INE, es la comunidad española con menor crecimiento del PIB per cápita desde el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. Hoy el PIB per cápita de Madrid es casi 7.000 euros mayor al de Cataluña. Pero también sería interesante conocer algún día el éxodo de personas que se fueron para no volver, una pérdida de capital humano que sí fue evaluada en casos parecidos como el de Quebec en la década de los 90. En definitiva, la (mala) política catalana había provocado ilusión y frustración en unos y miedo y tristeza en otros, aunque, finalmente, nos unió a todos los catalanes en el hartazgo. La fatiga nacionalista era inevitable, ya que el odio inducido por las élites no se puede mantener eternamente. Al final, la sociedad necesita hablar de otras cuestiones e, incluso, necesita volver a mirarse a los ojos sin rencor. Con todo, el nacionalismo sigue vivo. El radicalismo sigue teniendo premio electoral dentro de su bloque político. Y, lo que es peor, el nacionalismo ha encontrado en el partido socialista el mejor aliado para preparar las condiciones de un segundo asalto secesionista con más garantía de éxito. 

4. El gobierno del PSC repite los errores de los tripartitos

El hartazgo puede llevar a bajar la guardia y a comprar claudicación como animal de concordia. No debería ser así. No debemos engañarnos por la aparente tranquilidad en Cataluña. El PSC no es un partido separatista, ciertamente, pero, por comodidad política, sigue una agenda de separatismo lento, más sutil y, también, más eficaz. Debilita el Estado y adormece al constitucionalismo. El partido de Salvador Illa tropieza con la misma piedra nacionalista que aquellos caóticos tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla al poner los departamentos de cultura y política lingüística en manos de independentistas. La nueva consejera de Cultura, Sònia Hernández, ya fue directora general del Patrimonio Cultural con el anterior gobierno de ERC. Y el nuevo consejero de Política Lingüística, Francesc Xavier Vila, no solo formó parte de aquel gobierno de Pere Aragonés, sino que reconoce abiertamente: «soc independentista». Y, además, celebra tener con Illa «más recursos2 y «más incidencia» para sus políticas nacionalistas. Tampoco ha habido cambios notables, ni se esperan, en los medios de comunicación públicos o en el sistema educativo. Así, el PSC traiciona una vez más a sus bases. Se aprovechó del deseo mayoritario de «pasar página» para alcanzar el poder; pero, ya instalado en este, esa página la está pasando hacia atrás. De la mano de Pedro Sánchez, Illa está generando unas expectativas que, como en su día Pasqual Maragall y José Luis Rodríguez Zapatero con el nuevo Estatut, generarán, en el mejor de los casos, frustración. Si cumplen sus promesas, España andará hacia la total centrifugación con una mutación constitucional que nos acercaría a una confederación tan asimétrica como inestable. Si no cumplen sus promesas, mal menor, volvemos a la casilla de salida del procés.

5. Aquel procés murió, pero ha revivido en la política española

Es lo que denominé El proceso español (Editorial Deusto, 2021). Pedro Sánchez consumó en 2020 el pacto del insomnio con Pablo Iglesias, un gobierno de coalición que, por primera vez desde la Segunda República, aunaba a las izquierdas españolas en el poder ejecutivo. Para ello necesitó y consiguió el apoyo de quienes pocas semanas antes jaleaban la quema de las calles en Barcelona y el asalto de su aeropuerto. En la última jornada de aquella investidura, la diputada de ERC Monsterrat Bassa clamaba en su apoyo a Sánchez: «¡La gobernabilidad de España me importa un comino!». A Sánchez, también. A este no le importaba ni le importa tanto la gobernabilidad del país como obtener el control del aparato del Estado. Para ello, Sánchez y el PSOE no dudan en tomar, consciente o inconscientemente, el procés separatista como ejemplo a seguir. Así, tanto en el proceso español como en el catalán, se prioriza la propaganda por encima de la gestión. La verdad se sacrifica. La mentira oficial embarra el debate público.

Al final, los «enemigos» señalados acaban siendo compañeros de trabajo, amigos o familiares. De esta manera, se rompió Cataluña en dos comunidades. Y, de esta manera, intenta Sánchez levantar un muro entre los españoles

No se asaltan los cielos, sino las instituciones públicas. Y es que el populismo es algo más que una retórica demagógica, es también un proyecto político de aniquilación de controles y contrapoderes. Todo se concentra en el Ejecutivo. Lo intentó Carles Puigdemont con las leyes de transitoriedad jurídica del Parlamento catalán de aquel fatídico septiembre de 2017. Lo está consiguiendo más tarde Sánchez de una manera más sibilina y eficaz. Y, finalmente, para evitar cualquier rendición de cuentas ante su propio electorado, todo proceso incentiva la discordia en la sociedad. Se induce la crispación. Necesitan «tensión», como reconocía Zapatero ante un micrófono inesperadamente abierto. Así, convierten al adversario político en un enemigo existencial, y los seguidores permiten a sus líderes traspasar los límites democráticos necesarios con tal de evitar la alternancia en el poder. El ambiente político se vuelve irrespirable y alcanza a la sociedad. Al final, los “enemigos” señalados acaban siendo compañeros de trabajo, amigos o familiares. De esta manera, se rompió Cataluña en dos comunidades. Y, de esta manera, intenta Sánchez levantar un muro entre los españoles.

6. La calidad democrática de España se resiente

Complacer a separatistas y populistas tiene un coste para la democracia. Resistir en la Moncloa a toda costa, también. No es que Sánchez tenga un proyecto diseñado para acabar con la democracia liberal, pero tampoco tiene vocación de preservarla y cuidarla. Zapatero ya había iniciado un ataque cultural a la Transición democrática y Sánchez protagoniza ahora una Transición antidemocrática a nivel institucional. La pertenencia a la Unión Europea, los tribunales y una sociedad española más moderada de lo que transmiten los medios no permiten a Sánchez una brutalización directa de las instituciones como en Venezuela, pero, por seguir usando la terminología de Pierre Rosanvallon expuesta en su magnífico libro El siglo del populismo (Galaxia Gutenberg, 2020), sí estamos ante una preocupante desvitalización progresiva de estas. Sánchez es puro maquiavelismo. El fin –el mantenimiento del poder– le justifica el medio –acabar con cualquier contrapoder, atacar a jueces y periodistas–. Es lo que ayer intentaron los políticos separatistas en Cataluña. Es lo que hoy está consiguiendo Sánchez en toda España. Y es lo que los separatistas desean para su objetivo, que no es otro que debilitar el Estado y la Nación. Así pues, perdamos toda esperanza: los socios no dejarán caer a Sánchez. Junts per Catalunya gesticulará airado ante determinados incumplimientos 

–financiación, inversiones, amnistía o catalán en Europa–, pero le mantendrá en el poder tanto por intereses personales como por una cuestión estratégica. A los políticos independentistas les interesa una España peor. Y es precisamente lo que Sánchez les garantiza desde la Moncloa. Por lo tanto, nadie debería esperar de Carles Puigdemont sentido de Estado o responsabilidad política. Sus amenazas a Sánchez, como esa inocua petición de cuestión de confianza, no es más que gesticulación ante su electorado y el de ERC. Ellos dependen de Sánchez como Sánchez depende de ellos. Y ni a unos ni a otros les importa que España descienda en los índices de calidad democrática como señalan The Economist, Freedom House o The Rule of Law Index.

El proceso español abre la puerta a un futuro procés catalán más virulento. Las falsas promesas serán usadas para generar frustración y rabia en el futuro. La acción de Sánchez será, pues, usada contra España esté quien esté en el gobierno

7. Regenerar las instituciones es fundamental para recuperar la concordia

El conflicto es natural y necesario en democracia, pero este debe ser encauzado institucionalmente. Sin poner fin al proceso español, no habrá solución para la «cuestión catalana». De hecho, el proceso español abre la puerta a un futuro procés catalán más virulento. Las falsas promesas de Sánchez serán usadas para generar frustración y rabia en el futuro. La acción de Sánchez será, pues, usada contra España esté quien esté en el gobierno. No obstante, esta regeneración no vendrá ni liderada ni apoyada por el PSOE. Este se ha convertido en un partido que anda entre la semilealtad y la deslealtad a la democracia. La falta de patriotismo y una cultura democrática débil han hecho del PSOE un partido ideológicamente dependiente de unos socios tóxicos para España. Más vale tener en cuenta esta realidad que va más allá del liderazgo coyuntural de Pedro Sánchez para no generar falsas expectativas. Después de Sánchez no vendrá un Felipe González. El PSOE socialdemócrata a la europea fue una anécdota histórica. Hoy, como demuestran los diferentes escándalos que les acorralan, son una simple máquina de poder. Así pues, el centro-derecha debe prepararse concienzudamente para el postsanchismo. Sánchez pasará y España necesitará una profunda regeneración democrática a nivel cultural e institucional. Deberemos rescatar lo posible de aquel espíritu de concordia de la Transición, necesario para el impulso reformista, pero volver a un pasado idealizado no será posible: el centro-derecha deberá tener una alternativa preparada para corregir los errores de diseño constitucional. Deberá aprender de la experiencia, de lo que ocurre en España y de lo que ocurrió en Cataluña. No se trata de centralizar, sino de revertir la centrifugación. La desconcentración del Estado podría ser, por ejemplo, una opción en este sentido. La izquierda española se acoge al federalismo como una manera de descentralización que apacigüe a los nacionalistas. Sin embargo, el Estado autonómico –un modelo prácticamente federal– puede aprender de otros modelos federales y reformar las instituciones para que generen incentivos favorables al pacto y no al conflicto: clarificación de competencias, cooperación horizontal, corresponsabilidad fiscal. Ese reformismo debería alcanzar también el funcionamiento de las autonomías, especialmente la catalana. 

El nacionalismo –incluido el PSC– ve el bilingüismo como un obstáculo para su control social. Por esta razón, impone el monolingüismo en catalán en la escuela pública, aunque en la práctica nadie quiera que sus hijos se eduquen con una sola lengua vehicular no es fácil, pero el cambio es posible. Es posible convertir la mayoría social en una mayoría parlamentaria. Requiere inteligencia, esfuerzo y persistencia. Requiere, sobre todo, introducir a los catalanes no nacionalistas en la ecuación de cualquier solución

8. Cataluña necesita refundar democráticamente la Generalitat

Las instituciones catalanas tienen un problema con el pluralismo. Los nacionalistas –incluido el PSC– entienden la España plural como un mosaico, donde las comunidades históricas son teselas monocolor. Es decir, defienden el pluralismo del conjunto, pero lo niegan a las partes. En Cataluña, el nacionalismo –incluido el PSC– ve el bilingüismo como un obstáculo para su control social. Por esta razón, impone el monolingüismo en catalán en la escuela pública, aunque en la práctica nadie quiera que sus hijos se eduquen con una sola lengua vehicular. De hecho, ningún líder separatista lleva a sus hijos a escuelas de la mal llamada inmersión lingüística. No es, por tanto, un modelo de consenso, tampoco de éxito. La lingüística es una de las hipocresías que han empujado al sistema educativo catalán a una preocupante caída de nivel. Sin embargo, décadas de gobiernos nacionalistas han provocado que el problema con la libertad y el pluralismo vaya mucho más allá de las escuelas. Gran parte de los catalanes han dejado de considerar la Generalitat, el Parlament y los medios de comunicación públicos como algo propio. Consideran que pertenece a los nacionalistas y no auguran ninguna posibilidad de cambio. Esta realidad explica, en parte, la abstención del electorado constitucionalista en los comicios autonómicos. No es fácil, pero el cambio es posible. Es posible convertir la mayoría social en una mayoría parlamentaria. Requiere inteligencia, esfuerzo y persistencia. Requiere, sobre todo, introducir a los catalanes no nacionalistas en la ecuación de cualquier solución. Demasiado tiempo se ha perdido tratando de dilucidar si el nacionalista merece castigo o apaciguamiento. Mejor trabajemos en el fortalecimiento de esa Cataluña que también se siente española y que respeta la democracia y la ley. Esos demócratas no deben sentirse solos nunca más. Si defender la democracia española supone la muerte civil en Cataluña, la resistencia al nacionalismo será cada vez más marginal y menos atractiva, y el separatismo seguirá extendiéndose a otras comunidades españoles. Los incentivos a defender los valores constitucionales en esta comunidad deberían ser positivos. Durante décadas no lo han sido.

9. La esperanza son los jóvenes catalanes

A pocos les parece cierto, ya que es contraintuitivo, pero así es: el radicalismo identitario se haya en otras franjas de edad. Los jóvenes han desconectado del procés. Por una cuestión de edad han derrochado menos horas y menos emociones en un movimiento fracasado y lleno de mentiras. Su desapego resulta, pues, más fácil. La rebeldía ha cambiado de bando. El nacionalismo se percibe como pasado de moda y, por decirlo respetuosamente, muy poco urbano. Es algo que se percibe en las menguantes manifestaciones como las de la Diada. Baja la participación y sube la media de edad de los participantes. Encontrar a un joven con un lazo amarillo en Barcelona es hoy más difícil que encontrar a Wally. Una realidad que también confirman todos los estudios demoscópicos como los del Centre d’Estudis d’Opinió de la propia Generalitat. Los jóvenes abandonan el separatismo, giran hacia la derecha y les preocupan cuestiones como la economía, la vivienda y la seguridad. Lógico. Ya no están para utopías ni más promesas de paraísos terrenales que se convierten en infiernos burocráticos y fiscales. La inversión más rentable que pueden hacer las fuerzas no independentistas en Cataluña es, sin duda, la de atraer a la juventud. Es el momento. Los tradicionales medios de socialización del nacionalismo están fracasando. Sus referentes políticos están en crisis. Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, líderes del procés en 2017, han vuelto a ocupar el cargo máximo de sus respectivos partidos en 2024. El primero lo hizo a pesar de prometer abandonar la política si no era presidente de la Generalitat, y el segundo tras unas primarias que han dejado a ERC partida en dos.

Ambos políticos han perdido credibilidad entre los suyos y son percibidos como un molesto tapón por una parte no insustancial del separatismo. En este sentido, debemos estar atentos al previsible auge de Sílvia Orriols, líder del partido separatista Aliança Catalana. Más allá de los liderazgos, el sistema de medios de comunicación nacionalista también entra en crisis. TV3 ya no suma nadie a la causa. Se ha quedado en un canal de televisión para convencidos. El procés ha destruido una televisión que era excelente. De hecho, el uso social del catalán se debe en gran parte a la calidad de los programas culturales y deportivos que emitía TV3, así como a series locales e internacionales. Tampoco los medios subvencionados han quedado indemnes. La fractura y posterior decadencia de Cataluña no habría sido posible sin las falacias divulgadas por tantos medios dependientes del poder político. Fue pan para hoy y hambre para mañana. Liquidaron su credibilidad a cambio de una subvención. Hoy solo alcanzan a un público convencido, pero declinante. Por esta razón, el nacionalismo anda nervioso en busca de nuevas maneras de socializar a unos ciudadanos que ya no se informan, ni siquiera se distraen, con los medios tradicionales. Y no quedan ahí los destrozos de tantos años de irresponsabilidad política. La propia lengua catalana es también víctima del nacionalismo. El uso del catalán entre los jóvenes cae en picado. Como apuntó con brillantez Miquel Porta Perales en estas páginas, la lengua catalana se está latinizando, es decir, se está convirtiendo en una lengua del poder frente a un español percibido como lengua del pueblo. Los nuevos medios de comunicación, como las plataformas digitales, también empujan hacia las lenguas con más hablantes, pero es indudable que todo aquello que ha sido usado por el nacionalismo se ha ganado la antipatía de no pocos jóvenes. Ante las imposiciones políticas, la libertad siempre se abre paso, más en un mundo con tantas alternativas al alcance de la mano. 

La mejor noticia para la formación en las pasadas elecciones autonómicas no fue el aumento del número de diputados en el Parlament, de 3 a 15, sino la apertura de nuevos espacios sociológicos hasta ahora vetados. El PP empieza a rejuvenecer su electorado. Con una firmeza constitucionalista sin estridencias, captará antiguo votante del PSC harto de las cesiones a un Puigdemont que les humilló y les desprecia. Pero también tiene un campo para crecer debido a la necesidad de Cataluña de un reequilibrio ideológico. CiU renunció y sus descendientes aún flirtean con el intervencionismo y la «cultura del no a todo» de una izquierda tan nefasta como el procés para la economía catalana. Cataluña no superará la actual decadencia sin una agenda de libertad. Mientras se discutía si éramos catalanes, españoles, las dos cosas o ninguna, el mundo avanzaba sin esperar. Las oportunidades, como la sede de la Agencia Europea del Medicamento, se evaporaron. La ampliación del aeropuerto de Barcelona –clave para la conexión con Asia– sigue en un cajón por culpa de políticos catalanes. La transición energética de Cataluña se está haciendo en Aragón. Cataluña no liderará una cuarta revolución industrial si permanece dividida en dos. Y esta cruda realidad empiezan a entenderla también personas que apoyaron el nacionalismo. Algo está cambiando y es la oportunidad del Partido Popular de expandir su proyecto para una Cataluña mejor. Al nacionalismo no se le derrota ni cediendo ni usando sus mismas armas, sino por elevación, ofreciendo esa agenda de libertad necesaria para superar debates estériles y poner en marcha este gran motor de España que era Cataluña. Y, en este sentido, Barcelona es fundamental. La ciudad debe recuperar la ambición. El Partido Popular fue clave para que la alcaldía no cayera en los extremismos que lastraron la ciudad en el pasado. El presente y el futuro de las economías se decide en las ciudades globales. Madrid evidentemente ya lo es, pero Barcelona permanece constreñida por barreras geográficas, entre el mar y la montaña, pero, sobre todo, por barreras ideológicas, entre el aislacionismo nacionalista y el decrecimiento populista. El Partido Popular puede ofrecer un proyecto ambicioso y atractivo para la ciudad. Ya es un actor clave en la política municipal. Y puede serlo aún más en 2027. Sería fundamental para evitar cualquier deriva secesionista del resto de Cataluña y para lograr también esa necesaria refundación democrática de la Generalitat. Un Partido Popular con liderazgos consolidados y enraizados en la sociedad catalana también sería clave para un vuelco en las próximas elecciones generales, unas elecciones que deberían inaugurar la igualmente necesaria regeneración de las instituciones españolas.  

* Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista ‘Cuadernos FAES de pensamiento político’. Si quiere leer otros textos parecidos o saber más sobre esa publicación, puede visitar su página web.

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