¿Y no será la familia la responsable de la excepcional tasa de desempleo de España?
Tanto en innovación, como en educación o en rigidez del mercado laboral estamos instalados en la mediocridad y lo lógico es que también nuestro paro fuera mediocre, no pésimo
El Gobierno ha acogido con entusiasmo las afiliaciones de abril y hay que reconocer que, hechas las debidas salvedades (transfiguración de los antiguos temporales en fijos discontinuos, contratación pública, etc.), el dato no es malo. Los inscritos en la Seguridad Social superan los 20 millones y progresan todos los sectores, todos los territorios y todos los colectivos.
Eso no impide, por desgracia, que España siga liderando la Champions del paro. Con una tasa del 13,5%, duplicamos la media de la eurozona, y no estamos ante un fenómeno coyuntural. En 1975 el desempleo rondaba el 4%, pero se disparó con el regreso de millones de emigrantes y los choques del petróleo y, desde mediados de los 80, ni siquiera en los instantes de auge más intenso, como la burbuja inmobiliaria de principios del siglo XXI, hemos bajado del 7,9%.
¿Por qué?
Comiendo con un robot
Durante un sarao de startups que organizó en 2014 Israel, me sentaron en un restaurante con representantes de medio planeta. Tenía un periodista indio a mi derecha, otro italiano a mi izquierda y, enfrente, dos emprendedores: un sueco y una lituana. El sueco era apenas un crío de 22 años y ya facturaba no sé qué barbaridad con su firma de ciberseguridad. Nos contó que empezó a diseñar páginas web en el instituto, cuando vio que el hermano de un amigo las hacía y ligaba un montón. En seguida se dio cuenta de que la mayoría de los sitios de internet estaban llenos de brechas por las que podía uno colarse fácilmente y, como era un adolescente, empezó a colarse y a dejar notitas a los propietarios. Era una pura gamberrada, pero resultó una publicidad muy eficaz, porque los afectados no tardaron en ponerse en contacto con él para que les ayudara a reparar esas brechas. Así había reunido una pequeña fortuna y había podido al fin marcharse de casa de su madre.
—Ya había cumplido 18 años —añadió a modo de justificación.
El italiano y yo cruzamos una mirada.
—Guau —dijo el italiano—. Yo no me fui de casa de mis padres hasta los 30.
—¿Y mantienes la relación con tu madre? —pregunté al sueco.
—Mucho —me respondió—, estamos muy unidos. Hace poco cogí una pulmonía y me llamaba constantemente. Una vez a la semana, por lo menos.
—Guau —dije yo esta vez—. Si yo tuviera 22 años y cogiera una pulmonía, mi madre no me llamaría una vez cada siete días, sino siete veces cada día.
El italiano y el indio celebraron mi retruécano con una carcajada mientras el sueco nos observaba desconcertado.
—Son meridionales —le aclaró la letona—. Piensan que los nórdicos somos como robots.
Norte contra sur
«Hay regiones [de Occidente] en las que tradicionalmente el grupo familiar ha tenido prioridad sobre el individuo y otras en las que el individuo ha tenido prioridad sobre todo lo demás», escribe en Family Ties in Western Europe: Persistent Contrasts el sociólogo David Sven Reher. Una de las manifestaciones de esta diferencia es «el momento […] en que los miembros más jóvenes […] abandonan el hogar paterno». En Estados Unidos y el norte de Europa lo hacen «cuando consideran que han alcanzado el grado de madurez» necesario para instalarse por su cuenta. No esperan a tener un empleo fijo. Sobreviven con «contratos temporales o estacionales». Tampoco necesitan una vivienda en propiedad. «Comparten piso con amigos o colegas que se hallan en su misma fase vital».
En el Mediterráneo, por el contrario, la emancipación coincide con la firma de un contrato fijo y la boda. La fase que va del final de la adolescencia a la madurez se pasa en el hogar paterno.
Según Reher, esto viene siendo así desde tiempos inmemoriales y ha consolidado una espontánea y tupida red de seguridad. En Inglaterra, la Revolución industrial inundó las calles de ancianos desvalidos y obligó a promulgar las Leyes de Pobres. Esa normativa nunca existió en España, porque la familia y la Iglesia asumieron el cuidado de los más vulnerables.
Un análisis empírico
Pietro Garibaldi y Paolo Mauro, dos economistas del Departamento de Investigación del Fondo Monetario Internacional, intentaron desentrañar hace unos años por qué algunos países logran crear más empleo que otros y un primer motivo que en seguida viene a la mente es la innovación. Cuando se concibe un artículo de éxito (el coche, la radio, el PC), aumentan la demanda y la contratación. Los españoles tenemos muy interiorizado el unamuniano que inventen ellos y nos consideramos poco creativos, pero lo cierto es que en el índice global que elabora la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual no salimos tan mal parados. La última edición nos asigna un discreto puesto 30 de 132, lo que los autores consideran apropiado a nuestro nivel de desarrollo. Patentamos lo que nos corresponde.
Otro factor citado a menudo es la especialidad productiva y es verdad que en España, cuando se mira, por un lado, el empleo de cada comunidad y, por otro, el peso en su PIB del turismo, se aprecia una correlación: Andalucía, Canarias y Baleares, las tres regiones que más dependen de los visitantes, están también entre las que mayor paro registran. Aunque este efecto sectorial es innegable, su magnitud no parece grande. Garibaldi y Mauro ponen el ejemplo del comercio minorista. Muchos atribuyen a su expansión el éxito en la creación de empleo de algunas economías, pero cuando este ritmo se recalcula ignorando el comercio minorista, la clasificación no se altera: los países con mejores resultados siguen siendo los mismos. Según sus estimaciones, la especialización productiva solo explicaría «una quinta parte de la discrepancia total».
Mucho más relevante es, en su opinión, el funcionamiento del mercado laboral. Cuando las trabas al despido son altas y el poder de los sindicatos grande, las empresas se muestran menos proclives a contratar. Y cuando los subsidios son generosos, los parados tienen menos prisa por recolocarse. Pero, como sucedía con la innovación, España tampoco destaca ni para bien ni para mal en este ámbito. Tanto en el Índice de Flexibilidad del Empleo que elabora el Instituto para el Libre Mercado de Lituania como en los indicadores del Panorama para el Empleo de la OCDE figuramos en una zona templada.
Finalmente está la educación. El mercado demanda profesionales cada día más capacitados y, aunque en las últimas pruebas de PISA nuestros estudiantes quedaron a considerable distancia de los brillantes estonios y japoneses, tampoco fueron los peores de la OCDE. Una vez más, figuramos en esa áurea mediocridad que parece nuestra especialidad.
¿No debería ser ese también el lugar que nos correspondería en el ranking de desempleo?
No te digo que me lo mejores; iguálamelo
Las sociedades familísticas como la española están más cohesionadas y viven más pendientes de sus miembros. No hay tantos sintecho como en Estados Unidos y la soledad, los suicidios o el alcoholismo son menores que en Escandinavia. Pero el respaldo de la tribu eleva también lo que los economistas denominan salario de reserva. Los padres costean a los hijos la casa, la alimentación, el transporte y a menudo el ocio, de modo que si alguien quiere ficharlos, debe cubrir esos gastos. Son un poco como el Fumi de Morata de José Mota: «No te digo que me lo mejores; iguálamelo».
Muchos expertos creían que la modernización terminaría arrumbando esta institución secular, pero ninguna política ha conseguido alterar la actitud de los españoles hacia la familia. Al contrario. Ha sido la actitud de los españoles hacia la familia la que ha alterado la política. «Cuando en los 80 se empezó a liberalizar el mercado laboral», me explicaba el investigador de Analistas Socio Políticos Juan Carlos Rodríguez, «se protegió especialmente a los agentes clave para el sostén del hogar: los trabajadores maduros». El peso de los ajustes se descargó en los jóvenes, cuyo despido prácticamente libre permitía a las empresas reducir costes cuando las ventas caían. «El mercado laboral se segmentó para adaptarlo al modelo de familia».
Detrás de la dualidad que denuncian constantemente los organismos internacionales no hay, por tanto, un mero desajuste normativo que pueda resolverse con la enésima reforma del Estatuto de los Trabajadores. Hay toda una filosofía de vida a la que, por lo visto, no estamos dispuestos a renunciar.