Diego Garrocho: «Lo que nos hace demócratas es la actitud frente a las ideas que no defendemos»
El profesor de Ética habla con David Mejía sobre su vocación y sobre algunos dilemas político-morales de la actualidad
Diego Garrocho (Madrid, 1984) es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid, y presidente del Consejo Académico del think-tank Ethosfera. Es autor de Aristóteles. Una ética de las pasiones (2015) y Sobre la Nostalgia (2019), y colaborador del diario ABC.
PREGUNTA. Quiero empezar con tu decisión de dedicarte a la filosofía. Tú eres hijo de un abogado y de una enfermera, tenías otros referentes profesionales en casa. Cuéntanos cómo fue ese proceso de decisión, cómo fue recibido y si alguna vez te has arrepentido.
RESPUESTA. Es una buena pregunta, sobre todo la parte de si me arrepiento, porque para eso no tengo una respuesta segura. Yo, como casi todo el mundo, he crecido copiando. Hay gente que es muy singular y creativa, y puede inaugurar un camino de vida de manera estrictamente personal. Pero la inmensa mayoría de las personas copiamos, y a fuerza de copiar recreamos aquello que queremos ser. En mi familia, lógicamente, la filosofía no estaba presente de una manera muy protagonista. No era el camino previsible, aunque tampoco era del todo ajeno, porque había libros de filosofía en casa. Pero si yo estudié filosofía es por culpa de un maestro al que empecé a copiar: Paco Buil, mi profesor de Filosofía en el Instituto Cervantes, fue una persona que me cambió la vida. El instituto estaba en la glorieta de Embajadores, y él se paseaba por allí con libros de Aristóteles, de Platón y de Spinoza, y a mi aquello me parecía el mejor trabajo posible: estar en contacto con gente joven y leyendo grandes libros. Así que para mí fue un ejercicio de pura mímesis. Y a partir de ahí crece mi vocación y empiezo a estudiar filosofía con mucho fervor. A la pregunta de si me arrepiento… me he arrepentido en muchas ocasiones de haber estudiado filosofía. Yo sé que esto no se debe decir, que la exigencia de ser profesor universitario hace que tengamos que hacer proselitismo, pero ha sido un camino agridulce, como todos. No fue sencillo el encontrar una estabilidad laboral, de la que afortunadamente ya disfruto. Y no fue sencillo sostener ese rapto de originalidad que supone optar por unos estudios que no son lo más canónico. Pero pasado el tiempo, tengo la sensación de que no podría haber estudiado otra cosa.
P. ¿Y en qué momento te separas de ese modelo y asumes que tu vida está más en la universidad que en un instituto de secundaria?
R. Pues fue por pura posibilidad. Yo no soñaba, dentro del catálogo de opciones posible, con ser profesor universitario. Pero lo que sí fui es un empollón rabioso; tuve suerte y tuve condiciones para poder estudiar mucho y eso me procuró un muy buen expediente. Y prácticamente la vida me fue proponiendo seguir en la universidad a través de becas de investigación, lo que me hizo el camino de acceso relativamente sencillo. Además, en esa época se convocaron muy pocas plazas de secundaria: yo termino la carrera en 2007, explota justo después la crisis del 2008 y hay un repliegue económico que hace más difícil tomar ese camino más corto. Pasado el tiempo, me he convertido en una persona enamorada de la academia y probablemente sea el mejor sitio, no sé si donde cualquier ser humano puede estar, pero desde luego yo me encuentro muy honrado de estar ahí, soy muy feliz y me siento un privilegiado.
P. ¿Sigues en contacto con tu profesor?
R. Sí, sigo en contacto con él, además ahora vivimos muy cerca y de vez en cuando nos tomamos un café. Yo sigo sintiendo una veneración enorme por él, le admiro mucho. Y hasta hace muy poco seguía en contacto con casi todos los profesores. Yo era muy pesado, aparecía por el instituto y daba la brasa para escribir en el periódico del instituto, hasta que me lo prohibieron porque ya no tenía ningún sentido seguir escribiendo ahí.
P. Y dentro de la filosofía te has especializado en la rama de Ética. ¿Esta vocación también la descubriste en el camino?
R. Como te decía antes, las grandes decisiones se toman sin saber exactamente por qué. Si me preguntas por qué he comprado tal lavadora, te puedo explicar que he hecho una comparativa de lavadoras y que al final me he decantado por la relación calidad-precio de dicha lavadora. Pero hay preguntas para las que no existe respuesta, y momentos vitales en los que se toman esas decisiones. Por darle un punto de verosimilitud a mi opción, siempre tuve una vocación intensamente política, en un sentido amplio, no partidista. Y la disciplina donde se podía combinar esa vocación más teórica -más filosófica en un sentido abstracto- con la reflexión práctica era claramente el área de ética y filosofía política. Quizá ese fue el motivo que me inclinó hacia problemas que fueran visibles. Siempre he creído que la filosofía es fecunda y provechosa cuando las conclusiones a las que llega se pueden ver, se pueden vivir y se pueden tocar.
«Para un académico, la participación en la esfera pública no debería ser una opción»
P. Sí, la ética y la filosofía política son disciplinas que están más presentes en la esfera de discusión pública. Y tú no eres un académico que se haya quedado en su torre de marfil, sino que desciendes a la actualidad y te involucras, a través de los medios, en debates que están vivos.
R. Sí, eso es una urgencia. Es decir, quienes trabajamos en universidades públicas, y de algún modo gozamos de una generosidad social, de una confianza en nosotros como institución, tenemos que devolver esa confianza. En ese sentido, la participación en la esfera pública no debería ser una opción. Es legítimo que haya gente que no quiera tomar partido en la conversación pública, pero sí creo que de alguna manera debemos estar presentes y debemos transferir el conocimiento que se genera en la academia y llevarlo a un público más amplio. Muchas veces desde la academia se piensa que opinar sobre cuestiones de actualidad es un descenso desde esas grandes preguntas aladas, alambicadas y barrocas. Pero yo no creo que haya un descendimiento, lo que hay es un compromiso con la actualidad, un compromiso con la circunstancia en el sentido más propiamente orteguiano. La obligación de un pensador, con toda la modestia que entraña la palabra pensador, es pensar lo que pasa y por qué pasa en esta circunstancia concreta. Entonces, de nuevo, el proceso de decantación fue muy natural y además me permitía coquetear con otra de mis grandes filias, que es la filia literaria. Creo que la tradición de la columna en España tiene un pulso literario que no es reconocible en otras tradiciones, y eso me permitía ser sanamente infiel desde una vocación más estilística, más estética con la escritura. La columna es un lugar donde me encuentro muy cómodo y que me hace profundamente feliz.
P. Es un affaire consentido.
R. Sí, es una infidelidad pactada (ríe).
P. Dentro de estos debates éticos hay algunos que siempre vuelven, incluso cuando parecen zanjados. Pienso, por ejemplo, en el aborto, donde con la ley de plazos parecía que habíamos alcanzado un consenso. ¿Cuál es tu postura respecto a cómo se trata el aborto en la discusión pública?
R. Bueno, empezando por lo más general, hay un hecho que yo defiendo siempre, y es que ningún problema está zanjado. Una de las pocas cosas que enseña la historia de la filosofía es que no existe un problema que sea soluble o resoluble de manera definitiva. Por eso hay quienes confiamos en que el pluralismo, en el ámbito de la opinión, es un valor de las democracias liberales; es decir, debe existir una vigilancia permanente acerca de los consensos, y todo es renegociable. Yo creo que eso siempre es saludable, y cuanto más se hable, más se piense y más se reflexione acerca de un tema es bueno, porque incluso para ratificar el mismo consenso, tiene sentido que podamos actualizar las razones. Con respecto al aborto, me parece que es uno de los temas más complicados y en el que no se puede llegar a un equilibrio de máximos. Y lo que me preocupa, con respecto a estos debates, es la certidumbre o la rotundidad con la que se expresan muchas personas, tanto a favor como en contra. Yo creo que en este contexto cabe la prudencia, y cabe mantener soluciones de consenso que nos puedan llevar a un equilibrio medido, donde todo el mundo se encuentre razonablemente a gusto. Pero manteniendo siempre una ventana abierta para seguir conversando, porque creo que la interrupción voluntaria del embarazo exige resolver una premisa que por naturaleza es irresoluble, que es cuando comienza una vida humana. Yo no tengo una respuesta, y mi sensación es que nadie tiene una solución a ese problema. Pero al mismo tiempo, existe una soberanía reproductiva que es legítima, que se vindica por parte de las mujeres, y que exige que podamos tomar decisiones antes de tener una solución definitiva a la pregunta de dónde comienza una vida humana digna de plena protección.
«Una vez que un consenso se rompe, el enemigo también juega»
P. Estamos en un momento en el que muchos consensos se están deshilachando, ¿cómo ves esta tensión en la sociedad?
R. Yo creo que quien rompe un consenso, normalmente, lo hace movido por un afán utopista, donde cree que al romper el consenso va a poder aproximar el consenso hacia su escenario de interés. Pero en los últimos tiempos hemos visto que una vez que un consenso se rompe, el enemigo también juega, y al otro lado aparecen colectivos con intereses que son legítimos o que son defendibles. Y el caso del aborto es uno de esos ejercicios. Yo creo que la ley de plazos, francamente, no generaba un enorme debate social. Se entendía que existía un punto de encuentro muy razonable, y este es un melón que se abre, y en esa abertura, donde puede haber una prudencia o una imprudencia política, concurren dos fuerzas: los que querían llevarlo más lejos y aquellos que están dispuestos a una revisión entera del debate. Y lo que creo es que hay una lectura que políticamente tiene sentido actualizar, y es que abrir un consenso puede tener un precio: que se pierda el consenso previo al que se había llegado. Quizá, pasado el tiempo, añoremos algunos de los consensos que ahora se ponen en riesgo.
P. ¿Qué otros consensos añoras?
R. Añoro la concordia. Creo que se ha banalizado mucho que sigamos celebrando debates de una manera muy airada y casi violenta. El consenso del 78 es un ejemplo evidente: cuando Podemos comienza a hablar del «candado del 78», del «régimen del 78», viene a impugnar uno de los consensos que había hecho posible una convivencia pacífica y razonablemente próspera. Pero de pronto aparece VOX al otro lado del consenso, y nos encontramos que hay una fuerza parlamentaria nada minoritaria, nada desdeñable, que está dispuesta a impugnar ese consenso del 78 para llevarlo a su territorio. Entonces, de manera hobbesiana, lo que podemos esperar si queremos ser optimistas, es que esa amenaza de la muerte violenta, esa amenaza del daño, esa amenaza en abstracto de que los consensos se muevan, nos volverán a llevar a un ideal de una cierta concordia, donde todo el mundo esté dispuesto a vivir razonablemente incómodo, pero nadie se encuentre completamente desafectado de la comunidad política en la que vive.
P. ¿Es un problema de madurez social no aceptar que no todo funciona conforme nos gustaría?
R. Sí, sin duda. Creo que es un error pensar que lo que nos hace demócratas son las ideas que defendemos, porque lo que verdaderamente nos hace demócratas es la actitud que tenemos con respecto a las ideas que no defendemos.Hay personas que pueden alinearse con la defensa de valores democráticos, pero no admiten un disenso en los matices, o son incapaces de aceptar que la comunidad en la que viven va a asumir ciertas licencias dentro del régimen democrático con las que no se van a encontrar necesariamente a gusto. Entonces, ese ejercicio de afinación en el que se da una disputa pública sobre lugares donde se revisan los consensos es un equilibrio muy difícil de encontrar, y creo que es al que hay que aspirar. Esto lo definía muy bien Giovanni Sartori cuando planteaba que la democracia liberal es un régimen en el que si pierden los tuyos te vas a casa un poco decepcionado, como si pierde tu equipo, pero sabes que la prosperidad y calidad de vida que te habías procurado no se va a sentir amenazada.
P. Entiendo que en la venta de un órgano concurre el elemento de la irreversibilidad que lo hace algo diferente. Pero si hablamos del salario mínimo, coincidiremos en que lo necesitamos para evitar que un empleador abuse de personas en situación de extrema vulnerabilidad y que la premisa implícita es que ese consentimiento por parte del trabajador estaría viciado. ¿Haces la misma presuposición en el caso de la prostitución? ¿El consentimiento siempre es viciado?
R. Creo que en la mayoría de los casos, sí. Vuelvo a redefinirlo: yo no tengo nada en contra de imaginar que existe una posibilidad ontológica de que haya una mujer que libre y voluntariamente se prostituya. Si salimos de la tarima universitaria -porque yo me siento muy cómodo en estos debates, me encantan, los llevo a clase- y lo entendemos desde la perspectiva del legislador, creo que el precio a pagar es muchísimo mayor, y creo que es un error asumir que la libertad puede entenderse como un bien absoluto; esto no lo pienso yo, sino que lo asume casi toda la tradición clásica, no hay valores absolutos, ni siquiera la vida lo es. Un escenario de vida-contra-vida en el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, nos enseña que podemos matar a otro, siempre y cuando sea para salvarnos.
P. Y si toda relación sexual que se establece dentro de ese marco carece de consentimiento, ¿consideras que las penas deberían ser las mismas que para otra relación sexual no consentida?
R. Yo me considero una persona abolicionista, pero no asumo, por ejemplo, que la prostitución sea una violación, me parece un error, un disparate, y me parece una mala estrategia argumental. Creo que hay un consentimiento viciado, un consentimiento profundamente imperfecto e inducido normalmente por una situación de vulnerabilidad. Y además creo que esa condición general es la que debe respetarse desde el ejercicio legislativo. En todo caso, hay un ejercicio identitario de reconocimiento como comunidad moral, cuando entendemos una expresión muy rotunda que lo demuestra, que es que lamer genitales no es exactamente un trabajo. Yo creo que esa intuición moral es exportable y la podemos asumir. Se puede entender de una manera muy visible.
P. ¿Pero esa afirmación no implica cierto puritanismo al asociar la sexualidad a lo sucio o lo prohibido? ¿Es menos digno, por ejemplo, que limpiar retretes?
R. Sí, yo creo que profundamente sí. Y si en el futuro asumiéramos que hay trabajos especialmente gravosos o que pueden atentar o comprometer la dignidad de las personas, me interesará que prolonguemos el compromiso con la extinción de ese tipo de labores. Pero comencemos por el principio, y yo creo que este es un buen comienzo. Dicho esto, en ningún caso creo que la sexualidad sea algo sucio, turbio o malo. Lo que la estadística demuestra es que por cada escort imaginada en una tarima universitaria, cuando reflexionamos sobre estos temas, lo que existe son redes de prostitución y situaciones de consentimiento viciado.
P. Pero esto siempre ha sido ilegal.
R. De lo que se trata es de asumir si eso es un trabajo, y yo creo que no. Y no solo lo creo yo, creo que si salimos a la calle y preguntamos, todos lo veríamos así, por eso hay que confiar en las dinámicas parlamentarias y ser demócratas significa esto.
P. Si consideras que la venta de sexo es necesariamente indigna, entiendo que estás a favor de la abolición de la pornografía.
R. No, porque eso ya nos llevaría a un escenario que, efectivamente se puede llegar a parecer, pero no hay es un sometimiento directo entre el usuario y la persona que lo hace. Tampoco pensaría que es indigno; no es un problema de dignidad, porque con la palabra dignidad podemos defender prácticamente una cosa y su contrario. Pero sí creo que se genera un marco de protección para personas en circunstancias de vulnerabilidad cuando sacamos el intercambio sexual fuera del comercio, es algo que habla de un progreso moral.
P. Otra conversación que hemos tenido en alguna ocasión, y que socialmente siempre está en disputa, es la tauromaquia. Y vuelvo momentáneamente a la parte biográfica, sé que tú eres muy aficionado a los toros, pero los descubriste por tu cuenta.
R. Sí, porque no vengo de una familia taurina. Creo que una de las virtudes que tiene la tauromaquia es que es un atractor de otras artes. Interesa a los fotógrafos, a los poetas, a los artistas en general. Concentra mucho la atención de personas que se dedican a oficios creativos. Y yo llegué a la tauromaquia atraído por las personas que hablaban de toros y escribían de toros. Yo tenía alrededor gente a la que trataba, donde por fortuna se encontraban muchos intelectuales, y descubrí que la gente que yo más respetaba intelectualmente -que podía ir desde compañeros catedráticos de universidad, a gente de las catacumbas de Malasaña- todos tenían una rima común y es que eran muy taurinos, fervorosamente taurinos. Entonces, con los toros me ocurrió como con el arte contemporáneo, que en el grado cero de interpretación te parece una aberración. Con los toros me pasaba lo mismo: tenía un punto de aberración, pero descubrí que gente inteligente, que no eran de derechas, que no cumplían esos rasgos previsibles del universo del toro, hablaban con absoluta fascinación de los toros. Y entonces me formé, hice lo que hemos hecho tantas veces: el ignorante se pega a la gente que sabe y escuchando y poniendo la oreja, empieza a tirar del hilo. Y empecé a ir a la plaza y empezaron a pasar cosas. Al principio no entendía nada, pero me quedaba ahí pegado; leía y escuchaba, hasta que al final acabé entendiendo que es una expresión de muchos valores con los que yo estoy dispuesto a comprometerme públicamente.
«La tauromaquia asume la condición terrible del animal humano»
P. ¿Cuáles son esos valores?
R. Hay valores que pueden ser inmediatamente estéticos, y es un compromiso con algo inexplicable. Pero, por ejemplo, me parece relevante que una plaza de toros sea un lugar donde el público expresa un ejercicio de profunda modestia cuando va a ver a alguien que hace cosas que no sabemos hacer. También la ausencia de dolorismo: el otro día a Ginés Marín le cogió un toro, y salió de la plaza andando, sin ningún gesto de dolor, y su padre lo besó. Eso es lo contrario a cuando Neymar se tira en el área con gesto dolorido. Hay una convicción casi homérica, donde uno asume el dolor como una parte de su oficio, como una parte de la existencia, y lo acoge con toda su hondura. Creo que una plaza de toros es también un lugar donde se expresa el hiato ontológico entre el ser humano y el resto de los animales. Y esto entiendo que a mucha gente le pone muy nervioso, cuando tratan de establecer una continuidad en toda la escala natural. En una plaza de toros, hay una petición de principio con la que se arranca, que es que hay un animal, el hombre, que es distinto a todos los demás. Y luego también hay una dimensión que es política, es un espectáculo absolutamente democrático donde los trofeos los concede el público. Es una escuela donde se castigan determinados excesos. La sobriedad es un valor de la tauromaquia, también la ausencia de engaño. Es un arte no mimético, donde no se copia otra cosa, donde no se está recreando otra circunstancia, sino que se convoca una realidad terrible: se expone la muerte, que es algo que la sociedad contemporánea rehúye y oculta. La muerte es uno de los grandes tabúes contemporáneos, y la tauromaquia asume la condición terrible del animal humano. Y también es puntualmente violenta, yo no voy a señalar que no tenga algo de terrible, pero por eso es un arte, que podríamos calificar de nietzscheano, casi dionisíaco, donde asumimos nuestra condición, pero evacuamos, ritualizando de una manera pautada, esa pulsión terrible que se da en el animal humano.
P. ¿Y crees que esa «evacuación» beneficia a la sociedad?
R. Bueno, estoy dispuesto a que mucha gente asuma que no beneficia a la sociedad. Lo que sí que reivindico es el derecho a poder ir si yo quiero. A mí me puede gustar mucho Platón y alguien puede asumir que Platón es un disparate y que no hay que leerlo, pero eso no puede hacernos asumir que alguien me insulte por leer a Platón, o que no pueda haber libros de Platón en las librerías y que yo, dentro de mi libertad de cátedra, pueda explicar a Platón si considero que debe estar dentro del canon occidental. Yo creo que la tauromaquia es algo complejo, y creo que el debate debe seguir reproduciéndose, en línea con lo que señalábamos al principio.
P. Pero el debate no sé da por falta de comprensión, sino porque existe la intuición moral de que los animales pueden tener ciertos derechos: el toro es un mamífero, con su sistema nervioso central, y sabemos que sufre. Y en el caso de la tauromaquia el sufrimiento no lo provoca la necesidad, sino la voluntad de disfrute estético.
R. Primero quiero aclarar que no creo que los toros sea una experiencia de disfrute. Dicho esto, el primer debate sería si podemos matar o no animales. En este sentido, a un vegano le puedo criticar muchas cosas, pero no puedo comprometer que su condición sea lógica. Cree que, efectivamente, la vida del animal debe protegerse por encima de cualquier otro bien y por lo tanto asume que no come ningún tipo de carne. Si no, defendemos que podemos matar animales, sí, pero solo de un determinado modo, o se pueden matar en el matadero pero no en la plaza.
P. Los motivos importan: la alimentación no está a la misma altura que el espectáculo.
R. El toro de lidia se come.
P. Sí, pero no se ritualiza su muerte porque alguien vaya a comérselo.
R. No, pero es que es todo lo contrario, es decir, hay dos maneras de sacrificar a un animal destinado a la alimentación: una se hace en un matadero de una manera industrial, y en la otra se asume que esa muerte es importante.
P. Coincidimos en que sería una aberración moral que yo allanara la finca donde pasta un toro que va a ser toreado al día siguiente y lo torturara hasta la muerte. Pero torturarlo veinticuatro horas después en la plaza no lo sería. Es decir: algo inmoral se convierte en moral porque se ritualiza y mistifica. Hay un dilema.
R. Claro que presenta ciertos dilemas, y aquí hay una opción estética previa: o asumimos el arte como un territorio donde podemos explorar moralmente, y yo sí creo que el arte puede ser un escenario de experimentación moral, o asumimos que el arte tiene que ser un vehículo prescriptor de determinados valores, y que cuando expresa algo con lo que no creemos, lo queremos prohibir. Yo me siento mucho más próximo a lo primero, creo que podemos ensayar y ficcionar determinadas cuestiones morales en el ámbito del arte.
«En España ha habido élites que no han sabido estar a la altura de su privilegio»
P. Otro de tus compromisos tiene que ver con un think tank del que eres el director académico que se llama Ethosfera. Es una plataforma que aspira a mejorar la sociedad a través de sus élites. ¿Cuál crees que debería ser el papel de las élites y cómo puede contribuir a lograrlo esta nueva iniciativa?
R. Yo creo que las élites existen, y el problema está cuando las élites no existen. Otra cosa es a qué llamamos élites; si entendemos que las élites son las personas que tienen más dinero, más capital, esa es una manera un tanto tramposa de verlo. Pero es obvio que en cualquier sociedad hay personas que pueden más y personas que pueden menos y que incluso en ocasiones hay desigualdades que son legítimas. Hay personas que han conseguido cosas y que, por sus propios méritos, por fortuna o por determinadas circunstancias, ocupan puestos de especial decisión: por ejemplo, las magistraturas públicas. Creo que la democracia liberal, para que funcione en un sentido plenamente próspero, requiere de dos elementos. Uno es la arquitectura formal, en la que el discurso liberal es muy potente cuando explica cuál es la importancia de las instituciones, cuál es la importancia del imperio de la ley y cómo se estructura formalmente una comunidad moral. Pero para que se dé esa estructura perfecta, es necesaria la intervención de determinadas personas que van mucho más allá del cumplimiento de esa exigencia puramente formal o legal. Y creo que los grandes hitos de la historia de la humanidad se han decantado positivamente porque ha habido personas que han sido mucho más generosas de lo que se esperaba de ellos. Y esa es la asunción que normalmente deberíamos reivindicar a las élites: que quien ha tenido más suerte, por fortuna o por mérito, y ocupa lugares de especial decisión, tiene que hacerse cargo del espacio público compartido. Y en este sentido, creo que España no siempre ha tenido mecanismos de activación de sus propias élites. Ha habido élites que no han sabido estar a la altura de su privilegio. Y esto se acompaña de otro hecho: España es un país fecundo en ideas, y la opinión pública en España es razonable, pero no existen demasiados espacios donde las ideas compitan. Los think tanks normalmente tienen una dirección partidista, o tienen un sesgo ideológico, y Ethosfera lo que aspira es a ser un espacio donde esas élites se encuentren, pero sin ninguna orientación previa; que, en cumplimiento de ese credo liberal, en una deliberación ordenada y en una colisión buscada al servicio de una sociedad más próspera, puede generar consecuencias que sean efectivamente útiles para el bien común.
P. ¿Crees que un problema común es que se asocian ideas a partidos políticos, provocando un frentismo que tiene poco que ver con el verdadero debate de ideas?
R. Sí, hay momentos de oposición que son virtuosos. Lo que entiendo menos es que la gente defienda unas siglas antes que unas ideas, y esto sí creo que es una cosa muy española. Es decir, la gente espera a ver qué dice el líder político de los suyos para inmediatamente después construir su opinión, cuando en principio la dirección debería ser la contraria. Los partidos políticos son instrumentos que asisten a determinadas ideas y si tú ostentas o defiendes determinadas ideas, deberías exigir a tu partido político de referencia el que estuviera a la altura de tu propia utopía. En España es muy habitual que se dé una inversión, porque hacemos una apropiación identitaria del grupo y de las siglas políticas -por infinidad de razones que probablemente ahora no podríamos reseñar- y creo que eso sí debería invertirse de algún modo. A la idea liberal de que una vanidad vigile a otra vanidad, se le puede dar la vuelta y que cada uno vigile a los suyos. Que la mejor derecha vigile a la peor derecha y que la mejor izquierda vigile a la peor izquierda. Y eso sí creo que nos falta. Ethosfera no aspira a ser un espacio neutral, porque no puede serlo; yo no soy neutral, soy muy transparente a la hora de exponer las cosas en las que creo, pero sí aspira a ser un lugar plural donde puedan encontrarse personas que dispongan sus argumentos y que siempre estén dispuestas a cambiar de opinión. Lo que no tiene sentido es hablar con gente que hace de sus ideas una adscripción identitaria y que cada vez que atacas una idea propia, sienten que les estás atacando a ellos. Quien no esté dispuesto a desafiar sus certezas, o quien no esté dispuesto a poner en juego sus opiniones, probablemente debería revisar su compromiso democrático.
P. Para terminar, cerramos con la pregunta habitual: ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?
R. Tan habitual como compleja. Pues una de las personas que más ilusión me ha hecho tratar recientemente es Sabino Méndez, a quien la gente conoce por su trayectoria musical, incluso por sus amagos políticos, pero a mí me interesa sobre todo como escritor. Creo que es un novelista de primera fila y una persona muy cabal.