Sergio del Molino: «Los nietos de la guerra han sido crueles con la generación de la Transición»
El escritor habla con David Mejía sobre su obra y cómo esta se entreteje con su vida y su mirada política
Sergio del Molino (Madrid, 1979) es escritor y periodista. Es autor de más de una docena de obras, entre las que destacan La Hora violeta (Random House, 2013), La España vacía (Turner, 2016), La mirada de los peces (Random House, 2017) y La piel (Random House, 2020). Es colaborador de Onda Cero y del diario El País.
P. ¿Qué habría respondido Sergio del Molino en primero de Periodismo si le preguntaran qué quieres ser de mayor?
R. Habría respondido que quería hacer el vago (ríe), que era algo muy raro en el mundo del que yo venía, un mundo de barrio periférico donde no había ningún referente, ni periodístico ni literario, al que yo me pudiera agarrar. Yo tenía la pretensión aristocrática de ganarme la vida con el menor esfuerzo posible, y pasar el día leyendo, escuchando música y hablando con los amigos, ese era mi ideal de vida. Pensaba que haciendo una cosa que se me daba muy bien, que era escribir, podría ganar un sueldito y hacer que trabajaba. Y me hice amigo de algunos que decían lo mismo, pero luego vi que eran gestos de coquetería; en realidad eran tremendamente ambiciosos, capaces de pegar puñaladas a diestro y siniestro. Desde entonces no me fío de la gente que dice que solo quiere vivir tranquilamente y que le dejen en paz. Me llevo mucho mejor con la gentea que no esconde sus ambiciones.
P. En La piel hay referencias a esa etapa en que estudiabas periodismo y vivías en Cuatro Caminos, y también referencias a la adolescencia, que es una etapa de la vida que tú no añoras.
R. No, no añoro la adolescencia, ni tampoco la infancia. Estoy muy feliz en mi vida de adulto y en mi decadencia. Y si tengo la posibilidad de tener una vejez, voy a estar muy a gusto en ella. La adolescencia es un tiempo muy idealizado en la literatura, y yo también he contribuido a idealizarla porque la trato como un espejo deformante, desde la perspectiva del adulto, que es una forma muy injusta y muy cruel de tratar la adolescencia. La forma en la que yo me recuerdo en mis libros es la forma en la que no deberíamos tratar nunca a los adolescentes: una mirada distante, muy resabiada, sabiendo que son unos torpes granudos, totalmente hormonados y que van a cometer equivocaciones tremendas que, sin embargo, apenas van a tener consecuencias. Es una visión tremendamente cínica. Pero no, no echo de menos la adolescencia, me parece una etapa monstruosa, una especie de enfermedad de la que hay que salir en algún momento. Y creo que la única forma de sobrevivir a ella es tener la noción, que yo tenía, de que en algún momento se iba a acabar. Que llegaría el instante en el que esa confusión hormonal, esa falta de control sobre tu cuerpo y tus emociones, terminaría y llegaría algo mejor. Eso es lo único que me hizo sobrevivir la adolescencia. Siempre me ha sorprendido que haya tan poco suicidios en esa etapa, me sorprende que seamos tantos los que la superamos y llegamos a adultos. Lo normal sería que nos suicidásemos en masa.
P. ¿Y cómo habría que tratar a un adolescente, qué consejos pueden dársele?
R. Hay que tratarlos como adultos, y también a los niños hay que tratarlos eludiendo cualquier condescendencia, intentando entrar en su mundo, en sus aspiraciones, pero siendo conscientes de que tú estás fuera. Yo creo que el mayor error que se puede cometer, hablando incluso como padre, es intentar comprender el mundo de la adolescencia, porque es sistemáticamente incomprensible. Los adolescentes crean unos códigos y unas barreras que están pensadas para que los adultos no entren en ellas. Y si intentas meterte ahí, estás fastidiando todo el invento. Entonces tienes que tratarlos con mucho respeto, pero desde tu lugar. Mi único consejo al adolescente, y yo no doy consejos nunca a nadie, sería «resiste, aguanta, que esto pasa».
«La adolescencia es una etapa monstruosa»
P. Cuando escuchas hablar del privilegio masculino y piensas en esa debilidad de los chicos adolescentes, que tratan de sobrevivir, ¿qué te pasa por la cabeza?
R. Lo tienen difícil. Es difícil ser chico, joven, adolescente en un mundo donde su condición se considera prácticamente nazi. Y parece que tienen que estar pidiendo perdón por lo que son. Pedir perdón por lo que eres, especialmente en la adolescencia, es muy dramático. Te provoca una desubicación en el mundo muy grande. Creo que socialmente hemos dado un paso atrás, porque yo no percibí eso en mi adolescencia. Yo siempre me he relacionado mucho más con chicas que con chicos, siempre he tenido muchas más amigas que amigos. Y no tuve nunca ningún problema, ni percibí en mi entorno, que era un entorno duro, ningún tipo de presión sobre cómo definir mi identidad. Había una pluralidad y una aceptación enormes, que se daban por hecho porque nos habían educado así. Yo nací en el año 79 y me hice niño y adolescente en una España que parecía que había superado el pasado, en un país que presumía mucho de ser europeo, de haber afianzado los valores democráticos. Eso se trasladó a todos los ámbitos. Eran dilemas que estaban fuera de mi vida, y veo que ahora ya no es así. Veo que ahora se plantean cosas como el hecho de que si a una chica le gusta jugar al fútbol es algo en lo que hay que fijarse, porque quizá esté asomando algo de disforia de género, cuando solo es una chica a la que le gusta jugar al fútbol, y ya está. Son actitudes que parecen de la Sección Femenina, impropias de una sociedad que pretende ser igualitaria.
P. ¿Te preocupa?
R. Me preocupa, aunque relativamente porque creo que los chavales al final son capaces de salir adelante, y que los valores dominantes se los pasan por el forro, no les afectan tanto como parece. Yo tengo un niño de diez años que va a entrar en ese mundo dentro de poco. Y es un chaval grandote, muy sensible, al que no le gusta nada el fútbol, no le gustan las cosas que se supone que le tienen que gustar a los chicos y le gustan las cosas que le tienen que gustar a las chicas, y vive muy feliz y alegre en su pandilla. Y me fastidiaría mucho que lo que le gusta hacer, de una forma totalmente natural y desprejuiciada, le supusiera un motivo de reflexión. Eso sí que me preocupa. Me gustaría hacer una labor de padre lo suficientemente potente para que eso no le afecte, pero creo que no voy a ser capaz. Hay unas fuerzas sociales que superan con mucho lo que puedas hacer en tu casa.
P. ¿Qué es un pijo-progre?
R. Un pijo-progre es un gafotas (ríe). Puede ser muchas cosas, pero básicamente es un insulto, bastante feo además, por redundante. Es casi un pleonasmo, porque en progre ya venía lo de pijo. Es un insulto que se ha normalizado en España desde la extrema derecha hacia todo lo que no sea extrema derecha, y que representa lo que en Francia se llama los bobos (bohemian bourgeois): un tipo de persona como yo, que vive en una ciudad, que se dedica a un oficio intelectual, que nunca ha descargado un camión y que tiene un ideario próximo a la socialdemocracia. Eso es un pijo-progre. Y está asociado al imaginario de lo que es un blandengue, alguien que desde ciertos populismos, fundamentalmente populismos de derechas, se pretende arrasar porque se considera la esencia de la decadencia de la sociedad occidental. Todo lo malo que acontece es nuestra culpa, porque nos hemos ablandado y hemos echado a perder los valores de Occidente. Y yo me reivindico mucho como pijo-progre porque una de las operaciones retóricas más interesantes que se puede hacer, como hemos aprendido de los movimientos de los derechos civiles, es apropiarte del insulto para desactivarlo. Si pijo-progre es, para una determinada parte del espectro político, un pecado mortal, pues lo que hay que hacer es agarrarse a esa bandera en lugar de negarla.
P. Cuando salen a debate los distintos ideales de vida, últimamente se enfrentan, permíteme la caricaturización, los antinatalistas y faminazis. Unos presumen de su vida sin hijos, otros de cómo sus hijos dan sentido a su vida. Tú decías en un artículo que te conformabas con «ser solo padre», pero ¿qué opinas de este debate?
R. Es un debate falaz que interpela a muy pocas personas; hace mucho ruido pero la mayoría no se ha enterado de que existe. Es una pelea de gallos que reverbera muy poco fuera de la bóveda de las redes sociales. Yo creo que es una cuestión que nos planteamos como ciudadanos de primer mundo, porque hay unas tendencias demográficas que anulan por completo cualquier cosa que se pueda decir sobre la batalla entre antinatalismo y faminazismo. La realidad es que nos estamos yendo al carajo. La tendencia demográfica en las sociedades occidentales es tener cada vez menos hijos. Y eso es así por muchos factores que no van a cambiar, por mucho que planteemos debates intelectuales. Incluso los que tenemos hijos, tenemos pocos hijos; yo tengo uno, y ya está. Antes era normal tener tres. Hoy, tener tres implica un compromiso muy grande con el faminazismo (ríe). Yo creo que son debates ingenuos que eluden la realidad demográfica y el hecho inexorable de que vamos poco a poco hacia una extinción de las sociedades grandes, porque vamos perdiendo población y sólo los flujos migratorios lo van a compensar de algún modo. Los antinatalistas que dicen, de una forma muy ridícula, que tenemos que extinguirnos y detener el crecimiento deberían empezar por el suicidio. Hay planteamientos de una ingenuidad y una radicalidad tan grandes, que sólo se les puede responder con otra boutade: su propia existencia contradice su visión del mundo. Si crees que somos muchos, empieza por eliminarte a ti mismo, no le pidas a los demás que no se reproduzcan.
P. ¿Observas que aumenta la reivindicación de valores tradicionales -la familia, la patria, la religión- que creíamos superados?
R. Creo que hay cierta desorientación en un mundo que ha perdido las marcas de identidad que caracterizaban la cohesión comunitaria. Ya no creemos en Dios, y en la patria creemos de aquella manera. Ni siquiera los nacionalistas creen mucho en ella. Y por esa disolución de aquellos mitos fuertes que creaban la identidad nos sentimos solos, flotando en un éter, sin saber muy bien quiénes son los nuestros, dónde está nuestra tribu, con quién tenemos que relacionarnos o identificarnos. Y surgen algunas añoranzas. Hay gente que tiene nostalgia de cosas que no ha vivido, porque el poso del pensamiento mágico y de la visión religiosa de la vida está encadenado en nuestro ser social y si no nos lo proporciona la sociedad, nos lo inventamos. Y dentro de muchos movimientos sociales actuales subyace un sentimiento religioso; por ejemplo, el ecologismo tiene mucho de religioso, de creencia en algo que trasciende el propio individuo, crea una comunidad y designa una misión. Y ahora mismo son sencillamente señales de desesperación. Pero no creo que haya un resurgimiento de cuestiones reaccionarias, sino que hay algunos movimientos populistas, tanto de izquierdas como de derechas, que se aprovechan de esa desorientación en la que vivimos para crear un movimiento político que vertebre todo ese descontento.
«Escribir La hora violeta fue una forma de vivir el duelo en paz»
P. En La hora violeta narras la enfermedad y fallecimiento de Pablo, tu primer hijo. El libro tiene ecos y referencias directas a Mortal y rosa, de Francisco Umbral. No sé si esto es una pregunta personal y literaria, pero ¿cómo se articula un proceso creativo con tanto dolor?
R. Umbral se encontró con la enfermedad de su hijo mientras escribía sobre otra cosa; tuvo que incorporarlo, y el libro se transformó. En mi caso, aunque el libro tiene a veces aspecto de diario, empecé a escribirlo al poco de morir mi hijo. Está escrito muy en caliente, son recuerdos que desordeno: cambio la cronología, hago elipsis. Juego mucho con los silencios y las zonas de sombra. Para mí, escribir La hora violeta fue una forma de vivir el duelo en paz, porque sentía que vivía en un mundo que no me dejaba expresar mi tristeza, ni vivirla como me diera la gana. Y me aproveché del prestigio inmerecido que tiene la literatura para poder encerrarme en ello. Si en lugar de encerrarme a escribir me hubiera encerrado a beber, probablemente me hubieran llevado a Alcohólicos Anónimos, pero como estaba haciendo algo que se supone que es digno, me dejaron tranquilo. Fue una estrategia y por eso alargué mucho la escritura, porque me recreé mucho en el dolor. Es un ejercicio que, si no lo explicas bien, puede resultar masoquista. Fue una forma de intentar vivir lo más intensamente posible -porque eso es lo que provoca la literatura- un dolor del que la mayoría quiere huir. Mi temperamento es el contrario. Yo necesitaba vivir esa experiencia de honrar a mi hijo, y de conocer lo que me estaba pasando. Y tenía la ventaja de que encerrándome a escribir nadie venía a darme ánimos, que era lo que más me reventaba en ese momento, o a decirme que el tiempo todo lo cura. Si en ese momento, en que tenía una rabia tan intensa, hubiera venido alguien a mi casa a decirme eso, le hubiera reventado la cabeza. Esas pulsiones homicidas las reconduje a través del libro, a través de la carta de amor.
P. Una de las cosas que dices es que no quieres dejar de sufrir.
R. Sigo haciendo mías todas las frases del libro, y lo único con lo que no me identifico es con cierto sentido del pudor que me llevó en algunas ocasiones a pedir disculpas por lo que estaba contando. Eso sí que ha cambiado, ya no siento la necesidad de pedir perdón por lo que escribo ni por lo que digo. Pero sí, está la idea de perpetuar el dolor. Me siento un poco desdoblado porque es un estado anímico que me acompaña siempre. Y a mi mujer también. Nos acompaña siempre, pero no nos impide estar en el mundo, fingir que somos normales. Procuramos mantener viva esa llama, sin ser personas de ritos. Nuestro hijo sabe perfectamente la historia, ve las fotos y es una presencia que está en su vida, porque forma parte también de su historia.
P. El año siguiente publicaste Lo que a nadie le importa, que arranca con una frase muy poderosa: «Éramos pobres, pero teníamos Francia».
R. Nunca escribiré nada mejor.
P. ¿Te lo dicen mucho?
R. No, me lo digo yo a mí mismo (ríe).
P. A raíz de ese arranque quería preguntarte por la importancia que das al comienzo de los libros.
R. Para mí es importantísimo. A mí los libros me entran por la primera página, por eso procuro cuidarla mucho. Me preocupa mucho la primera frase, el primer párrafo y, por extensión, la primera página. La primera frase tiene que impactar, tiene que meterte en otro mundo. El lector tiene que ser consciente de que está entrando en un territorio donde ya hay algunas normas desconcertantes, donde va a tener que aprender algunos códigos y va a tener que esforzarse. Y luego está el primer párrafo. Creo que soy muy nabokoviano como lector, pero no como escritor. Para mí es magistral el comienzo de Lolita, porque contiene ese primer párrafo de Humbert Humbert, cuando empieza la confesión. Ese primer párrafo contiene el libro entero. Entonces, sin llegar a ese extremo magistral, sí que aspiro a que el primer párrafo contenga el libro, y a partir de ahí explote y se vaya desarrollando. Que el lector llegue al final y diga «realmente todo lo que me han contado estaba ya contenido aquí y no lo había visto». Ese es un efecto que todavía no he logrado, pero espero conseguirlo en algún libro. Es algo que percibo constantemente y me obsesiona.
P. La novela cuenta la historia de tu abuelo, que de casualidad hizo la guerra en el bando nacional. ¿Los españoles tenemos aún que saldar deudas con nuestra pasado?
R. Los españoles nos creemos distintos, pero somos una sociedad más. Los españoles, los franceses, los belgas… Todas las sociedades tienen un pasado monstruoso que digerir. No hay una sociedad ideal que asimile ejemplarmente su pasado y se encarrile hacia un futuro de luz, democracia y prosperidad. Ni siquiera los alemanes, que siempre se ponen de ejemplo. Y en España hubo unos años de cierta esperanza que fueron los primeros años 80, en los cuales se impuso un olvido muy sano, en los que Franco desapareció por completo. No estaba en el imaginario, parecía algo muy lejano, cuando la mayoría de la sociedad tenía una experiencia muy viva de la dictadura. Y sin embargo, ahora que la inmensa mayoría de líderes no ha tenido la experiencia de franquismo, Franco está más vivo que nunca. Aunque a todas las sociedades les cuesta digerir, a nosotros nos gusta masticar más de la cuenta. Todavía no hemos llegado a la fase de digestión, y Lo que a nadie le importa iba un poquito por ahí: mostraba una figura muy común en la sociedad española, que sin embargo está fuera del imaginario literario y de los imaginarios cinematográficos. Contamos la Guerracivil casi siempre desde la perspectiva del bando perdedor, y siempre a través de historias de personas que tuvieron un compromiso activo. Pero no contamos la historia de la inmensa mayoría de los españoles, que sencillamente se vieron arrastrados por la barbarie, como le sucedió a mi abuelo. Él estaba haciendo la mili en Zaragoza cuando empezó la Guerra; le llamaron un día por la mañana y le metieron en un golpe de estado, como a todos los reclutas. Y si le hubiera pasado en otra provincia, hubiera hecho la guerra en otro bando, pero igualmente arrastrado. El ejército de Franco llegó a tener más de un millón de efectivos, en su mayoría reclutas, personas que no estaban ideologizadas. Hay una gran parte de la población española que desciende de toda esa gente, cuyas historias no se han contado. Sabemos cómo vivieron la guerra Durruti y los generales, sabemos cómo vivieron los intelectuales, pero no sabemos cómo la vivió esa gente. Hay un vacío narrativo muy grande, y me pareció que la figura de mi abuelo era muy representativa de esa España, por eso me interesaba contarla.
«La novela es el arte de devolver la complejidad a la vida»
P. ¿Cómo fue recibida?
R. La recepción fue decepcionante. Me acusaron de intentar blanquear el pasado fascista de mi abuelo, que nunca había militado en ningún sitio, ni siquiera por conveniencia. Y si vamos a leer así, no hay nada que hacer, el debate está muerto desde el principio. Aun así, no hay que desanimarse para intentar plantear desde la literatura, que es el mejor sitio desde el que plantear estas cosas, nuevas formas de mirar ese pasado, de hacerlo cada vez más complejo. La novela es el arte de devolver la complejidad a la vida. Eso implica contar historias que son incómodas o que no responden al maniqueísmo habitual.
P. ¿Se pueden llevar a cabo políticas de memoria sin asumir esa complejidad?
R. A mí lo que me sorprende es que estemos todavía así; hay cosas que deberían ser ya totalmente asimilables por la gran mayoría. Que la ley de memoria esté ideologizada, o sea una ley de parte, me parece inconcebible tantos años después. Es una ley que creo necesaria y que debería partir de un consenso parlamentario. No hay ningún motivo por el cual el Partido Popular no pudiera apoyar esa ley, no debería haber ningún motivo por el que un demócrata español no apoye una ley que plantea que el Estado tiene que asumir una responsabilidad con las familias de los represaliados y de las víctimas. Pero como no hay forma de llegar a un consenso, la Ley sale con un sesgo de parte y con apoyos ideológicos que imponen una serie de cuestiones que están de más, y que hacen que la Ley sea percibida por una parte de la población española como un intento de revanchismo, lo que distorsiona mucho lo que debería ser una ley de consenso. Porque si metemos ahí un montón de enmiendas donde se intenta meter mano en la enseñanza y condicionar el discurso histórico echamos por tierra un esfuerzo colectivo que debería haber hecho la sociedad española, y que en buena parte ya se ha hecho espontáneamente.
P. Por cómo hablabas de los ochenta, entiendo que consideras que hemos desandado mucho camino.
R. Sí, porque la ley de Amnistía intentaba restituir la dignidad. Lo que se plantea en la Transición es un cambio institucional que afecta solo al Poder Legislativo y al Ejecutivo, y a partir de ahí se va reformando todo el Estado, con calma, tranquilamente, asumiendo una continuidad con el franquismo, para ir reformando poco a poco; porque si nos cargamos absolutamente todo, tenemos que empezar de cero. Tenemos una legitimidad democrática, tenemos unas elecciones limpias, tenemos un parlamento y unas instituciones que son irreprochables y a partir de ellas, podemos ir cambiando todo. Eso era una estrategia de consenso muy inteligente, pero era incompatible con una política de memoria muy activa. En ese momento se imponía el olvido para que desaparecieran poco a poco todos los trazos de franquismo en la Administración, y pudiera construirse un Estado democrático. Las generaciones más jóvenes, los nietos de la guerra, han sido muy crueles y poco comprensivos con el esfuerzo que hizo la generación de la Transición para transformar un país y consolidar una democracia. Era muy difícil hacerlo y, con todos sus fallos, lo hicieron verdaderamente bien, porque España es una democracia avanzada gracias a ellos. Se les reprocha haber olvidado, pero era necesario en ese momento. Y ahora podemos hacer políticas de memoria con sensatez. No hay ningún motivo para que la derecha parlamentaria no asuma los valores republicanos.
P. ¿Menuda liaste con La España vacía, no?
R. Involuntariamente, sí. Yo escribí un libro que creía que no iba a tener mucho recorrido, pero prendió. Al final del libro planteaba que todas estas cuestiones eran algo que estaba en el Zeitgeist de España y a las que no habíamos prestado atención. El libro fue un catalizador porque nombró un territorio que necesitaba ser nombrado, que necesitaba un lema para poder emerger. Y realmente, la que se ha armado es totalmente demencial si tenemos en cuenta que todo surge a partir de un libro. Rara vez un libro, mucho menos un ensayo, provoca un cambio de sensibilidad.
P. ¿En qué momento se busca un perpetrador y se convierte en «la España vaciada»?
R. La primera que lo nombra en un libro es María Sánchez, en Tierra de Mujeres. En un capítulo dice, sin citarme: «España vacía, no: vaciada. Hay que señalar a los culpables, que son el franquismo y los gobiernos democráticos que han querido vaciarla». Pero me consta que el término es anterior, y se empieza a popularizar en las movilizaciones de 2019 que toman Madrid. Las organizaciones empiezan a usar el lema de «España vaciada», corrigiéndome, dándole ese matiz culpabilizador, que desde un punto de vista activista tiene todo el sentido, pero desde un punto de vista literario es una catástrofe; rompe toda la eufonía. Y bueno, me han dado muchas razones, pero me quedo con una que me dijo un miembro de Teruel Existe, o que se identificaba como tal: «Lo hemos cambiado a vaciada para que te jodas».
P. Es una razón de peso.
R. Me parece la de mayor peso, porque la otra que me han repetido mucho es que es un concepto más exacto. ¿Pero qué exacto? La literatura no puede ser exacta. La España vacía intentaba ser lo menos exacto y concreto posible.
P. Qué importancia tiene el editor en la elaboración de un concepto y una obra que prenda?
R. Para mí, muchísima. Hay escritores que intentan ser muy refractarios con los editores, los consideran unos ignorantes que se meten donde no les llaman, y que acaban destrozando los textos. Y para mí, trabajar con Pilar Álvarez fue determinante para que La España vacía tuviera la forma que tuvo. Dialogar con ella, debatir el texto, pelearlo y defender la estructura me obligaba a ser muy exigente, y a plantearme cuestiones que con otra editora no me hubiera planteado. Estoy convencido de que el libro, con otra editora, hubiera sido distinto y seguramente peor.
P. ¿Y en qué estás trabajando?
R. Pues en apenas un mes se publica Un tal González, dentro de una colección de Alfaguara que se llama «Basada en hechos reales». Y es una novela -así lo voy a defender- que recorre los primeros años de la democracia en España, hasta el año 96, a través de la figura de Felipe González: un abogado de Sevilla, hijo de unos vaqueros, que se convierte en la persona más poderosa de España, probablemente desde el Conde Duque de Olivares. Y desde su posición de poder transforma España de una forma brutal. Es una epopeya enorme, que hemos despreciado y que intento recuperar en un tono narrativo que espero ayude a discutir la problemática figura de Felipe González. Es un libro con el que me lo he pasado muy bien, y estoy deseando ver cómo se recibe.
P. Algunos lo recibiremos con muchas ganas. Para terminar, a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas.
R. Pues nomino a Ana Iris Simón.