Pere Aragonès: el sepulturero
Aragonès, que no fue en líneas generales un mal político, no ha podido hacer nada en materia de gestión en cuatro años
Seguramente después de los comicios del pasado domingo y de la debacle de su partido, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), abandonará la vida pública y se centrará en la actividad privada, dedicado al gran negocio hotelero que levantó en los sesenta su abuelo, un alcalde franquista de Pineda del Mar (Barcelona) y uno de los fundadores de Alianza Popular. Pere Aragonès, con apenas 41 años, oriundo y residente en ese pueblo, ha salido muy escaldado de la votación. No es para menos. ERC ha perdido casi 200.000 simpatizantes y 13 escaños en el Parlament, lo que supone rebajarse a tercera fuerza por detrás de su archienemigo, independentista igualmente, Carles Puigdemont con su heterogénea ensalada llamada Junts per Catalunya, sumergiéndose en una gravísima crisis.
Aragonés, jurista de formación, político de vocación y con estudios económicos en la Universidad de Harvard, bien puede afirmarse que se ha convertido en el sepulturero de ERC. Calculó mal las previsiones al adelantar en casi un año los comicios autonómicos después de que Junts y los pocos fiables diputados de En Comú Podem se negaran a respaldar sus presupuestos. El PSC, los socialistas de Salvador Illa, sin embargo, sí le garantizaron apoyo. El president hizo un pan con unas tortas. Disolvió la Cámara, convocó elecciones y anunció que su principal objetivo en la siguiente legislatura sería negociar con el Ejecutivo de Pedro Sánchez el tan traído y conflictivo referéndum de autodeterminación.
El tiro le salió por la culata. Illa venció, aunque ni mucho menos tiene garantizada la investidura al tiempo que Puigdemont cantó anticipada y exageradamente victoria. Sostuvo que los números no le alcanzaban al PSC dado que Esquerra ya ha dicho que se irá a la oposición y que no cuenten con ellos para formar gobierno. Y por tanto, según el todavía prófugo de la justicia, él tiene derecho a tratar de reunir una coalición de partidos nacionalistas e independentistas con el fin de obtener una mayoría. O forzar una repetición de las elecciones. Su tesis es simple aunque bastante torticera: si Sánchez pudo ser investido sin haber ganado los comicios de julio pasado, él también lo puede intentar como segundo grupo más votado. El problema es que, a diferencia de Sánchez, él tiene antes que labrar una coalición en la que ni en sueños quiere participar ERC.
Aragonès abandona, según sus palabras, la primera línea política y renuncia al acta de diputado. Ha sido coherente comparado con otros políticos, que suelen retrasar la salida poniendo miles de excusas. En ese respecto, ha demostrado mayor honradez que el actual presidente de su partido, Oriol Junqueras, que en una carta a la ciudadanía, sin ápice de autocrítica, confiesa tener fuerzas para seguir al frente. ¿Pensará que el descalabro es cosa únicamente de quien fuera en el pasado su alter ego cuando en 2017 estaba al frente de la consejería de Economía? Esa actitud la ha matizado dos días después al anunciar que dejará todo cargo orgánico después de las elecciones europeas del próximo 9 de junio.
Pero lo paradójico de su declaración está en que el partido no cerrará la grave crisis interna hasta el 30 de noviembre cuando se convocará un congreso extraordinario. A la dimisión de Junqueras ha seguido la de la secretaria general, Marta Rovira, prófuga como Puigdemont. Junqueras forma parte del grupo de indultados del procés, pero sigue inhabilitado para cargo público en espera de que en las próximas semanas el Congreso apruebe la ley de amnistía.
Los resultados del pasado domingo dejan en primer lugar un hecho muy notable. El independentismo ha perdido individualmente si se exceptúa Junts, que ha subido apenas un poco. Ya no es mayoritario. En conjunto representa el 43% del apoyo ciudadano a una Cataluña independiente.
¿Quiere esto decir que ha triunfado la tesis de Sánchez favorable a la amnistía, las concesiones penales, el pacto fiscal y en definitiva la continuidad y la extensión del diálogo con los separatistas como acciones para mejorar la convivencia en el territorio? Está por ver y es pronto para asegurarlo. La dirección del PSOE con Sánchez a la cabeza no dudan de que así ha sido y que su política está en la vía correcta. Sin embargo, no pocos analistas opinan que antes que nada la votación ha reflejado un hartazgo de la sociedad catalana de verse obligada a recurrir a las urnas sin resolver nada ante la parálisis de más de diez años de bronca política y nula gestión para abordar asuntos tan graves como el deterioro de la sanidad y la educación.
Aragonés, que no fue en líneas generales un mal político, proclive al diálogo con Madrid pese a sus convicciones separatistas -a los 16 años se afilió a las juventudes del partido-, no ha podido hacer nada en materia de gestión en cuatro años (dos en funciones) al frente del Palau de la Generalitat teniendo que sortear el mayor radicalismo de los parlamentarios de Junts y de la CUP. Tuvo que suceder a Quim Torra tras su forzada destitución por delito de desobediencia. Torra ha sido uno de los políticos más nefastos de la historia de Cataluña.
¿Y el independentismo? ¿Se lame sus heridas a la espera de tiempos mejores o de nuevos líderes más allá de Puigdemont o Junqueras o del propio Aragonès? En realidad, los independentistas aguardan expectantes en sus cuarteles de invierno, en sus guaridas. Son conscientes de que lo que ha ocurrido era más o menos previsible. Se ha tratado de una desmovilización del electorado radical antes que una derrota pura y simple de sus argumentos. De ahí que el debate ahora se ciña a preguntarse si el procés ha muerto. Seguramente no ha pasado a mejor vida, pero es evidente que exige nuevos fundamentos y sobre todo nuevos líderes.
Es interesante reseñar lo que afirma el recién premiado Princesa de Asturias de Asuntos Sociales, el historiador Michael Ignatieff, que se suma a quienes consideran que el nacionalismo y los nacionalistas nunca abandonan. Tal vez se fatigan, pero vuelven una y otra vez. «Vivimos en la edad de oro de los políticos oportunistas», acaba de declarar el intelectual canadiense sin citar nombres.
Es interesante observar el fenómeno Puigdemont. Quizá se asista a sus últimos momentos como político en activo. O no. Él ya anunció en campaña desde su refugio belga y antes de acercarse hasta la frontera francesa con Cataluña, que se retiraría si no lograba ser de nuevo investido president. En circunstancias normales y vistos los resultados, el líder de Junts debería estar preparando las maletas para regresar a su querida Gerona a fin de renovar el carnet de socio de su equipo del alma y volver a echar una mano en la pastelería de sus padres. Pero no hay nada normal en la psicología de este dirigente, que a veces piensa ser el redentor y salvador de la patria catalana, el elegido para fundar la república independiente de Cataluña, mientras que en los libros de historia se destacará que huyó en el maletero de un coche tras su destitución a resultas de la crisis del procés.
Apostó fuerte con Sánchez tras las últimas elecciones generales. Le dio el apoyo de sus siete diputados para que éste pudiera seguir en La Moncloa. A cambio obtuvo un proyecto de amnistía, que no está todavía claro si encontrará impedimentos judiciales. Ahora quiere subir la apuesta. Aspira a la presidencia de la Generalitat y a que Sánchez no le importe quemar en la pira del sacrificio socialista al claro ganador de los comicios catalanes, Salvador Illa. Es una partida de póquer y con una eventual repetición de las urnas a nivel nacional o catalán. Puigdemont siempre se ha entendido bien con el actual presidente del Gobierno. No son tan distintos cuando se trata de objetivos personales. Tal vez en esta ocasión la apuesta sea demasiado atrevida, pero tratándose de Sánchez, el líder separatista debe pensar que todo es posible. De ahí que las palabras de Ignatieff sobre la época dorada de los políticos oportunistas encajen perfectamente a la hora de examinar la conducta de los dos personajes.