¡Bip-bip! El Covid y el Correcaminos
«Este verano todos somos el coyote, y todos los coronavirus son el correcaminos»
«Este verano todos somos el coyote, y todos los coronavirus son el correcaminos»
«El agobio inicial dio lugar a un sentimiento más transparente: el de cuánta falta nos había hecho la calle»
«No es difícil imaginar que la desigualdad no se discuta en términos de ideales y utopías, sino en términos de los rostros de todos aquellos que en estos días no han tenido el lujo de trabajar desde casa»
«Las bacterias no solo nos antojan y nos vuelven adictos, sino que también, volviendo a Rodin, nos deprimen»
«Las sociedades fragmentadas del siglo veintiuno lo son en virtud del fraccionamiento de su audiencia»
«Admitir nuestra propia burguesía es sano, lo recomiendo. Viene con cierta dosis de vergüenza y por tanto de humildad. Lo llena a uno de curiosidad por el campo»
La juventud es el espejo universal ante el cual la humanidad decide verse cuando quiere verse bonita
«¿Acaso todos estos movimientos están vinculados? ¿Acaso –como diría Cortázar— todos los fuegos son un mismo fuego?»
Desde el desarrollo internacional hasta los estudios culturales, desde la medicina hasta la religión, diversas ciencias humanas están faltas de esta palabra cardinal
The Great Hack, disponible en Netflix, ha sido quizás la verdadera película de terror de este verano. Y no es para menos.
«Aunque pocos lo sepan, Dominic Cummgs es ahora el hombre más poderoso del gabinete de Boris Johnson, y quizás la persona más influyente de las islas británicas»
«Ya hay un creciente mercado de esto que podríamos llamar la revancha de lo offline»
Era el momento menos oportuno: las ocho de la tarde en la Plaza de Olavide, entre la cuarta y la quinta caña. Ante la mesa llena de amigos, los niños que al jugar al fútbol parecen tener de portería la silla en la que estoy sentado, las marujas que a la distancia compiten por ver quién tiene el peinado a la vez más cristiano y anarquista, la cacofonía de los carritos de bebé y sus alaridos, el mesero que habita cualquier mundo menos este, los espectáculos de amor adolescente en los banquitos, la caña que aún no llega – no debería haber tenido tiempo, en fin, en tal panorama de vitalidad urbana, en tal muestra de salud de la España llena, para haberme hecho la pregunta. Pero por algo soy distraído, y me la hice:
El populismo, como toda religión de segunda mano, como toda ideología del siglo veintiuno –es decir, mediática, furibunda y desesperada— es un juego de percepciones. Una terapia: “estamos mal, es cierto, pero existe aún la tierra prometida”. ¿Dónde queda esta tierra prometida? Lejos, muy lejos de aquí. Lejos de nuestra realidad irredimible, lejos de nuestra ansiedad individual, lejos también de la sospecha de que como pueblo hemos fracasado y de que como personas aún más. Como decía Eric Hoffner, la tierra prometida de los ideólogos no es un sitio a donde ir. Es una excusa para salir de nosotros mismos. Otro método más de escapismo.
La Favorita’ de Yorgos Lanthimos es quizás la mejor película de esta década. Me da igual el que no esté de acuerdo, mi intención hoy es otra.
En otras oportunidades he confesado mi curiosa atracción por los pensadores del diecinueve, especialmente los rusos. Me sospecho que me seduce algo muy puntual: la posibilidad de leer otras versiones de la modernidad.
Cumplir 10 años de algo siempre debe ser causa de celebración. En el caso de Whatsapp debería ser lo mismo. Pero, quizás por mi natural inclinación hacia la distopía, mi muy venezolana aversión al paraíso en la tierra, dudo si es correcto hacerlo. Y en ese dilema llevo toda la noche, tratando de encontrar el pie correcto para entrarle a este artículo.
“Nadie es un sistema abierto. Nadie es autor de sí mismo. Nadie es un invento propio.” El sinfín de cosas que han dado forma a nuestras vidas –lugar y familia, traumas y tropiezos, amores y odios— ahí estaban todas antes que nosotros. Incluso nuestra psicología es un fenómeno probabilístico.
Eran las seis de la tarde en Ciudad de México. Íbamos al aeropuerto. Llovía a cántaros y tronaba.
— ‘Vaya pinche tráfico. Esto no se aguanta más, joven’
En México lo primero que nos dicen a los visitantes es que de la calle no se deben coger taxis. Que mejor llamar a una línea, o coger un Uber. Pues la amenaza no es solo que le den a uno vueltas laberínticas en una de las megalópolis del mundo, sino que, en algunos casos extremos, la vida misma entre en peligro.
Al terminar el largo ritual de vestirme formalmente, ya amarrándome la corbata, me veo al espejo, saco pecho, y me repito: “soy un científico y la ciudad es mi laboratorio”. Esos suelen ser los días que cojo taxis.
Yo no disfruté ni mi primer café, ni mi primer vino, ni mi primera lección de piano, ni mi primer chocolate oscuro, ni mi primer concierto de música clásica. Es la verdad. Y es universal. Quien afirme lo contrario lo más seguro es que esté mintiendo.
Según me informa el traductor simultáneo de Google Chrome, 川谷 絵音 significa Kawatani Enon. Es el nombre del cerebro detrás de Indigo la End y ゲスの極み乙女 (Gesu No Kiwami Otome, o ‘Niña en la apoteosis de la grosería’), dos de los más grandes descubrimientos musicales de mi vida. Y la razón por la que este cínico exiliado, mal acostumbrado al tosco sonido del clavecín y la taciturnidad del jazz, ha vuelto a cantar caminando por la calle, tocando esa batería invisible que no percutía desde los quince años. Todo gracias a estar a las dos de la mañana explorando entre canales de Youtube de japoneses, haciendo voyeurismo con mi traductor de Chrome.
La última vez que escribí sobre este tema, en ‘Por un Espacio Libre de Selfies’, confieso haber cometido un error garrafal: no tener una cuenta de Instagram. Ahora, al echar la vista atrás, aprecio la magnitud de mi equivocación. No fue menos que osar publicar una investigación sobre la malaria sin haber todavía conocido al mosquito.
La mejor noticia de los últimos tiempos es el éxito de Juego de Tronos. Antes de que me caigan encima: no lo digo por los méritos particulares de la serie de HBO.
Todo el que pasea por una vieja ciudad europea, y le presta un poquito de atención a lo que ve, llega siempre la misma conclusión: antes se hacían mejor las cosas.
Recuerdo el día en el que me refugié del invierno escocés leyendo a Coetzee. Recuerdo las medias de algodón, el edredón macizo, la sospecha del gélido piso de madera que evitaría por horas largas y letárgicas. Era fin de semana. En mis manos tenía Stranger Shores, una colección de ensayos de Coetzee que mi amigo Ibsen Martínez me regaló cuando era todavía yo muy joven para leerlo. Lo cogí esa mañana casi sin querer. Completamente desprevenido.
Si algo caracteriza al paraíso es su pausa total. Su glacial inmovilidad ante el triunfo celestial. Preguntar “¿qué hacen los ángeles por el resto de la eternidad?” es, cómo dudarlo, hereje. “Absolutamente nada”, es la respuesta, “pues no les hace falta”. La fricción, el cambio, el ruido — aquello que Isaiah Berlin llamó “la textura de la vida” — es asunto de profanos y ansiedades y cegueras. La utopía, por tanto, no es otra cosa que una tregua. Un frenar el complejo caudal que nos rodea.
Hay un momento, en la carrera de un político falsario y corrupto, en que la máscara digna se le cae y queda a la luz de la opinión pública -es decir, de los votantes, cuando ese político vive en un régimen democrático-, generalmente por la acción de los tribunales, del poder legislativo o de la prensa. O de todos ellos. En el caso de Donald Trump, su resistencia ante cualquier revelación, cualquier ataque, cualquier prueba de comportamiento delictivo ha sido notable a lo largo de año y medio de la presidencia más chocante de la historia de Estados Unidos.
Ya empiezan a regresar los reporteros con sus resacas. Amigos, familiares, clientes — todos vuelven con las mismas buenas nuevas. Entre atragantos de agua fría cuentan su historia como el que recuerda entre bribones los desmanes de una noche anterior.
Es quizás el suceso más curioso de nuestros tiempos que las sociedades más prósperas de la historia de la humanidad sean también las más insatisfechas. Tanta paz, tanta riqueza y comodidad, tanta cultura gratuita a la mano y tanta educación universal nos ha valido de tan poco… El reino dual de la ciencia y el mercado, imperante desde la posguerra, nos ha dado señalados adelantos materiales e intelectuales; arribos que, ante la dejadez de Europa y Norteamérica, parecen más bien desvíos. Si por dinero y epistemología pudiera tener significado la vida ya deberíamos haber llegado a la utopía, o al menos tenerla cerca. Pero mientras más andamos, más se nos aleja.
Hay un sinfín de causas del populismo que vemos, unas más profundas, otras más obvias, pero hay una, la más sencilla y cotidiana, que lo mantiene vivo como ninguna otra. Y es la antipatía de nosotros los liberales que nos hemos declarado su enemigo. Insisto, no es un tema ideológico (el populismo, vale redundar, no es un tema ideológico), ni de si preferimos fronteras abiertas o cerradas o si creemos en el matrimonio homosexual o si en el individuo es naturalmente bueno o naturalmente malo. Tampoco es un desacuerdo historiográfico, en el que se designan tales o cuales minorías y se busca conseguir justicia en sus nombres. Es simplemente eso, antipatía.
Este pasado fin de semana se celebró en Boston la octava edición de #PlanPaís, una asociación no lucrativa de Venezolanos en el exterior que se reúne, año tras año, a planificar la reconstrucción de nuestro país para el día que acabe la dictadura chavista
Nadie esperaría del Retiro, quizás el corral de jardines más delicioso del mundo, una visión distópica. Pero yo, que tengo el hábito desatendido de correr en él, la he estado empezando a tener. Y así, en mis circuitos sucesivos por el parque, la imagen señorial de aquel herbazal de mármol –último refugio del Madrid del siglo oro, único sobreviviente arquitectónico de la invasión napoleónica— ha empezado a decaer ante mis ojos en una Disneylandia de vidrios rotos que recuerda más a ‘Black Mirror’ que a Rubens o al Conde-Duque de Olivares.
Donald Trump ya lleva un mes entero sin tuitear sobre mercados. La razón es obvia: desde los récords altos de enero la bolsa americana ha caído cerca de un 10% este mes. Y como es de costumbre, el presidente americano solo divulga noticias buenas. Las malas, por supuesto, son falsas. Por tanto permanece callado.
Detrás de todas las falsas noticias, hay una falsa noticia mayor: la premisa. El Papa que hubiese votado por Trump, el inmigrante musulmán que nos acecha, el latinoamericano que nos quita el trabajo, la estadística embustera que promete futuros utópicos y varias dádivas de dinero son, en su conjunto, más que un puñado de mentiras. Entrelazadas en fábulas y conspiraciones, son la superficie de una visión coherente –aunque falsa– del mundo. Una que tiene como premisa, por qué no, una solución. Una esperanza. Una mentira mayor.
Hace ocho siglos ser, como era Mansa Musa (emperador del Tombuctú y de sus minas de oro), el hombre más rico de la historia del mundo te compraba: cincuenta y siete años de vida, doce mil esclavos vestidos de seda, veinte ciudades de lodo y el más esplendoroso Hajj a la Meca en la historia del Islam. Es decir, cosas mínimas. Hoy en día el mismo viaje que le tomó al rey Mali más de diez meses en completar (inmersos, no olvidemos, en las ardientes arenas del Sáhara, al ritmo del camello taciturno y sin Youtube), además de media tonelada de oro, la hago yo, por ochocientos euros, en seis horas y media de avión, con audífonos, un libro traducido y un bote de aspirinas. Y eso no siendo ni Bill Gates ni muchísimo menos, sino ganando el salario medio en España en este siglo veintiuno.
A pesar de todos mis esfuerzos, regreso a España sin una copia de Fire and Fury. Tal ha sido la conmoción en Estados Unidos que ya no quedan ni en Amazon. Y se entiende: el libro revelación de los primeros meses de la más histriónica de las presidencias norteamericanas, la del chabacano hombre de tabloides y reality shows que es Donald Trump (quien por cierto ha sido, quizás adrede, el principal promotor de la fiebre) con su destape de conspiraciones, secretos a tras-cámara, chismes del aposento conyugal presidencial, promete un schadenfreude de mucho cuidado y el record mundial de trapos sucios limpiados fuera de casa.
Se dice que el último rincón digno que nos queda ante las máquinas es el arte. Que los robots podrán hacer de todo (descubrir medicinas, calcular el infinito, simular la creación del universo) menos escribir poesía.
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