THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

John Ruskin y la división del hombre en migajas

En otras oportunidades he confesado mi curiosa atracción por los pensadores del diecinueve, especialmente los rusos. Me sospecho que me seduce algo muy puntual: la posibilidad de leer otras versiones de la modernidad.

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John Ruskin y la división del hombre en migajas

En otras oportunidades he confesado mi curiosa atracción por los pensadores del diecinueve, especialmente los rusos. Me sospecho que me seduce algo muy puntual: la posibilidad de leer otras versiones de la modernidad. Los grandes pensadores del diecinueve ya sospechaban de la industrialización, pero aún no la conocían, no realmente. Andaban a caballo y a la luz de las velas. Aún así, todos sintieron la formidable tentación de imaginarse qué mundo quedaría después de la industrialización, y dibujaron tales visiones en distintos panfletos y ensayos que, por su calidad hoy encontramos en la sección de política en las librerías, pero que si somos honestos pertenecen realmente a la ciencia ficción.

Ya los del veintiuno tenemos derecho a juzgar quién fue el mejor profeta. Unos, como Marx y Chernyshevsky, fallaron olímpicamente. Otros, como Tocqueville o Tolstoi, dieron con algunas verdades sobre qué careceríamos en el futuro, logro para nada modesto, aunque no cómo seríamos. Pero quizás ninguno dio más en el clavo sobre cómo sería nuestra economía y nuestro trabajador moderno que John Ruskin (1819-1900), un ensayista anti-industrialista, poco conocido fuera de Inglaterra, que tuve la suerte de descubrir hace poco gracias a una antología que Penguin acaba de sacar para celebrar su bicentenario.

La preocupación principal de Ruskin era, curiosamente, la división del trabajo, uno de los componentes fundamentales de la economía moderna. Una de las grandes contribuciones de Adam Smith fue precisamente la de notar que un grupo de diez personas hacen muchos más zapatos si uno hace la suela, el otro el cordón, un tercero maneja el cuero, etcétera, que si cada uno se pone a hacer cada uno un zapato de principio a fin. Y resulta que aquello que, sin excepción, todos los pensadores del diecinueve figuraban como un gran avance hacia la prosperidad, aquello que realmente nunca causó mayor controversia siquiera entre marxistas, Ruskin veía como el peor de todos los males.

“Últimamente hemos estudiado y perfeccionado bastante esa gran invención de la civilización que es la división del trabajo; aunque le demos un falso nombre. No es, realmente, el trabajo el que está siendo dividido; sino los hombres – divididos en simples segmentos de hombres— quebrados en pequeños pedazos y migajas de vida; tal que toda la poca inteligencia que queda en el hombre no es suficiente para hacer un zapato, o un clavo, pero se exhausta en hacer la suela del zapato, o la cabeza del clavo. Sin duda es cosa buena hacer varios zapatos al día, pero si tan solo nos diéramos cuenta con qué están siendo pulidos – arena de alma humana, tan pequeña que ha de ser magnificada para ser vista…”

Para Ruskin un trabajador digno es uno que emplea su alma en su labor, como el artesano que construyó la Venecia que tanto idolatraba, como el artesano que moriría, finalmente, en el siglo veinte. Su argumento, por tanto, sigue vigente: la prosperidad que nos rodea como consumidores la pagamos con la irrelevancia de nuestros trabajos. De estos trabajos modernos que lentamente corroen nuestra humanidad, que nos hacen tan banales como la más banal uña de acrílico importada de la China. Así que Ruskin resultó ser el mejor profeta del diecinueve. El que lo dude que se vea en el reflejo del ordenador de su oficina.

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