Un día de octubre como hoy, pero hace justo quinientos años, un monje alemán estaba a punto de desatar uno de los acontecimientos más importantes vividos por los europeos en todos estos siglos. No obstante, si pudiéramos observarlo por una rendija a través del tiempo, nada parecería presagiar tanta enjundia. Observaríamos solo a un profesor de Teología de treinta y tres años, ya casi treinta y cuatro, vestido con austero hábito agustino, que se afanaba por resumir sobre un papel todo lo que le parecía más urgente debatir en su iglesia, la católica. No nos parecería algo particularmente estrambótico: si algo se supone que deben hacer los doctores de una universidad como la suya, en Wittenberg, es justo discutir este tipo de cosas. Martín, que así se llamaba nuestro monje, era además ducho en ello: a sus alumnos les apasionaba su voz “a la vez suave y dura”, decían, jamás vacilante, capaz de expresarse con la claridad del cristal.